Uno de los principales asuntos que han caracterizado a las distintas manifestaciones a favor de la paz en Ucrania, que han tenido lugar en muchas partes del mundo durante los últimos días y sobre las que Pressenza ha intentado informar, ha sido la necesidad de un alto al fuego y de pasar a una intervención diplomática seria.
Varios han recordado que el arte de la diplomacia consiste en hablar con el enemigo, no en obligarle a rendirse, prerrogativa de quienes piensan que la guerra terminará gracias a la victoria de un bando sobre el otro.
En este sentido, el plan de 12 puntos presentado por China en los últimos días es, salvo un desmentido, el único plan que propone una solución diplomática basada en principios como la integridad territorial, la protección de los civiles, la ayuda humanitaria y el alto el fuego como requisito previo al diálogo, que son universalmente reconocidos y piedras angulares de la diplomacia.
Así que parece un tanto curioso que la respuesta de muchos actores occidentales (OTAN, EE.UU., UE) desestimara inmediatamente el plan como un «no-plan»; esos mismos actores que sólo tienen como propuesta la respuesta militar y las sanciones a Rusia. Aún más curioso es el hecho de que el propio Zelensky elogiara el intento antes de ser contradicho por los halcones de su gobierno y por el Secretario General de la OTAN.
Se critica el plan chino porque no condena la invasión rusa de hace un año; pero, al ser una propuesta basada en la diplomacia, pide un alto al fuego, el aseguramiento de no poner en peligro las centrales nucleares, ayuda inmediata a las poblaciones y la condena de los civiles implicados en el conflicto: todo esto suena, en el lenguaje de la diplomacia, como una condena enérgica de la invasión porque, de lo contrario, estos puntos ni siquiera se mencionarían. Si alguien no sabe o no quiere leer entre líneas el texto, la hipocresía de quienes quieren la guerra mientras fingen querer la paz se revela fácilmente.
Existe el partido transversal de la guerra que incluye una serie de intereses vinculados directa o indirectamente a las industrias militares y energéticas y que trasciende las fronteras geopolíticas clásicas, llegando finalmente, como siempre, a los intereses de la especulación financiera que juega indiferentemente en las mesas de las armas, en la de la energía, pero también apuesta ya por la reconstrucción lucrativa: es un partido que une realidades explícitas e implícitas que, en los medios de comunicación, compiten por jugar a «enemigos» pero están dispuestos a firmar acuerdos por su bien común, que se llama beneficio. Es un partido fuerte, pero está perdiendo piezas porque desde muchos sectores se toma conciencia de que este estado de desestabilización permanente que se cierne desde la pandemia en adelante, ni siquiera es funcional para el mantenimiento de un aparente estado de bienestar en algunas, pocas, partes del mundo. La pregunta es: ¿hasta cuándo podemos retorcerle el cuello a la población mundial, especialmente a la que está al borde del abismo, sin algún tipo de respuesta?
Los chinos llevan mucho tiempo declarando públicamente que la guerra es un obstáculo para su principal interés, que es el comercio multilateral. China superó la crisis de Covid manteniendo una posición de liderazgo en la economía mundial, a pesar de que todos los analistas occidentales se dedican a ser pájaros de mal agüero. Pragmáticamente (no son comunistas, son confucianos), China está corrigiendo rápidamente los errores de una política de expansión industrial desenfrenada con intervenciones estatales en favor de un mayor equilibrio ecológico, mientras que Occidente sigue anclado en el business as usual, consiguiendo que la transición ecológica sea sólo un gran negocio, evitando abordar los problemas de fondo que afectan al propio modelo de «desarrollo» de las sociedades occidentales. Y en ese modelo, la violencia es intrínseca y está justificada, más allá de las proclamas «bienhechoras»: la violencia económica en primer lugar, pero también la de la pretendida superioridad intelectual, la de la discriminación y el desprecio de otras culturas y pueblos, la violencia machista que impregna el supremacismo blanco, el autoritarismo.
Ahora China ha movido sus fichas para limitar los daños de una guerra que, en primer lugar, le perjudica económicamente de forma directa (Ucrania era un buen mercado) e indirecta.
De hecho, convendría recordar que los chinos no hacen la guerra contra nadie desde hace bastante tiempo y que incluso sus intervenciones indirectas en algunas crisis de posguerra han sido muy meditadas y han permitido un mantenimiento sustancial de la paz en Asia; no podemos decir exactamente lo mismo de las potencias occidentales, especialmente de Estados Unidos, con su afición al intervencionismo «en nombre de la democracia».
En resumen, nos parece que el plan chino reitera con fuerza y autoridad lo que dicen los pacifistas del mundo: alto al fuego, detener la escalada armamentísta, acudir en ayuda de las poblaciones y conjurar la amenaza atómica, sea que provenga de un accidente o de la propia guerra nuclear. Sobre esta última cuestión, pediríamos al gobierno chino un nuevo esfuerzo para poder ratificar la bondad de sus intenciones: la adhesión al Tratado de Prohibición de las Armas Nucleares. Sería una forma concreta de responder a quienes dicen que el plan de paz es sólo propaganda.
En cualquier caso, el resquicio abierto gracias al plan de paz chino, sea cual sea su resultado, debe ser una oportunidad para que los pacifistas digan que la diplomacia es la única salida, y para que los no violentos afirmen con contundencia que las vías de la objeción de conciencia, de la defensa popular no violenta, de la no colaboración con la violencia son vías a practicar, conocer y explorar, así como la única solución de fondo a la locura que estamos viviendo.