Evaporados los últimos sudores del 2022, como expresión descompensada, inestable y contradictoria de las relaciones de fuerza entre los intereses de las clases dominantes y el movimiento amplio y heterogéneo de las luchas de los trabajadores y los oprimidos, y tras la pandemia que detuvo de golpe la revuelta social de octubre de 2019, el Estado capitalista chileno y sus administradores de turno persisten en profundizar las políticas del liberalismo monetarista, precipitando la estanflación mientras liberan bonos focalizados para los ultra empobrecidos. Asimismo, el Estado ranquea continentalmente la subordinación y fetichismo aspiracional respecto del Estado corporativo estadounidense. Por ejemplo, y actuando como la seguidilla de administraciones civiles post dictadura iniciada en 1990, Boric saludó con celeridad olímpica, tal cual Biden desde la Casa Blanca, la presidencia ilegítima y violadora serial de los derechos humanos de Dina Boluarte, caudilla mediática del último golpe de Estado dado en el Perú contra un mandatario elegido en las urnas.
Al respecto, el gobierno de Boric, cuyo marketing de cambio generacional en la ‘política’ se hizo trizas a poco andar, fue rápidamente ocupado por la tendencia más fuerte y reaccionaria del Partido Socialista, siguiendo el hilo de su plenipotenciario ministro de Hacienda, el ex presidente del Banco Central, Mario Marcel, celebrado una y mil veces por el gremio patronal (Confederación de la Producción y el Comercio, CPC). De este modo, el gobierno se ha caracterizado, entre otras conductas, por hacer propia la agenda de la denominada derecha tradicional. No sólo mantiene cautivos a los muchachos que fueron detenidos por la policía en la revuelta social de hace tres años (luego de un acotado y “simbólico” indulto de 12 de ellos el pasado 30 de diciembre), sino que ha redoblado los recursos fiscales para la militarización del territorio ancestral mapuche, multiplicando la prisión política de sus luchadores, extendiendo repetidamente el estado de emergencia en la zona, e intentando amilanar sin éxito el ánimo y la ética antigua de un pueblo que, encarnando los principios de territorio y autonomía, protagoniza diversos procesos de recuperación de tierras que le fueron arrebatadas por colonos terratenientes y la industria forestal.
Así también, Boric firmó hace poco el antisocial y enemigo de la soberanía popular Tratado de Libre Comercio TPP 11 (Acuerdo Integral y Progresista de Asociación Transpacífico), alianza económico-financiera de ‘nueva generación’ mediante la cual los grandes monopolios y oligopolios corporativos multinacionales negocian directamente con los gobiernos de turno, eternizando la condición primario exportadora y extractivista de Chile a costa de mayor explotación, precarización laboral y saqueo de naturaleza. Y de no cumplir el gran capital sus expectativas gananciales, puede llevar a los propios Estados a tribunales creados para tales efectos.
Si bien, los luchadores sociales jamás tuvieron expectativas significativas respecto de que Boric liderara una administración consecuentemente reformista, tampoco se vaticinó su espectacular derechización. Luego del plebiscito de salida que rechazó la propuesta de Constitución convenida por una convención ad hoc, se produjo la traducción política institucional de que la población habría entrado en razón y tornado militante de la derecha autoritaria, patriarcal, conservadora y antidemocrática chilena. En ese sentido, el problema no es que la derecha convierta en una victoria de los intereses de las clases que representa el resultado de un plebiscito. El problema es que el gobierno de turno, autoproclamado ‘progresista, ecologista y feminista’, se comporte de igual forma, transmutando los contenidos de sus promesas electorales con el propósito de adaptarse a un supuesto nuevo escenario de alternancia de fuerzas por arriba. Ello ha significado clausurar, para beneficio de los grandes grupos económicos, los pocos aspectos progresivos de la reforma tributaria, previsional y otras; además de reproducir las fórmulas históricas de la oligarquía para escribir un nuevo texto constitucional, denominado esta vez “Acuerdo por Chile”, donde su debate y resultado se concentran en un poder legislativo profundamente desprestigiado y no votado para escribir constituciones, y un determinante “grupo de expertos” no elegidos democráticamente. Semejante acuerdo, que no apasiona sino exclusivamente a sus propios firmantes, no difiere sustancialmente de cómo se fabricó la Constitución de la dictadura y es una réplica de las maneras elitistas en que se dictaron las cartas magnas de los últimos 200 años. Al respecto, ya proliferan las voces que postulan el rechazo al acuerdo impuesto por la casta política institucional.
Si bien, las necesidades y derechos sociales de las grandes mayorías que se manifestaron abiertamente desde octubre de 2019, no serán satisfechos por la actual administración ni por el capitalismo neoliberal, tampoco se observan iniciativas gubernamentales tendientes a aliviar los dolores sociales cuyos principales nudos se encuentran en la inseguridad laboral y empeoramiento del trabajo, la caída de los salarios, el encarecimiento diario del costo de la vida, una salud pública arruinada y basada en mortales listas de espera; la educación reproductora de la desigualdad, la imposibilidad de la vivienda propia, la ausencia de tiempo para vivir y el aumento vertiginoso de las dolencias mentales devenidas de unas relaciones sociales que han vuelto mercancía, o sea, objeto de alienación y lucro, todos los momentos que llenan las horas y los días de la sociedad chilena.
Por abajo, como no se han resuelto las necesidades más apremiantes de la sociedad que gatillaron octubre de 2019, subsisten los sujetos sociales más dinámicos y en acción de los oprimidos: fracciones de juventud popular que hasta hoy perseveran en la trabajosa producción de procesos territoriales abiertos y volcados a la organización directa de la comunidad. Es cierto: un gran segmento de quienes participaron en el estallido social desapareció de las calles y retornó a las veredas, mientras otros son incluso parte del gobierno. Pero también hay agrupaciones anticapitalistas preexistentes o que se forjaron al calor de la revuelta que han cobrado un crecimiento relativo, tanto por fuera como por dentro de la lucha institucional.
Pero el pueblo despierto se busca y busca a los compañeros. Se coordina y se distancia, vuelve a concertarse y luego hace camino propio. Tal vez será un eventual nuevo momento explícito de la lucha de clases y la voluntad colectiva por ella condicionada lo que, por la urgencia de concentrar fuerzas, razones y organización, se disponga a reunir los empeños atomizados, superar las mistificaciones identitarias, y recomenzar la ruta desde el lugar más encumbrado donde se congeló transitoriamente la lucha. Sin embargo, esta vez, no en forma de mera suma de demandas, sino que con objetivos tan claramente organizados como las propias necesidades elementales de la gente común. Y esos contenidos, por más sencillos que parezcan, requieren uno o más instrumentos políticos que aún no existen y que sólo pueden emerger volcánicamente, desde abajo, del curso genuino y creativo de los combates populares concretos.