Después de cien días de un bochornoso espectáculo parlamentario, la clase política ha convenido un nuevo itinerario institucional en búsqueda de una Constitución. Esto ocurre después del completo fracaso del primer intento en que la ciudadanía reprobó con contundencia lo propuesto por la Convención Constituyente. Según los resultados de un plebiscito en que muy probablemente se expresó un repudio al Gobierno y a los partidos políticos, más que a un texto largo y complejo que difícilmente haya sido leído por quienes concurrieron a sufragar. En un país en que se reconoce más de un 50 por ciento de analfabetismo funcional.
Se trata ahora del “Acuerdo por Chile” en que se definen otra vez denominaciones y procedimientos para alcanzar una Carta Magna, asumiendo que en la consulta plebiscitaria los electores prefirieron continuar con la Constitución de 1980 (Pinochet Lagos) en vez de ratificar lo que se definió como una propuesta maximalista que pretendía alterar severamente nuestra institucionalidad.
Desde todos los sectores políticos y sociales se dijo entonces que la nueva Constitución debía ser redactada por una constituyente, así como ratificada en una elección universal, esto es democrática. Que por primera vez en nuestra historia se le entregaba al pueblo la naturaleza de su Estado y sus principales instituciones. Sobre una “hoja en blanco”, ciertamente, porque nada estaba “escrito sobre piedra”. Sin embargo este proceso fracasó y hoy estamos nuevamente enfrentados a definir nuestro futuro institucional sobre la base de un conjunto de normas acordado por unos 14 partidos y tres movimientos, entre la veintena que integran las bancadas legislativas. En una convocatoria que si se respetan las “órdenes de partido” podría aprobarse fácilmente y en tiempo récord por el Congreso Nacional.
De esta manera, si en el intento anterior fueron determinantes el Estallido Social del 2019 y las multitudinarias protestas que obligaron al Gobierno y el Poder Legislativo a convocar al pueblo, esta vez el acuerdo resulta de un largo y complejo conciliábulo en que la nueva Constitución deberá enmarcarse dentro de las 12 bases constitucionales que se erigen como un “borde” que no podrá ser sobrepasado por las decisiones de los futuros redactores de la nueva carta Fundamental. Es decir por un Consejo Institucional, esta vez, de solo 50 miembros más los escaños destinados a los representantes de los pueblos indígenas.
Como garantía de lo anterior, los nuevos consejeros quedarán sujetos a la propuesta que haga previamente una Comisión de 24 expertos nombrados por mitades tanto por el Senado como por la Cámara de Diputados. Pero, como para no correr riesgo alguno, sometido este proceso, además, a un Comité Técnico de Admisibilidad compuesto por “14 juristas de destacada trayectoria profesional y/o académica”, cuya nómina también será designada por el Poder Legislativo.
Lo positivo de todo esto radica en los acotados plazos que la propuesta ha definido para completar todo este afán por definir nuestra Carta Magna. De tal manera que en noviembre del próximo año se realice el plebiscito ratificatorio en sufragio popular obligatorio. Así se podría avanzar sin contratiempos a las elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales venideras, según la exigencia ahora definida previamente de que somos una “república democrática” con un “estado unitario y descentralizado”. Con tres poderes del Estado, dos cámaras legislativas y varios órganos autónomos también preestablecidos al igual que las actuales ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad. Según se puede deducir de las 12 bases institucionales convenidas, las que, en realidad, mucho se asemejan a una Constitución abreviada.
Lo más evidente ahora es que la clase política se ha asegurado una injerencia superior a la de los ciudadanos en la definición de nuestra nueva institucionalidad, lo que ya ha provocado reacciones de repudio de parte de varios actores políticos y sociales a los que seguramente se sumarán otros en los próximos días , cuando se descubra la “máquina” o la “cocina” practicada por la clase política para establecer un cerrojo defensivo a la posibilidad de un cambio que amenace sus facultades e intereses. Cuando ya se ha desestimado con estos cerrojos el pleno ejercicio de la soberanía popular que tanto se proclamó hace dos años para normar nuestra convivencia republicana.
Atendiendo a las razones de peso que pueden esgrimirse para convenir la participación de expertos y revisores en el proceso constituyente, lo evidente es que los que resulten elegidos para integrar el Consejo Constitucional concurrirán a esta tarea bastante maniatados y con un margen de acción severamente acotado. Pese a todo, de todas maneras se asegura el interés que muchos demostrarán por integrar esta instancia, toda vez que sus funciones serán remuneradas. En un país cuya crisis económica le da a los cargos gubernamentales una enorme posibilidad de recibir algún ingreso.
Si el acuerdo al que nos referimos demoró tanto tiempo en evacuarse, nos tememos también que los plazos podrían dilatarse en la definición de los llamados expertos y revisores, sobre todo cuando su nombramiento recaerá en los partidos políticos involucrados en esta propuesta. Es obvio que, por más que se propongan la solvencia de los escogidos, el cuoteo se manifestará de la misma manera en que se nombran los altos jueces y fiscales de nuestra Judicatura Nacional. Con lo cual podremos ser testigo de una nueva y extensa suerte de grescas y transacciones, salvo que en estos cien días se haya negociado hasta los nombres de quienes integrarán estas instancias.
Ciertamente que no se puede cantar victoria ni menos presumir que lo que viene será un proceso plenamente democrático. Menos, todavía, quedar confiados en que la decisión final de la ciudadanía pueda ratificar libremente un texto que previamente tiene ya definidas sus bases fundamentales por los diputados, senadores y gobernantes que tienen por los suelos su popularidad o legitimidad. Tanto así que la elección de los nuevos constituyentes se hará sobre lo dispuesto en la actual Ley Electoral en cuanto a la integración de la Cámara Alta y cuya correlación de escaños no representa en nada la distribución real de los ciudadanos por circunscripción. Donde se evidencia que existe un conjunto de ellas que eligen más senadores que los de las zonas más populosas del país. En otra de las concertaciones políticas cupulares propias de nuestra precaria solvencia institucional.
No deja de llamarnos la atención, además, la prontitud en que los grandes empresarios del país han respaldado este nuevo itinerario constitucional, así como la postulación que ya se hace por la prensa de viejos políticos para integrar este proceso, después de que habían quedado desplazados del evento anterior.