Por Rodrigo Ruiz Encina
El mundo atraviesa una nueva ofensiva neoliberal como respuesta a la crisis que el propio neoliberalismo generó. La pregunta por las alternativas políticas adquiere verdadera urgencia, pero los progresismos reciclados no parecen capaces de esbozar una salida. Este debe ser el momento de los pueblos.
Lula finalmente logró imponerse a Bolsonaro. Con la totalidad de las mesas escrutadas, obtuvo un 50,90% frente a un macizo 49,10% del candidato de la ultraderecha. La participación electoral (obligatoria) fue muy alta, de 79,41%. Es un respiro. Un tremendo respiro que celebramos con alegría sincera. En Brasil han triunfado los pueblos. Detener el avance electoral de esas derechas extremas y sus políticas inhumanas era el primer objetivo y la tremenda movilización electoral encabezada por Lula lo ha conseguido.
América Latina suma un nuevo gobierno al mapa de países encabezados por el «progresismo». Las posibilidades que se abren son amplias: para la integración regional, para el avance de un proyecto continental de efectiva superación del orden social neoliberal, para construir mejores condiciones de vida para nuestros pueblos en medio de la crisis. Pero tan amplia como esas posibilidades es la pregunta por la voluntad política y la capacidad efectiva de los progresismos para llevarlas adelante.
El mundo atraviesa por una nueva ofensiva neoliberal que surge como respuesta a la crisis que el propio neoliberalismo genera: se busca remediar los problemas del neoliberalismo con más neoliberalismo. Pero esta vez la táctica va más allá. La actual es una ofensiva doctrinaria ultraliberal, una ofensiva constituyente, podríamos decir, que amenaza con instituir los sueños más radicales de la utopía liberal con costos incalculables para la humanidad y la naturaleza. En un solo gran movimiento histórico se articulan la guerra, las crisis económicas repetidas con cada mayor frecuencia como es propio de la era del capital financiero, la sobreexplotación del trabajo y la represión desmedida de amplias franjas de población desplazadas por la acción de los grandes proyectos de inversión capitalista.
La pregunta por las alternativas políticas capaces de esbozar una salida adquiere verdadera urgencia, y la primera respuesta no es satisfactoria. La construcción política más vigorosa del presente son las nuevas derechas ultraliberales de masas que prosperan hoy en Norteamérica, Europa y América Latina. Una alternativa política que se instala en una diferencia radical respecto de las derechas tradicionales de sus distintos países y se abre camino disputando en un primer momento esa masa de votos, para crecer inmediatamente hacia una amplia franja de población descontenta y frustrada.
Esas nuevas derechas fueron efectivamente derrotadas electoralmente en Chile y Brasil, también en Colombia, pero no están ni cerca de haber sido vencidas. Ellas son capaces de instalar los principales marcos cognitivos sobre la crisis del neoliberalismo, conectan con los problemas cotidianos de la mayoría, construyen mensajes y modelan conductas con una eficacia enormemente mayor a la crítica moralista y a menudo desconectada de las izquierdas. Esas derechas han sido capaces de transformar la desigualdad socioeconómica que produce el neoliberalismo en una forma de acción política que, mientras reacciona airada frente a las iniquidades del régimen, oculta su verdadero origen y asigna culpas a la clase política tradicional, constituyéndose en una política neoliberal de masas en toda regla.
La segunda respuesta a la crisis se ha intentado en el campo del llamado «progresismo», cuya identificación es a decir verdad bastante vaga. Representa una segunda ola de gobiernos de inspiración antineoliberal en el continente, que no tiene ni el vigor ni la claridad de propósitos que tenía la anterior.
El progresismo actual no constituye, en los hechos, una respuesta efectiva a la exacerbación neoliberal, ni por su capacidad de movilización ni por su densidad ideológica. Ambas cuestiones están relacionadas. La movilización de la sociedad, sea de tipo electoral, en las calles, en la opinión pública, las redes sociales, etc., se desarrolla en torno a proyectos convocantes, suficientemente conocidos, claramente formulados, y sobre todo eficaces, que se experimentan como una salida hacia adelante para la mayoría de los pueblos. Se exige, por tanto, una formulación clara de esos proyectos, como los que en otros momentos de nuestra historia se vincularon a los imaginarios nacional-populares que, sin embargo, ya no tienen cabida en las condiciones del capitalismo contemporáneo.
La obsesión por los liderazgos personales que se respira en los progresismos, como verdadera fórmula mágica que agota debates antes de comenzarlos, restringe su capacidad de convocatoria mientras las derechas ultraliberales avanzan en una política de masas de sorprendente efectividad. A decir verdad, los progresismos no son ya la política de los pueblos. En varios casos —como el chileno— son menos una política de construcción de una política antineoliberal que un ejercicio de recambio de élites a través de la reinstalación de pactos de gobernabilidad en espacios desmasificados.
En su forma actual, y dada su necesidad angustiante de estabilizar gobiernos posados sobre estructuras políticas precarias, esos progresismos representan más una forma de negociación y confrontación confinada al interior de las clases políticas que políticas efectivas de organización y participación popular. Esa es la razón por la cual exhiben una capacidad cada vez menor de enfrentar el ascenso de unas nuevas derechas con cada vez mayor capacidad de convocatoria, manipulación y persuasión. Con un pensamiento atrapado en las fronteras de instituciones políticas cada vez más desprestigiadas e ineficaces, el progresismo aun no detecta cuánto hay de acción política efectiva en la nueva derecha, y la desprecia bajo el rótulo de la «antipolítica».
Frente a ello, la larga crisis de las izquierdas exhibe su lado más negativo. Subordinadas a conglomerados y gobiernos sin más proyecto que el dibujo vago de la agenda 2030, quedan atrapadas en un realismo electoral inconducente y no logran constituir alternativas populares de mínima densidad. Una lectura mínimamente responsable de la situación actual, por tanto, no deja lugar a triunfalismo alguno. Por el contrario, lo de Brasil se nos aparece como la última batalla del progresismo, que gana elecciones cada vez más estrechas, de las que sale con cada vez menos capacidad para gobernar. Ese será probablemente el escenario para Lula, como lo ha sido —de maneras diferentes— el de Alberto Fernández y el de Gabriel Boric.
La deficiencia en la articulación de capacidad de movilización con construcción de proyecto es uno de los problemas fundamentales de la política actual. La limitación principal de los progresismos (y, de paso, de las izquierdas acríticas que ellos contienen) es su renuencia a afrontar las contradicciones efectivas del presente. Sus debates y agendas repiten tecnicismos y recomendaciones institucionales que olvidan el tremendo desarrollo de investigaciones y teorías críticas que resolvieron con claridad el problema del subdesarrollo y la posición subordinada de América Latina en la economía mundial.
A resguardo de esas asperezas, el gobierno bonachón de Chile se complace en recibir a Mariana Mazzucato, la economista de moda al final de su gira por los países progresistas de la región[1] mientras se entrega a la aprobación de un TPP11 que deja por completo fuera de toda posibilidad un «cambio transformacional» como el que ella sugiere en su reciente informe a la CEPAL[2].
Mazzucato nos receta una agenda de industrialización e innovación centrada en los Objetivos de Desarrollo Sostenible cuya recomendación de establecer «alianzas inteligentes entre los sectores público y privado, que tengan por objeto obtener un beneficio público» se leen tan plácidamente alejados de cualquier forma de conciencia sobre el poder, que uno olvida por momentos la cruda realidad del orden neoliberal y el peso de un dominio oligárquico renovado, que comanda las acciones del llamado «sector privado» y que por ya más de un siglo ha dispuesto a su entera conveniencia la dependencia y el subdesarrollo de nuestros países para su propio beneficio[3]).
Habida cuenta de la regresión teórica que significó en América Latina el ciclo autoritario que la recorrió desde los años 60 hasta finales de los 80, la capacidad crítica y la imaginación científica han retrocedido también de una forma aun irreversible. Pasamos de los análisis de las ciencias sociales críticas, abastecidos por concienzudos estudios de la historia económica y social latinoamericana, a los papers especializados y los recetarios numerados en documentos de trabajo institucionales de los que la sociedad real difícilmente llega a tener noticia. En ese imaginario, la innovación ha tomado el lugar de la lucha de clases.
Mazzucato nos prescribe un papel más fuerte del Estado en la economía, especialmente en la producción. Propone «replantear el papel del Estado, no como reparador de las fallas del mercado, sino como configurador capaz, competente y seguro del mercado» rediseñando «las relaciones entre el Estado, las empresas, los trabajadores y la ciudadanía con vistas a lograr resultados sociales y medioambientales de una manera más intencionada». Para una lectura crítica, su versión del Estado de bienestar llama inmediatamente la atención por su reincidencia en la apelación a una sociedad de mercado mejor redistribuida. Será acaso eso a lo que se refiere con la idea de la superación del neoliberalismo.
Pero incluso si aceptamos sus limitados marcos, resulta claro que una modificación profunda de las relaciones entre el Estado, las empresas privadas y los trabajadores no podrá llevarse a cabo a través de un par de decisiones gubernamentales bien asesoradas. El asunto no remite, como sostiene, a una mera modificación en el papel del Estado, sino a la configuración misma del Estado en la era neoliberal, lo que pone de relieve, de paso, la ausencia de control real de las economías de sus países por parte de los gobiernos progresistas. En definitiva, los supuestos del «cambio transformacional» omiten el tipo de relaciones sociales y las formas de sometimiento que hoy prevalecen y se condensan en nuestros Estados, fruto del triunfo de la más fabulosa revolución capitalista del siglo XX, cuyos pilares se sostienen con una hegemonía aun incuestionada.
La economía política de la dependencia, por el contrario, se hacía cargo de la constitución de las estructuras de poder en la sociedad latinoamericana y la economía mundial, y ensayaba desde allí una explicación a la condición de subordinación de nuestros países. En un texto tardío, donde intentaba un balance de aquellos aportes, Theotonio Dos Santos insistía en la necesidad de pensar el subdesarrollo a partir de nuestra «estrecha relación con la expansión de los países industrializados» y por tanto dejar de considerarlo como una «primera condición para un proceso evolucionista»[4]. El recetario comentado, por el contrario, nos prescribe un conjunto de acciones nacionales evolutivas, enunciadas en una especie de vacío histórico, y elude la cardinal necesidad de una integración regional de sentido antimperialista, que solo puede basarse en el triunfo de fuerzas populares en los distintos países y el retroceso de las oligarquías en el balance del poder nacional y regional.
América Latina está ante la posibilidad de un nuevo comienzo. Para ello será clave persistir en «la necedad de asumir al enemigo», como nos decía Silvio Rodríguez. No hay otra posibilidad. Las muchas renuncias del progresismo han terminado por ponerlo en un camino corto, sin destino. Estamos arrojados a la urgencia de construir una nueva política de los pueblos, desde abajo, con claridad, con sentido estratégico. Reconocer el agotamiento del proyecto progresista no implica descartar sus energías, sus liderazgos ni sus organizaciones, sino ofrecer, junto a parte de ellos, un nuevo horizonte. La inutilidad de las recetas de las fundaciones del Norte, y de las y los intelectuales globales del mainstream progresista es parte de lo que debe dejarse atrás en favor de una construcción de alternativas no solo para, sino con la gente que habita nuestros territorios. Debemos iniciar ahora una conversación en esa dirección.
Notas
↑1 “Me siento como Simón Bolívar, he ido de país en país. Estuve en Colombia, Argentina y ahora Chile. Y este es el lugar que creo, tiene algunas de las cosas en las que estoy más interesada. Corfo y el Laboratorio de Gobierno, hay pocos como este proyecto en el mundo. Y vengo aquí no a predicar, sino a aprender, también de este gobierno que es joven, algunos dicen inexperto, no lo sé, pero es increíblemente ambicioso en cuanto a la dirección del crecimiento, las nuevas herramientas que propone, como obtener royalties del litio y reinventar todo el ecosistema, con el fin de que no se trate sólo de extracción, sino tener una verdadera economía dinámica e innovadora para una transición sustentable de crecimiento…” Y aclara que no es solo cercana al gobierno de Boric, con varios de cuyos ministros conversa frecuentemente, “también (Gustavo) Petro (presidente de Colombia) me menciona cada día. Me dice que tengo que ganar el Premio Nobel”. (Ver Antonieta de la Fuente y María José López, “Mariana Mazzucato ‘No solo quiero conocer (a empresarios chilenos), lo necesito para aprender’”, Diario Financiero, 29 de octubre de 2022.
↑2 Mariana Mazzucato, Cambio transformacional en América Latina y el Caribe. Un enfoque de política orientada por misiones, Santiago, CEPAL, 2022.
↑3 Me recordé de la pregunta que se hacía hace más de medio siglo Claudio Véliz, en un alguna vez muy conocido ensayo: “¿Por qué Chile no es una nación industrial, próspera y avanzada?” Básicamente porque los grupos económicos que controlaban la economía en el siglo XIX y comienzos del XX no tenían ninguna razón objetiva para hacerlo. “Porque nunca se planteó una coalición de grupos de presión política y económica lo suficientemente poderosa como para llevar adelante planes de industrialización. Porque Chile no tuvo durante este período una burguesía capitalista interesada eficientemente en alterar la estructura de la sociedad y aumentar su poder político y económico y su prestigio social. Porque Chile durante el siglo que nos interesa, fue una nación relativamente próspera a causa de su riqueza minera y agropecuaria y por lo tanto los usufructuarios de este prosperidad, que a la vez controlaban el gobierno, no tenían ningún incentivo fundamental para sacrificar tiempo, dinero y paciencia en aras de una industrialización difícil y a largo plazo. Porque durante todo este período, el pueblo estuvo ausente, postergado, miserable y silencioso. Bestia de carga para el minero; animal de trabajo para el terrateniente; ignorante a ignorado, nunca pudo sumar su voz poderosa a la de los que guiaban a la nación.” La respuesta del profesor Véliz se mantiene en lo sustantivo incómodamente vigente. (Ver Claudio Véliz, La mesa de tres patas, en Desarrollo económico, Vol. III, N.º 1-2, 1963.
↑4 Theotonio Dos Santos, La teoría de la dependencia. Balances y perspectivas, Plaza y Janés, México, 2002.