Los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría tuvieron siempre como excusa para no cumplir con las demandas del pueblo el hecho de no contar en el Parlamento con una mayoría oficialista decidida a implementarlos. Las dilatadas reformas a la Constitución, y sobre todo aquellas que contribuyeran a una mayor equidad social, tropezaron efectivamente con la oposición de la centroderecha y los sucesivos gobiernos de la Transición carecieron de la voluntad o del liderazgo necesario para doblarle la mano a las fuerzas refractarias a los cambios.
Los presidentes demócrata cristianos y socialistas temieron siempre la posibilidad de una nueva conspiración militar con lo cual terminaron por hacerse cómplices de las impunidades en relación a los Derechos Humanos conculcados por la Dictadura, así como tampoco asumieron una acción decidida para poner fin al modelo económico social responsable de la escandalosa concentración de la riqueza, así como del desarrollo de la miseria y la marginalidad de millones de chilenos.
Desde un comienzo los temores de La Moneda se propusieron bajar la efervescencia social, mitigar las movilizaciones populares, renunciando a tener como activos aliados a los millones de chilenos que asumieron el compromiso de promover la democracia, pero por sobre todo consolidar un proceso de cambios económico sociales.
Las demandas educacionales, de la salud, previsión y otras llevaron a millones de chilenos a las calles hasta que aquel conjunto de insatisfacciones provocó el Estallido Social del 2019. En episodios a lo largo de todo el país que concordaron en expresar la profunda desilusión respecto de la clase política, los partidos, los legisladores y, desde luego, los gobiernos.
Las encuestas llegaron a determinar que la frustración ciudadana rebajó considerablemente el interés público por el mismo proceso democrático. Aspiración institucional que llegó a comprometer a más de un 80 por ciento de los ciudadanos, pero al que le siguiera un desencanto popular que obligó a la política a reponer la obligatoriedad del voto, cuando la abstención empezaba a superar el cincuenta por ciento.
Hoy ya sabemos cómo se frustró el trabajo de la Convención Constitucional cuando en el plebiscito de salida, el país le dijo NO al texto constitucional propuesto. Aunque parece evidente que, más que rechazar un nuevo orden institucional, los ciudadanos expresaron un voto de repudio en contra de la clase política por la incapacidad que ha demostrado el Gobierno y el Parlamento de hacerse cargo de las reformas destinadas a mejorar las condiciones de vida de la población, además de protestar por el alto grado de inseguridad provocado por la delincuencia y el crimen organizado.
A pesar de lo anterior, el Parlamento y los 22 partidos representados en este han demorado ya cien días en proponer al país un nuevo proceso constituyente en negociaciones bochornosas en que priman los intereses electorales de estas colectividades más que el bien de la nación. Mientras que paralelamente se van retrasando las reformas prometidas en la última contienda presidencial y que actualmente le importan mucho más al país que la enmienda de nuestra Carta Fundamental.
El grado de indignación popular vuelve a manifestarse crecientemente en el paro de los transportistas, las protestas de los sectores de la salud, las nuevas revueltas estudiantiles, el desaliento del comercio establecido acicateado por la inflación y los vendedores ambulantes. Mientras que los movimientos NO+AFP y que exigen el fin de las isapres reclaman airadamente la implementación de estas promesas. Se agrega a todo lo anterior, el estupor ciudadano respecto de la corrupción que se evidencia día a día con más fuerza, llegando a comprometer en estos días, a miles de médicos y decenas de usuarios del Fondo Nacional de Salud (Fonasa) en la producción y venta de licencias médicas fraudulentas.
En todas las democracias del mundo son habituales los desencuentros entre los ejecutivos y sus cámaras legislativas, pero difícilmente se puede encontrar otro caso de tanta indolencia política e insensibilidad social entre los que tienen el deber de constituirse como mandatarios de sus pueblos. En que los legisladores, ministros de estado y otros funcionarios favorecidos por dietas y prerrogativas entre las más altas del mundo viven ensimismados, en un espectáculo ignominioso ante los medios de comunicación y la ciudadanía.
En medio de esto comprobamos que quien asumió la Presidencia de la República se propone negociar con la derecha y el mundo empresarial, entre otras, la anunciada Reforma Tributaria, repitiendo la práctica de la “política de acuerdos” de los gobiernos anteriores. Las que han tenido siempre como corolario que se siga dilatando su implementación o, a lo sumo, se concuerden tenues cambios que provocan nuevas frustraciones.
Pensábamos que con el ímpetu juvenil de las nuevas autoridades haría surgir, por fin, un Jefe de Estado, un líder resuelto que apele a la movilización de los millones de chilenos para imponer las transformaciones prometidas. Pensamos en esta hora en el testimonio de algunos expresidentes y de tantos otros en el mundo que, contra las conjuraciones de los sectores reaccionarios y la puerilidad de la política cupular, lograron imponer cambios tan importantes como la Reforma Agraria y la nacionalización de nuestras riquezas básicas.
La historia termina por reconocer el temple y la consecuencia ideológica de sus gobernantes. No así las destrezas de los contemporizadores. Despreciando a la larga a los que prometen actuar solo en la “medida de lo posible”. Rindiéndose, cada vez, a los poderes fácticos.