Vivimos en una era acelerada y dominada por la tecnología. La felicidad es efímera y todo es reemplazable o desechable. Es comprensible que la gente se sienta atraída por ideas utópicas. Muchos y muchas encuentran refugio en el concepto de un “retorno” a un pasado idealizado, uno en el que los seres humanos no eran tan numerosos y abundaban los animales; cuando la Tierra aún estaba limpia y pura, y nuestra relación con la naturaleza no había sido violada.
Por Deborah Barsky
Pero esto plantea algunas preguntas: ¿esto no es más que una utopía? ¿Podemos señalar un momento en nuestra trayectoria evolutiva en el que nos desviamos del camino de la empatía, la compasión y el respeto por los demás y por todas las formas de vida? ¿O somos víctimas nihilistas de nuestras propias tendencias naturales y debemos seguir llevando estilos de vida temerarios, sin importar el resultado?
Estudiar la prehistoria humana permite ver el mundo a través de un “lente a largo plazo”, a través del que podemos discernir tendencias y pautas que sólo pueden identificarse desde la distancia temporal. Adoptando una perspectiva evolutiva, es posible explicar cuándo, cómo y por qué surgieron determinados rasgos y comportamientos humanos.
La particularidad de la prehistoria humana es que no existen registros escritos, por lo que debemos intentar responder a nuestras preguntas utilizando la escasa información que nos proporciona el registro arqueológico.
La era Oldowan, que comenzó en África Oriental, puede considerarse el inicio de un proceso que acabaría desembocando en la enorme base de datos tecnosociales que la humanidad abarca en la actualidad y que sigue ampliándose cada vez más en cada generación sucesiva, en una espiral de creatividad tecnológica y social exponencial. Hace 2,6 millones de años empezaron a aparecer los primeros conjuntos reconocibles de herramientas Oldowan. Estos contienen grandes utensilios de machaqueo, junto a pequeñas lascas de bordes afilados que, sin duda servían – entre otras cosas, – para obtener vísceras y recursos cárnicos de los animales que eran carroñeados cuando los homínidos (los humanos y sus antepasados cercanos extintos) competían con otros grandes carnívoros presentes en sus entornos. Cuando los homínidos empezaron a ampliar sus conocimientos tecnológicos, la obtención de este tipo de alimentos ricos en proteínas resultó ideal para alimentar el cerebro, que se estaba desarrollando y consumía mucha energía.
La producción de herramientas de piedra y las conductas asociadas a ese proceso se hicieron cada vez más complejas, lo que acabó requiriendo inversiones relativamente altas [de tiempo y métodos] en la enseñanza de estas tecnologías, para transmitirlas con éxito a las generaciones sucesivas. Esto, a su vez, sentó las bases del [muy beneficioso] proceso de aprendizaje acumulativo que se acopló a procesos de pensamiento simbólico (como el lenguaje) favoreciendo en última instancia nuestra capacidad de desarrollo exponencial.
Todo esto tuvo enormes implicaciones, por ejemplo, en términos de los primeros indicios de lo que llamamos “tradición” – maneras de hacer y crear cosas – que son, de hecho, los cimientos mismos de la cultura. Los experimentos neurocientíficos llevados a cabo para estudiar las sinapsis cerebrales y las áreas implicadas en los procesos de fabricación de herramientas demuestran que, probablemente, se necesitaron al menos algunas formas básicas de lenguaje para comunicar las tecnologías necesarias para fabricar las herramientas más complejas de la era achelense, que comenzó en África hace unos 1,75 millones de años. Los investigadores han demostrado que las áreas del cerebro que se activan durante la fabricación de herramientas son las mismas que las empleadas para los procesos de pensamiento abstracto, incluidos el lenguaje y la planificación volumétrica.
Cuando hablamos del achelense, nos referimos a un fenómeno cultural enormemente denso que tuvo lugar en África y Eurasia y duró unos 1,4 millones de años. Si bien no puede considerarse un fenómeno homogéneo, sí presenta una serie de elementos conductuales y tecnosociales que, según los prehistoriadores, lo vinculan como una especie de unidad.
Globalmente, el tecnocomplejo achelense coincide en general con la aparición de los homínidos de cerebro relativamente grande atribuidos al Homo erectus y al Homo ergaster africano, así como al Homo heidelbergensis, un homínido de amplio espectro identificado en Eurasia y del que se sabe que se adaptó con éxito a condiciones climáticas relativamente más frías. De hecho, fue durante el Achelense cuando los homínidos desarrollaron tecnologías para hacer fuego y cuando aparecieron los primeros hogares en algunos yacimientos (especialmente cuevas) que también muestran indicios de patrones de uso estacionales o cíclicos.
En cuanto a la tecnología de las herramientas de piedra, los homínidos del Achelense pasaron de los conjuntos de herramientas no estandarizados del Oldowan a innovar nuevas formas de modelar herramientas de piedra que implicaban conceptos volumétricos comparativamente complejos. Esto les permitió producir una amplia variedad de formatos de lascas preconcebidos que procedieron a modificar en una gama de tipos de herramientas estandarizadas. Conceptualmente, esto es muy significativo porque implica que, por primera vez, la piedra se modelaba para ajustarse a una imagen mental predeterminada. La simetría bifacial y bilateral de las emblemáticas hachas de mano achelenses, con forma de lágrima, es especialmente ejemplar en este sentido.
El registro arqueológico achelense también da testimonio de toda una nueva gama de artefactos fabricados de acuerdo con un conjunto fijo de nociones tecnológicas y habilidades recién adquiridas. Para perdurar, estos conocimientos debían compartirse mediante formas de enseñanza cada vez más compuestas y comunicativas.
También sabemos que los homínidos achelenses eran muy móviles, ya que a menudo encontramos en sus juegos de herramientas rocas importadas de distancias considerables. Y lo que es más importante, a medida que avanzamos en el tiempo y en el espacio, observamos que algunas de las técnicas de fabricación de herramientas muestran características especiales que pueden vincularse a contextos regionales específicos. Además, la densidad de población aumentó considerablemente durante todo el periodo asociado al fenómeno achelense tardío – aproximadamente entre hace un millón y 350.000 años –, probablemente como resultado de estos logros tecnológicos.
Además de la fabricación de herramientas, se atribuyen a los homínidos achelenses otras revoluciones sociales y de comportamiento. La fabricación de fuego, cuya importancia como herramienta tecnosocial transformadora no puede exagerarse, así como otros logros, señalan la consecución de nuevos umbrales que iban a transformar enormemente la vida de los pueblos achelenses y sus descendientes. Por ejemplo, los yacimientos achelenses con evidencias de expediciones de caza de especies específicas y carnicería sistematizada indican sofisticadas capacidades organizativas y sin duda también sugieren que estos homínidos dominaban al menos alguna forma de comunicación gestual – y probablemente también lingüística –.
Todas estas habilidades adquiridas a lo largo de miles de años por los pueblos achelenses les permitieron no sólo asentarse en nuevas tierras situadas, por ejemplo, en latitudes más altas, sino también superar las tensiones climáticas estacionales y prosperar así dentro de un área geográfica relativamente restringida. Aunque ciertamente eran nómadas, establecían zonas de residencia tipo casa-base a las que regresaban de forma cíclica. Así pues, el fenómeno combinado de una cultura más estandarizada y compleja y de modos de vida regionales llevó a estas antiguas poblaciones a forjarse identidades a la vez que desarrollaban comportamientos tecnosociales idiosincrásicos que les daban un sentido de “pertenencia” a una unidad social concreta: vivir dentro de un área geográfica definible. Ésta era la tierra en la que se asentaban y en la que depositaban a sus muertos (actualmente sólo se reconoce la existencia de enterramientos humanos intencionados a partir del Paleolítico Medio). Para mí, el Achelense representa la primera gran revolución cultural conocida por la humanidad.
Así que sugiero que fue durante el Achelense cuando el aumento de la complejidad cultural llevó a los pueblos del mundo a verse unos a otros como diferentes, basándose en las diferencias de su cultura material. Sobre todo a finales del Achelense, cuando los grupos nómadas empezaron a regresar cíclicamente a las mismas zonas de residencia, se formaron identidades vinculadas a la tierra que, en mi opinión, fueron la base de las primeras fronteras geográficas basadas en la cultura. Con el paso del tiempo, la humanidad fue dando cada vez más credibilidad a estas construcciones, aumentando su importancia. Esto conduciría finalmente a la fundación de los sentimientos nacionalistas modernos que actualmente consolidan la disparidad basada en la identidad, contribuyendo finalmente a justificar la desigualdad geográfica de riqueza y poder.
Muchas de las cuestiones difíciles sobre la naturaleza humana se comprenden más fácilmente a través del prisma de la prehistoria, incluso cuando hacemos nuevos descubrimientos. Tomemos, por ejemplo, la cuestión de dónde surgió la práctica moderna de la violencia organizada.
La prehistoria humana, respaldada por la ciencia, ha demostrado ahora claramente que no hay base para dividir a los pueblos en función de aspectos biológicos o anatómicos y que los comportamientos bélicos que implican a un gran número de pueblos, y que hoy tienen efectos prácticamente globales en todas las vidas humanas, se basan en ideologías imaginarias construidas. Las fronteras geográficas, las creencias basadas en la identidad y la religión son algunas de las construcciones conceptuales utilizadas habitualmente en nuestro mundo para justificar tales comportamientos. Además, la competencia respaldada por conceptos de identidad se acentúa ahora debido a la escasez potencial y real de recursos resultante de la densidad de población, los estilos de vida consumistas y, ahora también, el cambio climático acelerado.
Sobre la cuestión de si la aparición del comportamiento bélico fue o no un resultado inevitable, debemos observar tales tendencias desde un punto de vista evolutivo. Al igual que otros rasgos genéticos e incluso tecnológicos, la capacidad humana para la violencia masiva existe como una respuesta potencial que permanece latente en nuestra especie hasta que la desencadenan determinados factores exteriores. Por supuesto, este modo de respuesta específico de la especie también se corresponde con nuestro grado de preparación tecnológica que nos ha permitido crear las herramientas de destrucción masiva que tan acertadamente manipulamos hoy en día.
Las sociedades jerarquizadas se formaron y evolucionaron a lo largo del Pleistoceno medio y tardío, cuando una serie de homínidos co-evolucionaron con los humanos anatómicamente modernos que ahora sabemos que aparecieron en África hace ya 300.000 años. Durante la Época Holocena, los vínculos humanos con zonas regionales específicas se reforzaron aún más con los estilos de vida sedentarios que se desarrollaron en el Neolítico, al igual que la inclinación a proteger los recursos amasados en este contexto. Podemos conjeturar la aparición de una amplia gama de situaciones socioculturales que habrían surgido una vez que un número cada vez mayor de individuos se organizó en las unidades sociales más grandes que permitía la capacidad de producir, almacenar y guardar cantidades considerables de alimentos y otros tipos de bienes.
Incluso entre otros animales, incluidos los primates, el aumento de la densidad de población da lugar a comportamientos competitivos. En este escenario, esa disposición se habría visto intensificada por la idea de que los bienes acumulados pertenecían, por así decirlo, a la unidad social que los producía.
Poniendo en juego la tecnología, podemos ver claramente cómo los humanos comenzaron a transformar sus conocimientos en ingeniosas herramientas para realizar diferentes actos de guerra. En los conjuntos de herramientas más antiguos conocidos por la humanidad, que se remontan a millones de años, no podemos identificar claramente ningún artefacto que parezca adecuado para ser utilizado para la violencia a gran escala. No tenemos pruebas de violencia organizada hasta millones de años después de que empezáramos a desarrollar herramientas y a modificar intensamente los entornos que nos rodeaban. A medida que ampliábamos la faceta de nuestra vida social basada en la identidad y vinculada a la tierra, seguíamos desarrollando soluciones tecnológicas y sociales cada vez más eficaces que aumentaban nuestra capacidad para la guerra a gran escala.
Si somos capaces de entender cómo surgieron estos comportamientos, también podremos utilizar nuestras habilidades tecnológicas para llegar a la raíz de estos problemas y emplear todo lo que hemos aprendido para tomar por fin las riendas de nuestro futuro.
Este artículo fue producido por Local Peace Economy, un proyecto del Independent Media Institute.
Deborah Barsky es investigadora del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social y profesora asociada de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona (España) con la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Es autora de Human Prehistory: Exploring the Past to Understand the Future (Cambridge University Press, 2022).