El Vaticano y las jerarquías eclesiásticas no sólo no dijeron nada en defensa de los judíos frente a la creciente persecución nazi, sino que mantuvieron imperturbable su radical antisemitismo en los años 30. Así, por ejemplo, incluso en un país tan alejado como Chile –y con una exigua población judía- La Revista Católica (órgano oficial de la Iglesia) sostenía: “Todo el mundo sabe que los judíos forman una raza internacional, que tienen su religión peculiar que niega la mesianidad y la divinidad de Jesucristo y sueña con su Mesías temporal y poderoso que les ha de dar el imperio del mundo (…) Todo el mundo sabe finalmente que bajo secretos juramentados dirigen su política para alcanzar su predominio sobre todos los países y borrar la civilización cristiana, y que Los protocolos de los sabios de Sión, a pesar de que ellos mismos niegan su autenticidad, se van cumpliendo progresivamente sobre el mundo (…) Habría que ser selenitas para no ver que los jefes de las Repúblicas Soviéticas son judíos, para no advertir que las logias del mundo masónico son los vigilados instrumentos del judaísmo, que los grandes banqueros, que las empresas cablegráficas, que la gran prensa europea y norteamericana, en fin, tienen el sello de estos ricos y astutos circuncisos” (24-10-1936).
Y, por cierto, en Europa mismo proliferaron los discursos antisemitas de la jerarquía. Así, cuando Hitler ascendía al poder en Alemania, el obispo austríaco de Linz, Johannes María Gföllner, en una carta pastoral decía: “Está fuera de duda que muchos judíos (…) ejercen una influencia extremadamente perniciosa en casi todos los ámbitos de la civilización moderna. La economía y los negocios (…) el derecho y la medicina, la sociedad y la política están todas siendo infiltradas y contaminadas por los principios materialistas y liberales que proceden primordialmente del judaísmo. Los diarios y folletos, y el teatro y el cine, están llenos de elementos frívolos e inmorales que envenenan profundamente el alma de los cristianos, y en su mayor parte, de hecho, es el judaísmo quien los inspira y disemina (…) No sólo es legítimo combatir y derrotar la perniciosa influencia del judaísmo, sino que en verdad constituye un estricto deber de conciencia de todo cristiano informado. Uno sólo puede esperar que los arios (sic) y los cristianos reconocerán crecientemente los peligros y problemas creados por el espíritu judío y lucharán contra ellos más tenazmente” (David I. Kertzer.- The Popes against the Jews. The vatican’s role in the rise of modern anti-semitism; Vintage Books, New York, 2002; pp. 274-5).
Por otro lado, el cardenal arzobispo de Varsovia, August Hlond, en una carta pastoral de 1936, afirmaba que los judíos eran “la vanguardia del ateísmo, del movimiento bolchevique y de la actividad revolucionaria” (Ibid.; p. 275). Y si bien “condenaba la violencia anti-judía, estimulaba el boicot a los comercios y publicaciones judías. Y advertía que los judíos le estaban haciendo una guerra a la Iglesia Católica” (Ibid.). Además, en 1937 “el Sinodo de obispos polacos adoptó una resolución sobre educación pública instando a una prohibición de que judíos enseñasen a estudiantes católicos y a que estudiantes judíos fueran enseñados en las mismas clases que niños católicos” (Ibid.; p. 276). Incluso varios diarios católicos instaban a que los judíos fuesen expulsados de Polonia. Así, “un folleto publicado por los jesuitas polacos expresaba simplemente: ‘Los judíos debían ser expulsados de las sociedades cristianas’” (Ibid.). Y el diario católico Maly Dziennik expresaba a comienzos de 1939: “Los judíos deben ser obligados a emigrar, no por métodos nazis sino cancelándoles su ciudadanía y reorganizando nuestra economía nacional de acuerdo a las necesidades del pueblo polaco. No hay otro modo” (Ibid.).
Más aún, cuando a finales de los años 30 en Polonia se experimentaba crecientemente la amenaza alemana, “importantes prelados polacos difundieron la idea del libelo sangriento, creencia de que los judíos asesinaban niños cristianos y usaban su sangre para Pascua” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A History of Money and Power at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 86). Y “la generalidad de la prensa católica polaca consideró la ‘Noche de los cristales rotos’ (matanza de judíos, acompañada de la destrucción de casi todas las sinagogas de Alemania y de Austria, y de miles de establecimientos comerciales de judíos en noviembre de 1938) como equivocada pero ‘comprensible’” (Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust, 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 10).
A tanto llegó el antisemitismo del propio vaticano en los 30, que cuando finalmente Pío XI escribió una encíclica crítica de los hostigamientos nazis a la Iglesia Católica en 1937 (Mit Brenender Sorge), no sólo no cuestionó para nada el antisemitismo nazi, sino que incluso se refirió a que “Jesucristo (…) tomó la naturaleza humana de un pueblo que más tarde había de crucificarle” (Colección de Encíclicas; Talleres Roetzler, Buenos Aires, 1946; p. 361). Es decir, retomó la vieja y terrible acusación de deicidio…
Pero además, la Iglesia Católica alemana le aportó al régimen nazi un elemento clave de su política antisemita: ¡Le compartió en 1933 los registros parroquiales! aportando “detalles de pureza de sangre mediante los registros de bautizos y matrimonios. Esta tarea acompañaba al sistema de cuotas para judíos en escuelas y universidades, así como en diversas profesiones, en particular el derecho y la medicina, y con esos atestados se daría cuerpo finalmente a las Leyes de Nuremberg” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 178). Además, el Vaticano no hizo objeción pública alguna cuando dichas leyes antisemitas fueron impuestas en 1935, pese ¡a que incluían en su discriminación a los católicos de origen judío!
Por otro lado, el Vaticano y los episcopados europeos apoyaron otras leyes antisemitas que proliferaron a fines de los 30. Así, previo a que se aprobase una ley antisemita en Hungría en 1938, el jesuita Mario Barbera escribía en la revista vaticana La Civilta Cattolica que “los judíos se han convertido en los amos de Hungría en todos los aspectos”, y que “su instintiva e insoportable solidaridad es suficiente para ellos para hacer causa común para llevar a cabo su objetivo mesiánico de dominación mundial”; por lo que señalaba que “el antisemitismo húngaro-católico (…) es un movimiento de defensa de las tradiciones nacionales y a favor de la verdadera independencia y libertad del pueblo magyar” (Kertzer; p. 279).
Más aún, cuando el secretario de Estado vaticano Eugenio Pacelli (futuro Pío XII) fue en mayo de 1938 a Hungría a inaugurar el Congreso Eucarístico Mundial –y mientras el Parlamento húngaro discutía dicha ley- dijo: “En la concreta realización de su destino y sus potencialidades, cada pueblo sigue, dentro del marco de la Creación y Redención, su propio camino, promoviendo sus leyes no escritas haciendo frente a las contingencias según lo que sus propias fuerzas, sus inclinaciones, sus características y su situación general aconsejan y muchas veces imponen” (Cornwell; p. 211). Y para que no quedara sombra de duda, agregó: “Oponiéndose a los enemigos de Jesús, que gritaban ante él ¡Crucifícale!, nosotros le cantamos himnos que expresan nuestra lealtad y nuestro amor. Actuamos de ese modo sin amargura, sin una brizna de superioridad ni arrogancia, hacia aquellos cuyos labios y cuyos corazones siguen rechazándole aún hoy” (Ibid.). Y, finalmente, como miembros de la Cámara alta del Parlamento, votaron a favor de dicha ley el cardenal Jusztinian Seredi y el obispo Gyula Glattfelder (ver Phayer; p. 13).
Pero sin duda lo más revelador fue el apoyo global dado por el Vaticano y los obispos italianos a las leyes antisemitas aprobadas por Mussolini en 1938, ¡y pese a que incluían a los católicos de origen judío! Dichas leyes “destituían a todos los profesores judíos de las escuelas públicas; expulsaban a los niños judíos de los colegios secundarios; y ordenaban la separación de los niños judíos de los católicos en las escuelas primarias.
Los judíos fueron destituidos del servicio civil y excluidos de los otros campos de la vida pública; echados de las fuerzas armadas e impedidos de poseer grandes negocios. Los matrimonios entre judíos y católicos fueron prohibidos y los judíos ya no podían emplear más cristianos en sus hogares” (Kertzer; p. 282). L’ Osservatore Romano sólo manifestó su preocupación sobre “sus provisiones matrimoniales, explicando la posición de la Iglesia (en contra de la prohibición de matrimonios con judíos conversos) y expresando la esperanza de que ellas aún podían enmendarse” (Susan Zuccotti.- Under His Very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, 2002; p. 52).
Notablemente, a comienzos de 1939 el obispo de Cremona y el cardenal arzobispo de Florencia, Elio Dalla Costa, apoyaron dichas leyes. Así, el primero en un sermón señaló que “la Iglesia nunca ha negado el derecho del Estado a limitar o impedir la influencia económica, social y moral de los judíos, cuando esto ha sido dañino para la tranquilidad y el bienestar de la nación. La Iglesia nunca ha dicho o hecho algo para defender a los judíos, lo judaico o el judaísmo” (Kertzer; p. 284). Y el segundo (pese a que era antinazi) expresó en un boletín del arzobispado: “La Iglesia enseña absoluto respeto y completa obediencia a la ley y la autoridad civil, cuando ellas no ordenan algo que vaya contra la ley divina”; y que “respecto de los judíos nadie puede olvidar la ruinosa obra que ellos a menudo han hecho, no sólo contra el espíritu de la Iglesia, sino también en detrimento de la convivencia civil. (…) Sobre todo (…) la Iglesia ha considerado en todas las épocas que vivir junto a los judíos es peligroso para la fe y la tranquilidad del pueblo cristiano. Por ello la Iglesia ha promulgado por siglos leyes dirigidas a aislar a los judíos. La Iglesia nunca ha cambiado sus políticas de prohibir a los cristianos de trabajar en hogares judíos o de prohibir que los niños cristianos sean enseñados por judíos” (Ibid.; p. 285).
Y, por cierto, los periódicos fascistas citaron en favor de sus leyes discriminadoras la sistemática campaña antisemita llevada a cabo por la revista vaticana-jesuita La Civilta Cattolica desde 1880. Así por ejemplo, el periódico Il Regime Fascista concluía irónicamente el 30 de agosto de 1938: “Confesamos que en la teoría como en la práctica, el fascismo es muy inferior al rigor de La Civilta Cattolica”; y que “los Estados y las sociedades modernas, incluidas las naciones más sanas y valientes de Europa, Italia y Alemania, tienen todavía mucho que aprender de los padres de la Compañía de Jesús” (Georges Passelecq y Bernard Suchecky.- Un silencio de la Iglesia frente al fascismo. La encíclica de Pío XI que Pío XII no publicó; PPC Editorial, Madrid, 1997; p. 158).
Pero ciertamente lo más ominoso fue que el mismo 30 de enero de 1939 en que Hitler anunció al mundo que si se producía una guerra él intentaría aniquilar al pueblo judío; el arzobispo de Friburgo, Conrad Gröber, en una carta pastoral, “dijo que los judíos odiaban a Jesús y que por eso le crucificaron, y también que su carácter letal continuaba afligiendo al mundo incesantemente, que su ‘odio homicida ha continuado en los últimos siglos’” (Daniel Goldhagen.- La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente; Taurus, Buenos Aires, 2003; p. 185). Y, como si nada, dos semanas después dicha carta pastoral fue publicada (ver ibid.)…