Demostrando la naturalidad de sus sentimientos y convicciones antisemitas, Pío XII “aparentó sorpresa” cuando el embajador de Estados Unidos en el Vaticano, Harold Tittman, le expresó personalmente su decepción porque en su Mensaje radiofónico de Navidad de 1942, no se refirió expresamente a la matanza de judíos que estaban llevando a cabo los nazis en toda Europa (Ver John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 326). A su vez, “el embajador francés preguntó al Papa por qué no había mencionado la palabra nazi en su condena, y el Papa le respondió que entonces habría tenido que mencionar también a los comunistas. Podría haber sido más adecuado preguntar por qué no había mencionado la palabra judíos. Osborne dijo a Londres que los diplomáticos del Vaticano estaban decepcionados, pero que Pacelli estaba convencido de haber sido ‘claro y totalizador’. A Osborne le dijo personalmente que en ese sermón había condenado la persecución contra los judíos, con lo que entendió que Pacelli no iba nunca a pasar de esas palabras” (Ibid.). Además, el diplomático británico escribió en su diario: Mientras más lo pienso, más me repele la masacre de Hitler contra los judíos, por un lado; y por el otro, la aparentemente exclusiva preocupación vaticana por los efectos de la guerra en Italia y las posibilidades de bombardeos de Roma” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A history of money and power at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 99).
Quizás las mejores explicaciones de este específico silencio de Pío XII las dan el historiador Guenter Lewy y el propio Cornwell. El primero escribió en 1964: “Finalmente, uno se inclina a concluir que el Papa y sus consejeros, influidos por la larga tradición antisemita tan aceptada en los círculos vaticanos, no contemplaban la suerte adversa de los judíos con una sensación de urgencia e indignación moral” (Ibid.; p. 328). Y Cornwell señaló: “Desde 1917 en adelante (…) Pacelli y el puesto que desempeñaba mostraron una actitud hostil hacia los judíos, basada en la convicción de que existía un lazo entre el judaísmo y la conjura bolchevique para destruir el cristianismo (…) A partir de varias pruebas, queda claro que Pacelli creía que los judíos habían provocado la desgracia que caía sobre sus cabezas; la intervención en su defensa podía arrastrar a la Iglesia Católica a alianzas con fuerzas (en especial la Unión Soviética) cuya intención última era la destrucción de la Iglesia institucional. Por esta razón, cuando comenzó la guerra, estaba decidido a distanciarse de cualquier llamamiento en defensa de los judíos al nivel de la política internacional. Eso no le impidió dictar instrucciones para aliviar su suerte al nivel de la caridad elemental” (Ibid.; pp. 328-9).
Y aquello llevó a Cornwell decir que “dado ese fondo, nos vemos obligados a concluir que su silencio tenía más que ver con el habitual miedo y desconfianza hacia los judíos que a cualquier estrategia, diplomacia o pretensión de imparcialidad. (…) La incapacidad de pronunciar una palabra sincera acerca de la Solución Final que se estaba desarrollando proclamaba ante el mundo que el Vicario de Cristo no se dejaba llevar por la compasión ni la ira. Desde ese punto de vista era el Papa ideal para el indecible plan de Hitler” (Ibid.; p. 330).
Pero Pío XII no sólo fue incapaz de expresar alguna condena pública clara respecto del Holocausto que se estaba desarrollando, sino que en 1943 ¡desalentó a los obispos alemanes a efectuar declaraciones públicas en favor de los judíos! Ello se dio en el marco de una información que le dio el obispo de Berlín, Konrad von Preysing, el 17 de enero de que “tanto católicos como protestantes estaban preocupados sobre los judíos y le habían preguntado ‘si la Santa Sede no podría hacer algo como emitir una declaración en favor de aquellos desdichados’” (John Morley.- Vatican diplomacy and the Jews during the Holocaust 1939-1943; Ktav Publishing House, New York, 1980; p. 123).
Así, contestando finalmente el 30 de abril de 1943, el Papa en su carta “colocó el peso de una protesta sobre los obispos locales, que ponderarían la posibilidad de represalias o de otros castigos como consecuencia de tales protestas. Para evitar un mal mayor, el Papa sugería que a veces debe guardarse una actitud de reserva” (Ibid.). Además, reforzándose en su creencia de que en su Mensaje de Navidad había hablado claramente en favor de los judíos le agregó que “en nuestro mensaje de Navidad hicimos mención sobre las cosas que actualmente se les están haciendo a los judíos en los territorios bajo autoridad alemana. Fue corta, pero fue comprendida (¡!). No es necesario decir que nuestro paternal amor y preocupación son mayores hoy hacia los católicos no arios o semiarios, hijos de la Iglesia como los otros, cuando su existencia está colapsando y están sufriendo una mortal angustia. Desgraciadamente, en las actuales circunstancias, no podemos ofrecerles otra ayuda efectiva que la de nuestras oraciones. Estamos, sin embargo, determinados a elevar nuestra voz de nuevo en su favor en la medida en que las circunstancias lo indiquen y permitan” (Ibid.; pp. 123-24).
Pero Pío XII no sólo no accedió a denunciar públicamente el exterminio de los judíos, sino que continuó ¡negándose a condenar públicamente las atrocidades contra los polacos! Ya en septiembre de 1942, Charles Radonski, obispo polaco en el exilio en Londres se había quejado ante Maglione del silencio vaticano sobre el sufrimiento de los polacos (ver ibid.; p. 139). Luego, el 15 de febrero de 1943, Radonski volvió a quejarse al respecto, incluyendo también a los judíos. Asimismo, a fines de enero, Stanislaus Adamski, obispo de Katowice, pero residente en Varsovia, escribió al Vaticano que “había una opinión compartida por muchos polacos de que el Papa se había olvidado de ellos” (Ibid.).
Por otro lado, el presidente de Polonia en el exilio, Wladislas Raczkiewicz, “le recordó al Papa –en una carta desde Londres- los tres años de terror experimentados en Polonia. Entre otros crímenes, se refirió a los asesinatos masivos científicamente planeados de judíos y de judíos bautizados. Directamente le recordó a Pío XII las declaraciones hechas por sus predecesores en favor de Polonia y le rogó que rompiera su silencio” (Ibid.). Y el embajador de Polonia ante la Santa Sede, Kasimir Papee, le señaló a Maglione que “el gobierno polaco está profundamente convencido de que una explícita condena de aquellos que siembran la injusticia y la muerte, no sólo será un apoyo para los polacos en su desgracia, sino que además contribuirá a una saludable reflexión de la multitud de alemanes y a poner un freno a los crímenes que las fuerzas ocupantes están cometiendo en Polonia” (Ibid.; p. 140).
A su vez, el 12 de marzo de 1943 los rabinos ortodoxos de América del Norte le hicieron un nuevo llamado a Maglione en favor de los judíos. “Ellos le informaron al cardenal que los alemanes habían comenzado a liquidar el gueto de Varsovia y que los pocos cientos de miles de judíos todavía vivos allí estaban en inminente peligro. Le suplicaron al Papa a que hiciese algo positivo” (Ibid.). El nuncio en Estados Unidos, Amleto Cicognani, fue instruido a responder en la forma habitual: “La Santa Sede ha empleado toda su influencia en favor de los judíos, y continuará haciéndolo” (Ibid.; p. 141).
Notablemente revelador fue el memorándum de la Secretaría de Estado que preparó la anterior respuesta de Cicognani: “Respecto de las medidas tomadas por la Santa Sede en vista a la deportación de los judíos y la respuesta a ser enviada al telegrama adjunto del arzobispo Cicognani.
Para impedir las deportaciones masivas de los judíos, que hoy día ocurren en varios países de Europa, la Santa Sede ha comprometido al nuncio en Italia, al encargado de negocios en Eslovaquia y al representante de la Santa Sede en Croacia…
Dado que la intervención de la Santa Sede ha tenido, incluso relativamente hablando, una cierta eficacia, ¿no sería poco oportuno dar un indicio de esto –ni siquiera vagamente- en el telegrama de respuesta al último telegrama del arzobispo Cicognani?
Una abierta indicación de esto no parecería prudente, no sólo porque no se conoce que puede pasar de un momento a otro, sino también para impedir que Alemania, conociendo las declaraciones de la Santa Sede, haga más duras las medidas antijudías en sus territorios ocupados (¡!) y haga nuevas y más fuertes presiones a los gobiernos pertenecientes al Eje” (Ibid.).
Y también muy revelador del exacto grado de conocimiento que tenía el Vaticano sobre la enormidad de las atrocidades nazis contra los judíos, es un memorándum de la Secretaría de Estado, fechado el 5 de mayo de 1943:
“Judíos. Situación horrenda. En Polonia había antes de la guerra, cerca de cuatro y medio millones de judíos; se calcula que hoy quedan solamente 100.000 (con los otros que vienen de otros países ocupados por Alemania). En Varsovia se formó un gueto que contuvo alrededor de 650.000; ahora hay entre 20 y 25.000. Naturalmente algunos judíos han escapado, pero no cabe duda de que la mayor parte de los judíos han sido suprimidos. Luego de meses y meses de transportar miles y miles de personas, de quienes nada más se ha sabido, esto no puede explicarse de otro modo que con la muerte, considerando sobre todo el carácter emprendedor de los judíos, que de algún modo, si están vivos, se hacen notar (¡Hasta en esta macabra relación no podía faltar una demostración del atávico antisemitismo vaticano!…). Hay especiales campos de la muerte en Lublin (Treblinka) y cerca de Brest Litovsk. Se dice que los judíos son encerrados por cientos a la vez en cámaras donde son matados con gases. Luego son llevados en vagones para ganado, herméticamente cerrados, con pisos de cal viva” (Ibid.; p. 142).
Y de todo ello Pío XII y el Vaticano nunca hicieron una denuncia pública…