Por Sol Pozzi-Escot
Armando Robles Godoy es, sin duda alguna, el cineasta peruano más influyente y creativo del séptimo arte nacional. Nació en Nueva York, el 7 de febrero de 1923, hijo del gran Daniel Alomía Robles, y a los 10 años vino a vivir al Perú. En nuestro país, desde muy joven, se inició como escritor, y posteriormente, como director de cine, creando bellas cintas, testimonios del mayor coraje artístico, como “En la Selva no hay estrellas” (1967), la cual ganó la Medalla de Oro del Festival Internacional de Cine de Moscú, “La Muralla Verde” (1970), que se mereció el Hugo de Oro en el Festival de Chicago y “Espejismo” (1972), la cual es hasta el día de hoy la única película peruana nominada al Globo de Oro a Mejor Película Extranjera.
Conversamos con Marcela Robles, su hija, gran poeta y periodista, sobre su manera de concebir el legado de Armando, ese que hoy recordamos a 100 años de su nacimiento.
¿Cuál es el primer recuerdo de infancia que guardas de Armando?
Recuerdo cuando nos mecía a mi hermana Delba y a mí, muy pequeñas aún, en un columpio que él mismo había improvisado con una tabla y una soga en la casa de pona y bambú donde vivíamos. Incluso nos cantaba canciones mientras lo hacía. Quién podría olvidar eso. Y también recuerdo verlo sentado durante horas frente a su pequeña máquina de escribir, en lo que me parecía una especie de ceremonia secreta y misteriosa que no debía ser interrumpida.
Durante esos primeros años, vivieron en Tingo María. ¿Qué nos puedes contar sobre esos años?
Fueron años maravillosos. Cuando miro las fotos me parecen realmente escenas de una película real-maravillosa, por eso siempre que veo “La muralla verde” me provoca una doble emoción: la que provoca el buen cine, y la de ver reproducida una parte de nuestras vidas. Aunque, claro, ya en mi adolescencia me enteré por mis padres sobre las inmensas dificultades que tuvieron que enfrentar en ese entonces, que fueron muchas. Pero en mi memoria infantil permanece el recuerdo de haber pasado esos primeros años con una libertad extraordinaria, en medio de la naturaleza, porque éramos como exploradores en una especie de paraíso, aunque expuestos también a los peligros de la selva.
No sé si sea una memoria idealizada, pero no creo equivocarme.
Tú has trabajado también en películas de Armando, ¿cómo era el ambiente en los sets de grabación?
Yo era muy joven cuando empecé a trabajar con él, y no tenía experiencia, así es que tuve que aprender sobre la marcha. Al principio me resultaba aterrador porque todo el equipo era sumamente profesional y sentía que debía estar a la altura: fue un proceso muy valioso y enriquecedor en todo sentido. No solo aprendí a hacer cine, aprendí mucho de la vida misma. Armando imponía un orden que, aunque a veces parecía disruptivo, funcionaba. Yo solo sabía que había que seguir indicaciones, aunque fuera a regañadientes, y que teníamos que trabajar como locos, ¡porque todo era una locura! Pero al final del día entendía que si no se imponía ese orden hubiese sido un caos total. Muchas veces, antes de filmar una secuencia, Armando conversaba largamente con Mario, su hermano, que era el director de fotografía (extraordinario, por cierto). A veces decidían entre los dos, o compartían sugerencias sobre la manera de hacerlo. Pero si Armando tenía dudas sobre algo (que estoy segura que las tenía como todo realizador) no lo demostraba, y el equipo sentía que estábamos en buenas manos. Eso sí, se armaban enormes despelotes como en toda filmación, ¡enormes!, pero al final volvía la calma y todo el mundo a callarse.
Conforme fue pasando el tiempo, ¿tu manera de entender y abordar la obra de tu padre fue cambiando?
Definitivamente. Hay películas que “envejecen” bien (o no envejecen), y resisten el paso del tiempo, y otras no tanto. Pierden encanto, brillo, vigencia. El cine de Armando no solo se ha mantenido vigente, sino que ha crecido con los años. Y en mi caso, se debe también a que antes solía ver sus películas con una mirada sumamente crítica. Ahora solo las disfruto. Quizás también por el conocimiento, el amor y la admiración que he desarrollado por el cine en general y el suyo en particular.
Sabemos que fue escritor, además de cineasta. ¿Cómo caracterizarías su obra como escritor? ¿Qué diferencia a Armando cineasta de Armando escritor?
Creo que mi padre era escritor por naturaleza. Y continuó escribiendo casi hasta el fin de sus días. Y entonces lo veía escribir ya no en su pequeña máquina del inicio sino en una computadora que nunca llegó a dominar del todo. Así es que su vocación literaria y cinematográfica se desarrollaron paralelamente. Amaba la literatura tanto como el cine y para él eran dos universos distintos que se expresaban en lenguajes distintos. Era un gran lector. Empezó a escribir desde muy joven, pero solo empezó a publicar en 1952, a los 29 años, cuando se animó a enviar su cuento “Los tres caminos” a un concurso que organizaba el diario La Prensa y obtuvo el primer premio, 13 años antes de que realizara su primer largometraje, aunque ya había realizado varios cortos. Luego vendrían otros cuentos, algunos de los cuales también fueron premiados: “El rabión” (que es formidable), “La muralla verde”, “En la selva no hay estrellas”, entre ellos. Estos dos últimos como ya sabemos se convertirían luego en los filmes del mismo nombre. “La muralla verde y otras historias” reúne gran parte de todos esos cuentos y fue publicado en 1971, y reeditado en 2022 por Penguin Random House, Alfaguara, en una preciosa edición. Es un hermoso libro. Luego vendrían sus novelas, “Veinte casas en el cielo” y “El amor está cansado”. Fue justamente en La Prensa, donde trabajó, que empezó a escribir crítica cinematográfica. Ese fue el inicio de su carrera como cineasta.
Dentro de todas sus películas, ¿cuál es tu favorita y por qué?
Como ya lo mencioné, ahora disfruto de todas sus películas. Pero si tuviera que elegir (felizmente no tengo que hacerlo) probablemente me quedaría con “La muralla verde” y el cortometraje “El cementerio de los elefantes” (una verdadera joya, Hugo de Plata en el Festival de Chicago en 1973), donde trabajé como asistente de cámara, y en el que Carlos Ferrand fue el director de fotografía. Pero confieso que tengo debilidad especial por “En la selva no hay estrellas”, y tengo la impresión de que nadie la ha “descubierto” todavía”. Yo diría que es mi favorita.
En una entrevista, Armando dijo no tenerle miedo a la muerte. ¿Cómo interpretas esa afirmación? ¿Él sabía que su obra es inmortal?
En realidad no hay nada que interpretar. Sencilla y llanamente no le temía a la muerte. Era un tema de conversación frecuente en nuestras reuniones familiares, que a veces incluían a queridos amigos que ya no están con nosotros. Creo que logró hacerse cómplice de su propia muerte y muchas veces lo decía en voz alta en esas reuniones: “me estoy muriendo”. Al comienzo pensamos que se trataba de una especie de metáfora (todos vamos a morir), y cuando nos dimos cuenta de que hablaba en serio fue demasiado tarde. No para él, porque estaba totalmente listo para irse. No tengo la menor duda de eso. ¿Si sabía que su obra iba a perdurar? No pensaba mucho en eso. Estaba orgulloso de todo lo que había hecho y en su momento lo vivió con la pasión y dedicación que lo caracterizaba. Después seguía adelante con su próximo proyecto. Lamentablemente el último no llegó a concretarse. Era una especie de libro de memorias que empezó a escribir a cuatro manos con su hermano Mario, también escritor y cineasta. Hubiese sido un final feliz, ¿no crees?