27 de diciembre 2022, El Espectador
Empiezo a escribir esta columna al final de la tarde del 24 de diciembre. Nos hemos cruzado mensajes llenos de pesebres, Papás Noel, panderetas y trompetas; renos y trineos vuelan por los cielos, mientras los muñecos de nieve sonríen frente a los coros de niños y ángeles. Es Navidad, los humanos hacemos treguas y se callan las balas para que suenen las campanas, pasa el tamborilero con su ropo-pom-pom. El mundo católico celebra el nacimiento del Niño Dios y casi todos intentamos —aun cuando sea por una noche— ser mejores personas.
En Colombia, bordeando el Pacífico, hay un departamento de selvas frondosas y ríos por donde navegan peces y canoas y la arena se mezcla con partículas de oro. Entre atarrayas, pescadores pobres y bailadores de chirimías, entre indígenas y afrodescendientes de zapatos gastados, ahí, en el Chocó, entre las sonrisas más lindas del mundo y miles de espíritus valientes, vive el padre Antún Ramos; él era el párroco de Bojayá cuando el 2 de mayo del 2002 la guerra dejó un Cristo mutilado, emblema de la tensión entre violencia y resistencia, y dejó un pueblo roto, convertido en camposanto, espejo y testigo de la pesadilla y desolación de miles de habitantes.
Antún —cura colombiano, filósofo, teólogo y comunicador social que habla el idioma de Dante y el idioma de la paz— me envió esta Navidad un mensaje distinto a todos; en el suyo no hay 12 cascabeles, ni una estrella de Belén, ni tres reyes magos. Son solo seis palabras escritas en letras blancas: “Hoy no pidas nada, solo agradece”.