En días pasados me estuve bebiendo a lagos sorbos las más de 500 páginas del libro de C.R.Zafón “La Sombra del Viento”, correspondiente a su saga del Cementerio de los Libros Olvidados. Todos los libros tienen un poso… mejor dicho, todos los libros tienen dos posos: uno es el que, después de leído, deja en el paladar del pensamiento, en el crisol del alma. El otro, es el que le da la pátina del tiempo en las estanterías de las librerías; los comentarios de los críticos en los medios; o las opiniones de los lectores. Por eso mismo, quizá, a mí me gusta echármelos al coleto una vez madurado en el mercado, y macerado por aquellos que leen. Prefiero trasegar el vino viejo antes que el vino joven. Ya con su reposo adquirido, que el mío, el que mi espíritu le conceda, vendrá después.
Y viene este preámbulo, precisamente, porque toda la historia se desarrolla desde, y en el mundo de los libros, y arranca con un crío de diez años, hijo y nieto de librero viejo, que se ve atraído a un orbe mágico y trascendental entre las oscuridades de un mundo de posguerra, duro y oscuro. Y sí, digo, y digo bien, mágico y trascendental, porque, en modo alguno, son conceptos contrapuestos. De hecho, lo crea o no, el universo de los libros es mágico, sí, pero también de los mismos viene todo lo trascendente. Aunque la gente no lea, esto ocurre. La diferencia está en que los que leemos somos conscientes de ello, y los que no leen son inconscientes de todo. Pero, en realidad, los libros no emanan de la vida, sino que la vida emana de los libros, ya que estos son el reflejo, y el amasijo, de la propia vida.
Lo que me ha pasado con ese libro específicamente, es que me he visto a mí mismo, y perdonen ustedes mi presunción, en mis orígenes. Ya, ya sé que no debo comparar sus castillos de libros con mi choza de libros, pero sí que puedo compararme en la imaginación y en las circunstancias. El paralelismo puede venir, quizá, por la edad primera y primaria para todas las percepciones; por la época de posguerra, estrecha, densa, oscura, limitadora y frustrante; o por la única vía de escape en la que se adivina la luz de una libertad imaginada: los libros… El niño del libro de Zafón, Daniel, tenía un universo y un mausoleo de libros entre los que perderse y en los que disolverse, y yo tuve unos pocos estantes de literatura comercial, juvenil, y de consumo popular: Editorial Molino, o Bruguera, Enyd Blyton, Zane Grey, Julio Verne… y otras palabras mayores, como otras menores en novelas, que, mugrientas, se cambiaban a dos reales la pieza en mostrador, entre sus múltiples lectores de multiuso.
Nada que ver su platónico universo con mi muy escaso pedazo de cielo. Pero la materia prima era la misma… Charles Dickens no te brindaba el mismo bocado que Agatha Christie, pero te saciaba el hambre de saber sin prescindir del sabor… Luego, mi cuchitril fue ensanchándose y prosperando, poco a poco, y la clientela fue estirándose a pesar de la estricta censura: Madariaga, León Felipe, Van der Meerscht, Pearl S. Buck, Stephan Zweig… y mi afición fue, al mismo tiempo y medida, devorando lecturas y bebiendo océanos de historias y pensamientos que hice míos, o ellos me hicieron suyo, cosa que aún no he logrado dilucidar, pero porque siempre viven en el último lector que los haga suyos, y siempre habrá alguno…
Pues eso espero. Que jamás llegue el tiempo en que no quede ninguno. Cada vez – o eso mismo aseguran las estadísticas – se lee menos; las librerías ya ni siquiera son negocio de subsistencia; las bibliotecas languidecen, como espectros de un futuro que nos viene… Me lo confirma un profesional actual de lo que yo fui en el pasado: si viene alguien interesado por algún título concreto, es porque otro alguien le ha recomendado, pero nadie tiene iniciativa propia, nadie arriesga, nadie pregunta, nadie sabe… nadie desea saber tampoco. Apenas quedamos media docena de sedentarios australopitecus, aún por extinguir… No deja de ser una triste y lejana esperanza, o ya ni siquiera eso.
La lectura no es contagiosa. Es una falsa idea esa. Se puede imitar, pero no contagiar. Es otra cosa. Es algo que para aficionarse ha de probarse. Y ese sabor de un millón de sabores y de saberes distintos ya no se olvida jamás y siempre volverán a uno, bien como una añoranza, bien como un deseo, o como una necesidad. Existen culturas donde es algo sagrado, otras en que es algo profano, y otras donde es algo peligroso; como existen sistemas de educación en que se los estima, y en la que se los teme. Por eso se los mima y se los cuida, o se los ignora y se los aleja como la picadura de abeja.
Yo fui afortunado. De chico siempre tuve un libro cerca, entreabierto, de cuyas hojas me soplaron las sombras de sus vientos; y fui capturado en todas las páginas escritas que fueron dadas a leer. Y ya ese zagal hoy es un viejo, pero sigo viviendo a través de mil existencias, y respirando a través de mi libros. Y me gustaría morir leyendo, para así poder seguir leyendo…