Hacinar a los solicitantes de asilo tras alambradas con espinas muestra las consecuencias de la «protección de fronteras».

Cuando los representantes de los 27 Estados miembros de la UE se reunieron los días 9 y 10 de febrero en Bruselas para celebrar una cumbre centrada en la guerra, la economía y la migración, algunos líderes abogaron por una mayor «securización», con más vigilancia y refuerzo de las fronteras. El Primer Ministro húngaro, Viktor Orbán, defendió que «los muros protegen a toda Europa».

Por su parte, el Secretario de Estado griego, George Gerapetritis, declaró al Financial Times que la UE debe acordar un enfoque «muy estricto», ya que su país se enfrenta a una «persistente» inmigración irregular. Notis Mitarachi, ministro griego de Migración y Asilo, siguió defendiendo en Twitter las barreras financiadas por la UE: el destino de quienes llegan irregularmente en busca de asilo debe ser la detención y la disuasión, en lugar de la acogida y el apoyo, dijo.

¿Cómo es en realidad esta situación para quienes llegan a las fronteras de Grecia y de la UE en general? Llevo visitando la isla de Samos como investigadora desde 2018, trabajando con y junto a varias organizaciones que apoyan a los solicitantes de asilo.

La situación en esa isla es menos conocida que en la vecina de Lesbos. Tras hablar en terreno con diversos agentes en las últimas semanas, puedo afirmar que siguen llegando personas, que son rechazadas, que se quedan sin hogar y que son internadas en instalaciones que se viven como cárceles, con un acceso limitado a la sanidad, la educación y los bienes cotidianos como el calzado y la ropa.

Un cambio drástico

En septiembre de 2021, la situación en Samos cambió radicalmente con el cierre del campamento abierto cerca de la ciudad de Vathy y la apertura del primer Centro de Acceso Cerrado y Controlado (CCAC, según sus siglas en inglés) de Grecia. Situado en una zona remota de la isla, este centro restringía el acceso a Vathy -donde se encontraba gran parte del apoyo jurídico, social, médico y educativo-, mientras que un toque de queda impedía a las personas abandonar las instalaciones a determinadas horas.

En la actualidad, el CCAC no tiene médico residente y el acceso a las organizaciones no gubernamentales está restringido desde el mes pasado: ahora deben completar todos los pasos del proceso de registro de ONG antes de poder volver a operar allí. Las organizaciones que antes prestaban asistencia médica en el campamento ya no pueden hacerlo.

Los recién llegados están sujetos a un proceso de registro, durante el cual la libertad de movimiento fuera del campo puede estar restringida hasta 25 días. El autobús a Vathy cuesta 3,60 euros, mientras que llegar a pie (una hazaña imposible para muchos en las condiciones extremas del invierno o el verano) puede llevar dos horas a pie y otras dos horas de vuelta por las colinas. Esto puede hacer que la gente se encuentre doblemente atrapada por las alambradas y la lejanía.

Como me dijo un actor de la isla, describir el campo a alguien que no lo ha visitado suele parecer imposible: las capas de alambre de púas, la seguridad tipo aeropuerto y los autobuses antidisturbios de la policía son inimaginables hasta que uno los experimenta. Según se cuenta, un residente del campo, cuando le preguntaron cómo era el lugar, soltó una carcajada y dijo: «¿Qué, quieres decir prisión?». El mero hecho de ir y venir, en lugar de estar atrapado allí, crea incomodidad y sensación de vigilancia.

Apoyo denegado

Según el gobierno griego, la apertura de los CCAC debía marcar el inicio de una nueva era en la gestión de la migración en Grecia, al restringir el acceso a la tierra durante la tramitación de los casos de asilo. Esto no sólo «encierra» cruelmente a las personas -muchas de las cuales han sufrido graves traumas antes y durante su viaje- siguiendo la lógica de «ojo que no ve, corazón que no siente», sino que además niega el apoyo que los solicitantes de asilo necesitan y al que tienen derecho.

I Have Rights, una organización jurídica de la isla, declaró que en un momento dado, en 2022, fue imposible obtener el traslado a tierra firme incluso para quienes necesitaban tratamiento médico. La organización se vio obligada a litigar durante meses en su nombre.

Después observó un cambio por parte de las autoridades, con traslados organizados al continente de unas 100 personas al mes, dejando a los solicitantes de asilo de la isla en la incertidumbre sobre qué les ocurriría y cuándo. A finales de enero, había poco más de 1.000 personas en el CCAC, que tiene capacidad para más de 2.000 personas.

Paradójicamente, al haber desplazado a algunas personas de esta manera, ahora los funcionarios pueden afirmar que la «crisis» ha terminado y que «la migración ha desaparecido». Sin embargo, el número de personas que llegaron el mes pasado fue muy superior al de enero de 2022.

De hecho, el hacinamiento en los campamentos y otras instalaciones de la isla es, desde 2015, un símbolo de la «crisis» en Grecia y los CCAC no han conseguido acabar con ella. Las agencias de ayuda no solo tienen claro que las llegadas siguen siendo elevadas, sino que las organizaciones legales también están trabajando por encima de su capacidad, mientras que las que distribuyen ropa y otros artículos de primera necesidad se están quedando sin donaciones.

Producir precariedad

Para las personas a las que se ha concedido asilo, la espera para recibir los documentos de residencia es de hasta seis meses. Esto genera un alto riesgo de quedarse sin hogar: las personas que reciben documentos de aceptación de asilo sólo pueden permanecer en el CCAC 30 días, pero sin ellos es muy difícil firmar un contrato de alquiler.

Por tanto, estas políticas producen precariedad, y a menudo hacen a las personas vulnerables en lugar de seguras. La solución no son más instalaciones de tipo carcelario, ni construir muros o garantizar que la controvertida agencia Frontex se centre en la «protección de las fronteras exteriores». La prioridad debe ser salvar vidas, proteger el derecho de asilo y poner fin a los rechazos que lo invalidan.

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