«Ni aún lo peor del criminal me es extraño. Y si lo reconozco en el paisaje, lo reconozco en mí. Así es que quiero superar aquello que en mí y en todo hombre, lucha por suprimir la vida. ¡Quiero superar el abismo!” (Silo, El Paisaje Interno)
Por alguna inconfesable razón en la Argentina pasamos de la euforia colectiva y de sentirnos mejores personas y mejores vecinos tras la cruzada mundialista a volver a mirarnos con sospecha, sentirnos rodeados de chacales e inmersos en un pantano de injusticias, calumnias y venganza.
En Argentina estamos todos pendientes de un juicio y a mí se me dio por preguntarme por qué quería una pena lo más alta posible y que la pagaran todos los acusados en el juicio que condenará a unos cuantos de los 8 jóvenes que participaron de los hechos que acabaron con la vida de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell.
Decidí hacerlo despojándome lo más posible de la autocensura y las vergüenzas que acompañan este tipo de eventos de carácter público y de indignación colectiva.
Primeras reflexiones, será un crimen que no quedará impune, lo cual ya de por sí es un alivio. Es verdad que solo pasaron tres años del asesinato. Entre otras razones, la dilatación de los tiempos se debió a la pandemia, mientras los acusados esperaban el juicio en una celda. Los medios muestran las imágenes ad nauseam y los análisis criminalistas y legales nos abruman con detalles y puntualizaciones que remueven nuestros triperíos.
Es muy fácil adherir a la víctima, un pibe bueno seleccionado por una turba violenta capaz de matar, deseosa de matar. Fue Fernando, pero podría haber sido cualquiera: un repartidor en moto, un patovica menos ducho de algún garito veraniego, otro pibe menos bueno, otro cancherito que le gustara la camorra. Pero fue Fernando y el asesinato fue intencional. Eso facilita la adherencia emotiva.
Tengo un fuerte rechazo hacia aquellos que salen a cometer este tipo de ataques violentos. Más fuerte cuando se tratan de ataques en patota y todavía más cuando la violencia es indiscriminada. O, mejor dicho, buscando víctimas vulnerables o relativas a crímenes de odio. Un fenómeno nada nuevo y con suertes muy dispares ante la justicia.
Intercambiando sobre el tema, debatiendo, discutiendo sobre este asunto, he intentado ponerme en distintos lugares. Porque la actitud censuradora aparece muy fácil: putear a los porteros de la discoteca que entregaron a Fernando a una paliza asegurada; a los testigos que no atinan a proteger al más débil; a los progenitores de estos engendros; a los progenitores de los amigos de Fernando; a los progenitores de los testigos que no reaccionaron; a quienes pasaron por la formación de todos estos personajes de la historia: docentes, catequistas, familiares, entrenadores, amistades, compañeros de trabajo, de colegio, del club, vecinos. De golpe me daba cuenta que este hecho forma parte de ese tejido, de esas redes que se entrecruzan, que se superponen.
Tenía que haber una jauría de chacales, tenía que haber una víctima, tenía que haber testigos, tenía que haber propiciadores, tenía que haber estamentos estatales de seguridad, de salud, de prevención, educativos que llegaran tarde a todo, que no la vieran venir, que fueran funcionales al desenlace. Que insisto, no es novedoso.
En todas las posturas que pude ir elaborando encontraba además múltiples respuestas. ¡Qué fácil llegan a conclusiones algunos! ¡Qué fácil es esquematizar patrones de conducta y moralizar desde un teclado!
Como verán, pensar en los asesinos de Fernando y en Fernando, no lo puedo aislar de los comportamientos humanos que me precedieron, que me acompañan y que estarán en mi futuro. Es inescindible. Del mismo modo que nada se puede extraer de su contexto.
La elaboración de esos contextos también son múltiples, así que prefiero no entrar en detalles específicos que se prestarían a malas interpretaciones. Pero sí quiero esbozar unas líneas sobre el contexto en que está pasando todo esto, hoy, enero 8 de 2023 en la Argentina. Porque que haya tanta instalación mediática del asunto, que estemos todos tan pendientes de lo que suceda en el juzgado de Dolores, sí forma parte de un cuadro contextual que merece atención, al menos para mí.
Queremos justicia porque estamos asqueados de la impunidad imperante. Aquí, allá y en todas partes. Porque podemos mirar a Medio Oriente, a Norteamérica o dónde se nos ocurra y si hay algo que nos altera es la falta de justicia por todos lados. Y, empeorando la cosa, la pornografía con la que digitan impunemente los crímenes a diestra y a siniestra.
Pero para no irme por las ramas, dependerá de nuestro posicionamiento político qué impunidad nos coma el hígado. Estaremos los que no podemos creer que Macri y sus secuaces se muevan tan campantes por el mundo habiendo organizado la mayor red de espionaje ilegal de la historia argentina, entre otros muchos delitos y están los que siguen convencidos de que la Patagonia tiene un sótano blindado lleno de lingotes de oro que se robaron los Kirchner. Para el caso, da igual, porque tenemos el hígado comido por la indignación.
Y es justo que así sea, porque el sistema de justicia es una de las cosas más descompuestas que podemos admirar en estos días. Basta ver los manoseos constantes alrededor de la Corte Suprema Argentina como clara demostración de la amoralidad y desvergüenza que se manejan quienes digitan la administración de justicia en la Argentina. Y frente a esa impunidad campante queremos justicia. Queremos venganza, de alguna manera, pero una venganza justa, digamos todo.
En ese plano, este juicio se convirtió en una causa nacional en la que los ya asumidos culpables no deben escapar al martillo de la justicia y no solo los debe golpear por lo hecho, sino también para que no nos siga comiendo el hígado la indignación. De eso depende el estado de ánimo de millones de argentinos entrampados en la disputa de la opinión publicada.
Es verdad que el Mundial fue un eclipse hermoso que nos dio aire, mientras seguimos conteniendo la respiración en este fondo de desazón y letanía de injusticias en el que vivimos.
Tratando de llegar a una conclusión a todo esto, vislumbro una suerte de “si a estos los agarraron, que reciban su merecido”. Un pensamiento hermano del linchamiento del que se robó un celular y que “ya que lo agarramos, vamos a darle para que tenga”.
Una última reflexión que no quería dejar fuera de esto es que estos 8 rugbiers no representan ninguna casta. Si no, no hubieran estado tres años en prisión preventiva, no nos autoengañemos. Si hubieran sido realmente hijos de Patrones, si formaran parte de las familias enredadas en la impunidad, no estarían ahora en el banquillo de los acusados. Posiblemente, las familias de estos 8 chicos se hayan creído que ya formaban parte de esa élite, porque tenían algunos contactos, vivían las mieles de otras impunidades y se pueden haber engolosinado, creyendo que esto nunca les iba a pasar. Las telarañas son sólidas, resisten casi todo, pero también se rompen.