Otra de las razones dadas por algunos para intentar justificar el silencio vaticano (por lo menos inicial) es que Pío XII tampoco dispuso de información muy confiable en los primeros años de la guerra. Esto tampoco fue efectivo. De partida, la Iglesia Católica contaba con una inmensa feligresía y redes de sacerdotes, religiosas y obispos en casi todos los países donde fundamentalmente se llevó a cabo el Holocausto: Alemania, Polonia, Hungría, Croacia, República Checa y Eslovaquia. Además, tenía una completa red de capellanes militares en los ejércitos involucrados. Y, por si lo anterior fuese poco, con nuncios muy bien informados en las capitales de aquellos países y de los demás países europeos.
Como ya se señaló, el primer informe conocido llegado al Vaticano del exterminio de los judíos provino de Eslovaquia en 1941. Y en concreto de su nuncio Giuseppe Burzio, quien el 27 de octubre de 1941 escribió que “capellanes militares eslovacos estaban trayendo información del trato de los prisioneros por los alemanes.
Los soldados ucranianos y rusos blancos (de Bielorrusia) eran enviados de vuelta a sus hogares; los soldados rusos eran internados en campos y los soldados judíos eran inmediatamente fusilados. Además, Burzio informó que se rumoreaba que todos los judíos de cualquier edad o sexo estaban siendo sistemáticamente eliminados” (John Morley.- Vatican diplomacy and the Jews during the Holocaust 1939 -1943; Ktav Publishing House, New York, 1980; p. 78).
Posteriormente, el 9 de febrero de 1942, “justo veinte días después de la Conferencia de Wannsee (donde se aprobó la Solución Final), Hitler vomitó un histérico discurso por radio, declarando: ‘¡Los judíos serán liquidados para al menos mil años!’. Ese discurso, editado por el diario romano Il Messagero, atrajo la atención de (Francis d’Arcy) Osborne, el embajador británico ante la Santa Sede, y del cardenal secretario de Estado, (Luigi) Maglione, quien comentó a Osborne el nuevo arrebato de Hitler contra los judíos” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 313).
Luego, el Congreso Mundial Judío y la comunidad judía de Suiza hicieron llegar al Vaticano –a través del nuncio en Suiza, Filippo Bernardini- el 18 de marzo de 1942, una petición de ayuda y un informe en que se exponía “documentadamente las persecuciones que sufrían los judíos en Alemania, Francia, Rumania, Eslovaquia, Hungría y Croacia” (Ibid.; p. 289) y donde se “describían los planes de los nazis en contra de todos los judíos y se referían al asesinato de miles de judíos en Europa oriental” (Morley; p. 203). Esto era producto de que ya se estaban filtrando datos de la Conferencia de Wannsee. Además, el apartado sobre Croacia del documento señalaba: “Varios miles de familias han sido deportadas a islas desiertas de la costa dálmata o encarceladas en campos de concentración (…) todos los varones judíos han sido enviados a campos de trabajo donde se les ha destinado a labores de drenaje y limpieza, y donde han perecido en gran número (…) Al mismo tiempo, sus mujeres e hijos fueron enviados a otro campo donde también están sufriendo horrendas privaciones” (Cornwell; p. 289).
Y notablemente, uno de los dirigentes judíos firmantes del memorándum –Gerhard Riegner- reveló en sus memorias (Ne jamais desesperer) en 1998 que “el Vaticano lo había excluido de los once volúmenes de documentos de la época de guerra hechos públicos recientemente, lo que indica que, más de medio siglo después de concluida la guerra, el Vaticano sigue sin reconocer francamente todo lo que sabía acerca de las atrocidades en Croacia y de las primeras medidas de la Solución Final y de cuándo lo supo” (Ibid.). Y de acuerdo al mismo Cornwell, “las tres cabezas de la Secretaría de Estado vaticana –Maglione, Tardini y Montini- confesaron en más de una ocasión que conocían esas protestas y peticiones de ayuda” (Ibid.).
Además, durante el mismo mes de marzo “llegaron al Vaticano informes desde varias fuentes de la Europa del Este, describiendo la suerte de unos noventa mil judíos, entre los que había un gran número de ‘bautizados’, que habían sido enviados a los campos de concentración de Polonia” (Ibid.; p. 313).
Luego, el 12 de mayo, el capellán de un tren hospital italiano patrocinado por la Orden de Malta, Pirro Scavizzi, y que había estado en Polonia, le escribió a Pío XII: “la lucha antijudía es inexorable y está empeorando con deportaciones y ejecuciones masivas. La masacre de los judíos en Ucrania ya está completada. En Polonia y en Alemania está igualmente destinada a serlo, con un sistema de asesinatos masivos” (Morley; p. 117). Meses después, el 7 de octubre le volvió a escribir al Papa desde Polonia: “La eliminación de los judíos, a través de asesinatos masivos, es casi total, incluyendo a bebes lactantes (…) Se dice que sobre dos millones de judíos han sido asesinados” (Ibid.; p. 136).
También, desde Bélgica, el cardenal arzobispo de Malinas, Joseph Ernst van Roey le escribió a Maglione, tanto en agosto y diciembre, sobre el “inhumano, brutal y cruel tratamiento de los judíos” (Ibid.; p. 117).
Asimismo en agosto, el coronel de las SS., Kurt Gerstein, entregó información en la nunciatura en Berlín; respecto de las matanzas de judíos en las cámaras de gas de los campos de concentración de Belzec y Treblinka (ver ibid.). El mismo mes, el arzobispo de Lwow, Andrea Szeptyckyj, le escribió a Pío XII que “el número de judíos asesinados en esta pequeña región ha sobrepasado ciertamente los doscientos mil. Y a medida que el Ejército se mueve hacia el este, el número de víctimas se acrecienta” (Ibid.; p. 136). Por otro lado, el arzobispo de Riga (Letonia), Anthony Springovics, le hizo llegar a Pío XII el 12 de diciembre el mensaje de que “la mayoría de los judíos de Riga habían sido asesinados y que solo pocos miles permanecían en el gueto” (Ibid.; p. 137).
A su vez, la embajada de Polonia en el Vaticano le envió informes sobre las atrocidades en contra de los judíos en Polonia. El 3 de octubre habló de “asesinatos masivos de judíos por asfixia, la despoblación de los guetos de Vilna y Varsovia, y de campos donde los judíos eran reunidos y más tarde asesinados” (Ibid.; p. 138). Y el 19 de diciembre comunicó que “los alemanes están exterminando a toda la población judía de Polonia. Primero son llevados todos los ancianos, enfermos, mujeres y niños, lo que prueba que no se trata de una deportación para trabajar, y que confirma la información de que los deportados son matados por diferentes procedimientos, en lugares especialmente preparados para ello. Los jóvenes y hombres saludables son a menudo colocados en trabajos forzados de manera que mueran por sobretrabajo y desnutrición. Respecto del número de judíos matados por los alemanes, la estimación es que han pasado de un millón” (Ibid.).
Por otro lado, durante diciembre de 1942 “el Papa fue asediado con telegramas de la Unión de Rabinos Ortodoxos de Estados Unidos y Canadá; del rabino jefe de Gran Bretaña, Joseph Hertz; y de asociaciones judías de América del Sur y Central. Todos le pedían al Papa que interviniera en favor de los judíos de Europa oriental. Respecto de todos esos llamados, se les pedía a los diferentes delegados apostólicos involucrados que les respondieran oralmente que ‘la Santa Sede está haciendo lo que puede’” (Ibid.; p. 139).
Además, tanto el embajador británico Osborne, como el de Estados Unidos, Harold Tittman, buscaron insistentemente que Pío XII denunciara el exterminio de los judíos. Incluso, a fines de julio de 1942 se concertaron con el embajador de Brasil, Hildebrando Pinto Accioly “para inducir a Pacelli a hablar” (Cornwell; p. 316). Fracasaron. Luego, Osborne le escribió el 31 de julio a su amiga Bridget McEwan: “¿Recuerda usted su última carta (…) con su diatriba contra el silencio del Vaticano frente a las atrocidades alemanas en los países ocupados? (…) está tan admirablemente expresado (en su carta) que voy a enviar una copia de ella al Papa. Espero que no lo considere un abuso de confianza. Le diré que procede de una amiga mía católica y que la creo representativa de la opinión pública británica, tanto protestante como católica. Personalmente estoy de acuerdo con cada una de sus palabras, y he dicho lo mismo en el Vaticano. Es muy triste. El hecho es que la autoridad moral de la Santa Sede, que Pío XI y sus predecesores habían convertido en una potencia mundial, se ve ahora tristemente reducida. Sospecho que S. S. (Su Santidad) espera desempeñar un gran papel como pacificador y que es en parte por esa razón por lo que trata de mantener una posición de neutralidad entre ambos bandos beligerantes. Pero como usted dice, los crímenes alemanes no tienen nada que ver con la neutralidad” (Ibid.; pp. 316-17).
A lo más que llegó en términos públicos Pío XII fue a decir en su Mensaje de navidad radiofónico de 1942 que “la humanidad debe ese compromiso (“retrotraer a la sociedad a su inamovible centro de gravedad, la ley divina y por que todos los hombres se dedicaran al servicio de la persona humana y de una sociedad humana divinamente ennoblecida”) a los cientos de miles que, sin haber cometido ninguna falta, a veces solo a causa de su nacionalidad o raza se ven marcados para la muerte o la extinción gradual” (Ibid.; p. 325).
Como dice Cornwell, “evidentemente esa exhibición de ambigüedad estaba destinada a aplacar a quienes le exigían una protesta, sin ofender al régimen nazi (…) Había reducido los millones de condenados a ‘cientos de miles’ y excluido la palabra judío, con la restricción ‘a veces sólo a causa…’ En ningún momento mencionó el término nazi o a la Alemania nazi. El propio Hitler no podía desear una reacción más tortuosa e inocua del Vicario de Cristo frente al mayor crimen de toda la historia de la Humanidad” (Ibid.).
Quien sí se sabe que expresó un despectivo comentario sobre dicho mensaje papal fue Mussolini, de acuerdo al testimonio dejado en sus Diarios por Galeazzo Ciano, su canciller y yerno. Así, Ciano llegó a verlo en el momento en que el dictador escuchaba dicho mensaje: “El Vicario de Dios, que representa en la tierra a quien gobierna el universo –se mofó Mussolini-, no debería hablar nunca; debería permanecer sobre las nubes. Es un discurso de lugares comunes que parece preparado por el párroco de Predappio (pueblo natal de Mussolini)” (Ibid. p. 326).