La formación queda reducida a una desigualdad estructural, según los recursos de los jóvenes. A acceso a educación superior para unos en instituciones de baja calidad y certificación versus la educación para aquellos que obtuvieron buenos resultados en mejores condiciones.
Desde hace más de un siglo nuestras sociedades han entendido que el desarrollo de un país radica en el nivel de formación que logran alcanzar sus ciudadanos. Sin embargo, el sistema educativo ha creado de diversos modos, mecanismos que filtran el desarrollo profesional, limitando en gran medida el acceso a la educación universitaria.
Y si bien, es cierto que en Chile esa situación inicial sobre la cobertura se ha roto, no es menos cierto que se ha mantenido una desigualdad efectiva, pues los resultados de los estudiantes con mayores necesidades o, derechamente vulnerables, son más bajos que los de aquellas y aquellos jóvenes de los estratos sociales más altos.
Lo que existe es un espacio de formación profesional definido por los resultados de puntajes, ya sea acumulados en la educación media o alcanzado en la actual Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES).
Por ende, aquellos talentos ocultos, bajo los ropajes de la vulnerabilidad, son muchas veces perdidos para el desarrollo del país, que es precisamente lo fundamental de la formación en la Educación Superior. Allí radica el para qué nos formamos profesionalmente, por qué el país necesita más y mejores profesionales y de qué manera ellos y ellas aportan al desarrollo.
Acá no sólo pasa por la gratuidad de las universidades y/o institutos, sino por el propósito que guía la formación profesional.
Chile es un país pequeño, principalmente exportador y de grandes recursos naturales, muchos de ellos con sistemas de explotación tercermundista que nos tiene en un limbo entre ser un país desarrollado y uno pobre. Y efectivamente así es posible verlo en las principales ciudades, donde las escuelas son para unos, iguales o mejores que la de Finlandia, mientras que para otros se asemejan mucho a las más pobres del continente.
Entonces, la formación queda reducida a una desigualdad estructural, según los recursos de los jóvenes. A acceso a educación superior para unos en instituciones de baja calidad y certificación versus la educación para aquellos que obtuvieron buenos resultados en mejores condiciones.
Por esto, no podemos seguir pensando que el principal mecanismo de ingreso a las Instituciones de Educación Superior (IES) se debe basar en puntajes, sino en mecanismos que permitan evaluar potencialidades y competencias iniciales de base para la formación profesional que necesitamos como país, para el desarrollo de nuevas tecnologías y acorde al siglo XXI.
Sin un cambio, seguiremos reproduciendo una desigualdad social de acceso y de profesiones que hoy están saturadas y que nadie quiere asumir, profesiones que no tienen ningún potencial de desarrollo y profesiones de élite.
Todo esto, efectivamente, no lo está resolviendo el sistema de educación gratuita y tampoco las becas de postgrado, pues seguimos teniendo resultados desiguales con una predicción aún peor, profesionales desiguales no por capacidades, sino por situación socioeconómica de origen, dejando en la excepcionalidad y el “milagro sociológico” a aquellos y aquellas que logran saltar la barrera.
Director de Programa de Pedagogía en Educación Media Universidad Andrés Bello sede Concepción