El 4 de noviembre de 1967, Daniel Ortega, escapó de morir acribillado en una casa del barrio Monseñor Lezcano, de Managua, luego de una implacable persecución de la Guardia policial del dictador Somoza. Lo salvó Oscar René Vargas, militante de la primera hora del Frente Sandinista (FSLN).
Hace algunos días Oscar René fue capturado por la Guardia policial de Ortega y enviado a la cárcel. Se suma así al nutrido grupo de sandinistas históricos perseguidos por el régimen. Ortega, convertido en dictador, no sólo encarceló al destacado sociólogo nicaragüense, sino también al exvicecanciller, Hugo Tinoco, y a los comandantes Dora María Téllez y Hugo Torres (quien falleció en la cárcel); además obligó al exilio a los destacados escritores Sergio Ramírez y Gioconda Veliz, al comandante de la revolución, Luis Carrión, a los hermanos Mejía Godoy y al ex director del diario Barricada, Carlos Fernando Chamorro. Además, se encuentran habitando cárceles nicaragüenses destacadas figuras políticas democráticas, que intentaron desafiar electoralmente al dictador.
Los delitos imputados a Vargas, como en varios otros casos, son de una inconcebible arbitrariedad: menoscabo a la integridad nacional, propagación de noticias falsas y provocación para cometer rebelión.
Es triste el resultado de la revolución nicaragüense. De la dinastía de la familia Somoza se ha transitado a una nueva dinastía, la de Ortega-Murillo. Ortega, en compañía de su esposa, traicionó a sus compañeros de lucha, ha utilizado el poder para enriquecer a su familia y renunció al proyecto popular y democrático que iniciara la gesta heroica de Sandino y que nuestra poetisa, Gabriel Mistral apoyara con tanto entusiasmo.
La revolución popular sandinista, que asumió el gobierno en julio de 1979, no sólo abría un camino de esperanza para Nicaragua, sino se convertía en un referente de lucha para América Latina, región aplastada en esos años por dictaduras militares oprobiosas. Y así fue en los primeros años, incluso cuando Ortega pierde las elecciones en 1990 y entrega democráticamente el gobierno a doña Violeta Chamorro.
Sin embargo, la irrefrenable pasión por el poder convierte a Ortega en dictador. Luego de ser elegido presidente a fines del 2006, despliega una maquiavélica estrategia para controlar todas las instituciones del Estado. Y, para ello, pacta con el partido liberal somocista, que encabeza Arnoldo Alemán, con el empresariado, la Iglesia católica y el gobierno de los Estados Unidos.
Esa inédita alianza le otorga fuerza para expulsar de la Asamblea Nacional (Parlamento) a los partidos opositores, apropiarse del poder judicial y controlar a las autoridades electorales. Ortega-Murillo han acumulado el poder total de las instituciones estatales, colocando a sus amigos y aduladores en puestos claves, eliminando así la transparencia en la gestión del Estado. Entre otras cosas ello es lo que permitió una reforma constitucional para asegurar a Ortega la reelección perpetua. Nicaragua es hoy un régimen totalitario.
En esas condiciones era inevitable que naciera la insurgencia, la que explotó en 2018. La chispa que encendió la pradera fue una reforma que aumentaba las contribuciones de trabajadores y empleadores al seguro social y, al mismo tiempo, reducía las pensiones a los jubilados.
Durante largos años el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) manejó mal sus inversiones y acumuló un gran déficit financiero, y ahora se cargaban los costos de ese mal manejo a los jubilados. El Fondo Monetario Internacional (FMI), muy amigo del gobierno nicaragüense, exigió un freno inmediato al déficit. Y, la reforma se implementó con el acostumbrado estilo autoritario del gobierno.
Ese hecho fue sólo el desencadenante de la crisis. Porque lo que estaba presente en la sociedad era la acumulada indignación de abusos, corrupciones y arbitrariedades de Ortega-Murillo. Explotaba así el reclamo contra la concentración de poder en manos del matrimonio, así como la delegación dinástica de cargos y negocios en sus hijos, lo que resultaba insoportable para el pueblo nicaragüense.
Una década de autoritarismo, con intolerables agravios, se hacía carne en la ciudadanía, y desata un levantamiento popular sólo comparable a las heroicas luchas callejeras contra el somocismo.
Un mes de protestas dieron por resultado más de 300 muertos, junto a miles de heridos desaparecidos y torturados. La represión policial y de las bandas parapoliciales fue la respuesta del régimen a las demandas ciudadanas contra la arbitrariedad, el robo y la corrupción.
Comienzan entonces a exigirse investigaciones independientes sobre la represión, responsabilidades gubernamentales y juicio a los culpables de los asesinatos. A ello se agregan demandas sobre la democratización del país, la salida de Ortega y el adelantamiento de las elecciones. La respuesta del régimen fue mayor represión de dirigentes sociales, sandinistas históricos y políticos demócratas. Al día de hoy se estima en 219 los presos políticos en Nicaragua.
¿Cómo explicar la sorpresiva y masiva insurgencia de diversos sectores de la sociedad en un país que parecía progresar con tranquilidad? La economía había crecido más de 4% promedio anual entre 2007 y 2017; la pobreza estaba disminuyendo; y, no existían las pandillas juveniles. El FMI aplaudía a Ortega porque cuidaba las finanzas fiscales y el gobierno había convertido a los empresarios en su principal aliado. Curiosa alianza que favorecía las inversiones y facilitaba los negocios.
Por otra parte, el gobierno contaba con el apoyo de la Iglesia, alianza facilitada con la dura legislación que impulsó el gobierno contra el aborto. Se privilegiaba así el apoyo de la Iglesia antes que el derecho a la salud y libertad de las mujeres.
Y, por cierto, la realpolitik del Gobierno norteamericano, convertía a Ortega en su principal aliado en Centroamérica, a cambio de que Nicaragua facilitara las inversiones de empresas estadounidenses, retuviera a los inmigrantes en sus fronteras y colaborara con el trasiego del narcotráfico.
Las banderas rojinegras, democráticas, revolucionarias y progresistas del FSLN de los años ochenta, se habían arriado. De los máximos dirigentes del FSLN, los nueve comandantes y Sergio Ramírez, sólo se encuentra junto a Ortega, Bayardo Arce, aunque más bien interesado en sus negocios personales.
Rosario Murillo calificó a los cuestionadores del 2018 como “…almas pequeñas, tóxicas, llenas de odio, vampiros sedientos de sangre, grupos minúsculos”, mientras Ortega hablaba de “pandillas matándose entre ellos mismos”. La torpeza de esos dichos sirvió para multiplicar el enojo ciudadano.
La élite empresarial, después, de las protestas ciudadanas, se dio cuenta que el gobierno ya no le garantizaba seguridad económica para sus inversiones y que el monopolio político de las instituciones estatales tampoco le daba estabilidad al país. El sector privado llegó a la conclusión que la hermandad de diez años con el gobierno ya no le servía, había hecho agua.
Por otra parte, la Iglesia, aliada al gobierno en temas valóricos, se distancia radicalmente del gobierno y se convierte en referente fundamental de seguridad y de credibilidad para ciudadanía. Finalmente, el gobierno norteamericano, no pudo resistir la presión internacional por los derechos humanos contra Ortega y se vio obligado manifestar su rechazo a las medidas represivas del régimen.
Sin embargo, con la crisis sanitaria de la Covid-19, se debilitaron las protestas lo que dio cierta tranquilidad al régimen de Ortega-Murillo. El gobierno aprovechó para impulsar una legislación que controlara la disidencia y reprimiese cualquier espacio de disensión, para asegurarse una victoria holgada en las urnas. Apuró además una reforma constitucional para permitir la reelección presidencial en los comicios del 7 de noviembre de 2021.
En estas circunstancias, la coalición opositora, que surgió a raíz de la crisis del 2018 y que aglutinaba estudiantes, campesinos, feministas, jubilados, indígenas, católicos, sandinistas históricos, antisandinistas y ecologistas terminó quebrándose. En realidad, era una oposición con excesiva cantidad de sensibilidades ideológicas e intereses sectoriales que sólo convergían en su rechazo al régimen Cuando las movilizaciones desaparecieron surgieron líderes políticos opositores dispersos, sin mayor base social, que el régimen encarceló aprovechando la legislación represiva, lo que abrió camino una victoria electoral no competitiva.
Las pasadas elecciones de noviembre de 2021 sirvieron para la consolidación del régimen totalitario. En efecto, el orteguismo emprendió unos comicios con las cartas marcadas, después de haber sobrevivido al embate opositor de la rebelión de 2018. De hecho, al controlar el Consejo Supremo Electoral, pudo vetar y anular candidatos y organizaciones políticas en función de la reelección de Ortega.
Las dos principales organizaciones surgidas a raíz del estallido –Alianza Cívica (AC) y Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB)– no lograron convertir entonces la energía callejera en poder, para negociar reformas clave, ni pudieron convertirse en vehículo electoral o fuerza política. Ello revela la incapacidad de la oposición para articular una propuesta común, la que además se ha equivocado en apelar al antisandinismo.
En efecto, más allá de Ortega, el sandinismo es una cultura nacional, que incluye militantes históricos, hoy día enemigos del dictador. “…es complicado armar un discurso mayoritario si se criminaliza (y no integra) la identidad sandinista que, de lejos, es la más extendida en el país. Además, el discurso antisandinista furibundo reditúa a Ortega porque, al posicionarlo como referente único del sandinismo, favorece su consolidación dentro del partido, en vez de fraccionarlo”. Por otra parte, la oposición se ha mostrado excesivamente dependiente de la comunidad internacional, lo que ha facilitado al régimen apelar al argumento del “golpe blando” y al nacionalismo antiimperialista. (S. Puig y M. Jarquín, El Precio de la Perpetuación de Daniel Ortega, Nueva Sociedad, junio 2021).
Las perspectivas en favor de la democracia en Nicaragua no son alentadoras. Con una oposición débil y fragmentada, la familia Ortega-Murillo, ha consolidado un poder político absoluto en el país. Por ahora Ortega está ganando; pero, como bien ha dicho José Saramago “La victoria tiene algo negativo; jamás es definitiva.”