Uno de los rasgos más distintivos de nuestro sistema político institucional es la poca representatividad que tienen, por lo general, sus autoridades. Es muy habitual que los presidentes de la República sean elegidos por pobres mayorías ciudadanas, pero, sobre todo, que en pocos meses éstos hayan disminuido aún más su popularidad. Que los sondeos de opinión pública, incluso, registren su alto grado de rechazo o descrédito.
Con los parlamentarios, la situación es todavía peor. Nuestra Ley Electoral demuestra que hay zonas del país pobre o exageradamente representadas por senadores y diputados. Quienes legislaron nos agruparon a propósito en distritos y circunscripciones que no reflejan nuestra auténtica distribución demográfica. De tal manera que para convertirse en legisladores algunos necesitan una exigua cantidad de votos, versus los muchos sufragios que deben reunir otros para llegar al Parlamento. De esta forma, ser diputado por Aysén o Magallanes cuesta muchísimos menos votos que los que se necesitan para ser elegidos en la Florida, Puente Alto y otras zonas del país.
Lo anterior significa, también, que los candidatos y sus partidos deben realizar gastos diametralmente diferentes según por donde se postulen. Algo que no es pueril, cuando se sabe que el dinero es el factor más determinante en el éxito electoral en las presumidas democracias como la nuestra.
Quizás sea en las elecciones de gobernadores y alcaldes donde resulten como ganadores los que tuvieron mayor respaldo ciudadano conforme al número de votantes de sus respectivas zonas. De allí que haya jefes comunales o regionales que se sientan mucho más legitimados que los que alcanzan el Poder Legislativo y el propio Gobierno. Cuando en el pasado llegar a ser alcalde y concejal representaba nada más que el primer peldaño de una carrera política que debía culminar en el Congreso Nacional o en el palacio de gobierno.
Cuando a tantos llama la atención que existan tantos nombres de legisladores completamente desconocidos para la opinión pública, debemos colegir que algunos de ellos obtuvieron sus cargos arrastrados por los votos de otros o por la discriminación positiva que hoy se impone para lograr la paridad entre hombres y mujeres.
Se pensaba que con la nueva Constitución pudieran corregirse no pocos de los vicios que hoy entrañan las contiendas electorales y pudiéramos avanzar, por ejemplo, en la posibilidad de que fueran removidos de sus cargos quienes incumplieran con sus promesas electorales o acometieran irregularidades en el ejercicio de los mismos. Cuando vemos que las coimas, por ejemplo, repartidas por los grandes empresarios entre las bancadas parlamentarias, han significado que no pocos de los legisladores corruptos tengan asegurada una caja electoral para reelegirse sin mayores tropiezos.
Desgraciadamente, ya sabemos que el proceso constitucional se encuentra hasta aquí desbaratado después del amplio triunfo del “rechazo”, lo que no significa, sin embargo, que los ciudadanos hayan renunciado a contar con una nueva Carta Magna. En todos los sectores políticos se acepta la idea de que el plebiscito de salida lo que expresó más bien fue un voto de repudio al Gobierno en la decepción del país por la ausencia de soluciones que tienen que ver más con la recesión económica, los temas de inseguridad y las amplias demandas sociales pendientes.
Es público y notorio que la clase política enfrenta muchas dificultades en la definición de un nuevo itinerario para arribar a una Constitución más democrática que la heredada de la Dictadura con las enmiendas que se le hizo especialmente durante el gobierno de Ricardo Lagos. El fuego cruzado que se manifiesta entre los distintos actores políticos tiene como resultado el creciente desinterés ciudadano respecto de la posibilidad de dotarnos de un nuevo ordenamiento institucional. Un espectáculo bochornoso que lleva a muchos a conformarse con lo que hay y no insistir en una nueva convención constituyente que pudiera arriesgar el mismo descrédito de la anterior.
Estamos ante el riesgo inminente de que los mismos legisladores opten, más allá de lo que declaran, porque no prospere un acuerdo para insistir en un esfuerzo constituyente. Toda vez que ya en el texto constitucional abortado al menos se verificó una marcada voluntad nacional por establecer solo una cámara legislativa y fijar los mecanismos para suspender de sus funciones a los que se autoproclaman representantes del pueblo que incumplan con sus promesas de campaña. Al mismo tiempo que se le brindaba a los ciudadanos la posibilidad de proponer leyes y reformas que fueran obligatoriamente tramitadas por los gobernantes y legisladores. Tal como ocurre en algunas democracias más representativas de la genuina voluntad popular.
No hay duda que en la exasperante y cínica dilación por definir un nuevo proceso constituyente lo que existe es el temor de muchos actores de la clase política a perder sus escaños y granjerías actuales. A ser desplazados por representantes del pueblo representativos y conminados a cumplir con sus promesas electorales. Como, de paso, ahorrarle al Estado los ingentes recursos que destina para financiar un quehacer político altamente desacreditado.