Reprimir el terrorismo de la extrema derecha es la nueva tarea que se suma a los numerosos desafíos del gobierno presidido por Luiz Inácio Lula da Silva, tras la invasión de las sedes de los tres poderes de la República en Brasil el 8 de enero.
El carácter masivo de la acción y la destrucción de muebles, obras de arte, documentos históricos y paredes de vidrio apuntan a una falta de liderazgo y de objetivos golpistas claros. Muchos se autofotografiaron en la acción y así facilitaron la represión al producir pruebas criminales contra ellos mismos.
Dos supuestos cabecillas de la insurgencia, el ex presidente Jair Bolsonaro y su ex ministro de Justicia y Seguridad Pública, Anderson Torres, estaban y siguen en Estados Unidos. El segundo tuvo la prisión ordenada por el Supremo Tribunal Federal. El comandante de la Policía Militar del Distrito Federal, coronel Fabio Vieira, está preso.
Hay indicios de complicidad de militares, de la policía de Brasilia y otras autoridades. Además hubo intentos de invadir por lo menos tres grandes refinerías petroleras, con la supuesta misión de suspender el suministro de combustibles en las regiones más pobladas de Brasil.
También hubo aparente sabotaje a por lo menos seis torres de transmisión eléctricas en líneas clave del sistema interconectado nacional, que transportan energía de la central hidroeléctrica de Itaipú, la segunda más grande del mundo, y de las dos centrales del amazónico río Madeira.
Tres torres tumbadas, daños en las demás y cables cortados no provocaron apagones, porque las alternativas de transmisión funcionaron, pero se desnudó la vulnerabilidad del sistema.
Todo indica un burdo intento de golpe de Estado, ya que sus actores llaman a la “intervención militar” para derrocar al presidente Lula. Pero apunta también a la probable conversión del movimiento bolsonarista en grupos de acción directa, el clásico terrorismo clandestino.
Los insurgentes de la invasión en Brasilia fueron en gran parte identificados por la policía, y más de mil detenidos. Sueltos los ancianos, quedaron 670 presos, según las autoridades penitenciarias de Brasilia. Se hizo difícil repetir acciones masivas.
Para el gobierno aún en gestación, ya que Lula tomó posesión el 1 de enero, se agrandaron los desafíos de reconstruir el Estado mutilado en los cuatro años bajo el gobierno de Bolsonaro.
Destrucción del Estado
Solo este 11 de enero se completó la jefatura de los 37 ministros, con la investidura de Sonia Guajajara como ministra de los Pueblos Indígenas y de Anielle Franco como ministra de la Igualdad Racial, en el Palacio del Planalto, sede de la Presidencia, aún con cicatrices de la invasión.
Cambiaron las prioridades. El protagonismo que inicialmente sería del ministro de Hacienda, Fernando Haddad, candidato presidencial derrotado por Bolsonaro en 2018, ahora le toca al ministro de Justicia y Seguridad Pública, Flavio Dino.
Novedades como el Ministerio de los Pueblos Indígenas, creado para superar la demolición bolsonarista de las conquistas indígenas, perdieron la repercusión esperada y enfrentarán frenos en sus acciones.
La degradación del aparato estatal se hizo más profunda en áreas relacionadas con derechos sociales, conocimiento y costumbres, es decir más afectadas por cuestiones ideológicas.
Es así que el gobierno de Bolsonaro atacó más agresivamente al ambiente, los indígenas, la educación, la cultura cuyo ministerio extinguió, las universidades e instituciones científicas, el periodismo, los derechos humanos, el feminismo y la lucha antirracista.
Extinción de los órganos especializados o su entrega a la jefatura de militares y policías sin la capacitación necesaria, recortes presupuestarios y obstáculos variados mermaron o inutilizaron las funciones de entes estatales.
En algunos casos, las autoridades nombradas se oponían diametralmente a las misiones de sus agencias. Fue el caso de Sergio Camargo, que presidió por dos años y medio la Fundación Palmares, destinada a promover la cultura negra, pero que niega el racismo existente e incluso considera que fue benéfica la esclavitud de los afrodescendientes.
También en la Cultura, cuyo ministerio fue rebajado a una secretaría sometida al Ministerio del Turismo, se sucedieron jefes que se ocuparon de desmantelar mecanismos de financiación de las artes, descalificar a los artistas y privilegiar a los adeptos de la extrema derecha.
El ministerio de Educación pasó a manos de los evangélicos, se crearon escuelas bajo el control disciplinario de militares, se promovió la enseñanza hogareña, y las universidades estatales vivieron bajo la permanente amenaza de colapso por reducción del presupuesto. Becas de investigación científica sufrieron drásticos recortes.
Derechos humanos y de las mujeres también estuvieron bajo criterios religiosos, ya que la ministra del sector, Damares Alves, una pastora evangélica, se decía “terriblemente cristiana”.
Pero una larga labor de reconstrucción será necesaria en las políticas indigenista y ambiental. Bolsonaro cumplió la amenaza de “no demarcar siquiera un centímetro” de territorios indígenas, pese a la Constitución nacional que reconoce el derecho de los pueblos originarios a sus tierras para sostener su modo de vida tradicional.
La gestión bolsonarista prácticamente desactivó los órganos y fondos ambientales, además de estimular actividades destructivas, como la minería y la extracción maderera, en tierras indígenas y de conservación.
La acción ideológica, y casi siempre religiosa, también golpeó sectores como el de la salud y de las relaciones exteriores. Eso se sintió especialmente en el momento crítico de la pandemia de covid-19, que costó casi 700 000 vidas en Brasil, la mortalidad relativa más alta entre las grandes naciones del mundo.
Reconstrucción dificultada
El nuevo contexto de la amenaza terrorista tiende a avergonzar esa reconstrucción puesta en marcha. Se hacen visibles escollos políticos e incluso militares que pueden entorpecer avances.
Los atentados del 8 de enero evidenciaron que el nuevo gobierno no dispone, ni dispondrá por un tiempo difícil de prever, de instrumentos para combatir abiertamente la insurgencia y reorientar algunos sectores.
El Gabinete de Seguridad Institucional, que tiene estatus de ministerio y protege al gobierno y asesora el presidente en temas militares y de seguridad, no es confiable para Lula y sus ministros. Tradicionalmente comandado por generales, se compone de funcionarios netamente de derecha.
Tampoco Lula puede confiar en sus Fuerzas Armadas, aunque sea formalmente su comandante en jefe. Los bolsonaristas acamparon delante de decenas de cuarteles en todo el país desde las elecciones del 30 de octubre demandando una “intervención militar” para impedir la toma de posesión de Lula.
Los manifestantes ocupan áreas militares, donde no podrían permanecer, pero los jefes castrenses nada hicieron para sacarlos de allí.
Lula reconoce la temeridad de confrontar a los militares leales a Bolsonaro, como el redentor del orgullo y del poder militar denostado desde el fin de la dictadura militar de 1964-1985. Por eso nombró como ministro de Defensa a José Mucio, un conciliador y defensor de los intereses castrenses.
El bolsonarismo también penetró profundamente entre los policías. El ex presidente siempre cultivó el apoyo de todos los hombres armados, defendiéndolos en cualquier circunstancia, incluso cuando cometen masacres, como suele ocurrir en Rio de Janeiro.
La invasión y la destrucción de las sedes de la Presidencia, del Congreso y del Supremo Tribunal Federal movilizó nuevamente al país en defensa de la democracia y en rechazo de la violencia de la extrema derecha.
Eso fortalece a Lula, pero le creó nuevas tareas de reconstrucción a su gobierno, al desviar energías para combatir el terrorismo y trastornar sus prioridades.