A Eila Belila
Todo tipo de reacciones surgen después del triunfo del rechazo a la propuesta de Carta Magna emanada de la Convención Constituyente. Los más refractarios a los cambios piensan que este veredicto popular significa lisa y llanamente que el país prefiere darle vigencia al ordenamiento institucional heredado de la Dictadura con las consabidas modificaciones que se aprobaron durante la Transición. Para los más optimistas, el rechazo fue un hito necesario para insistir en un nuevo esfuerzo por darnos una nueva Constitución.
Quienes mantienen su esperanza en un nuevo proceso constituyente creen que los resultados del plebiscito de salida se explican mucho más en un rechazo a la gestión gubernamental del Presidente Boric que a una negativa ciudadana respecto del texto propuesto. Son principalmente las encuestas las que han señalado la vertiginosa caída del Mandatario en cuanto a su adhesión popular. De esta forma es que apelan a lo prometido por los propios opositores de derecha en cuanto a la necesidad de tener una nueva Constitución, pero siempre que ésta surja de un proceso distinto del anterior. Promesa que sabemos tiene por objeto capturar los votos de los que, inconformes con lo obrado, pero siguen pensando en la necesidad de un cambio institucional.
Lo que es evidente al respecto es que lo que suceda está en manos ahora de la clase política, de las cúpulas partidarias y sus negociaciones en La Moneda y del Parlamento. El proceso que se abortó tuvo el mérito de estar en manos de un conjunto de constituyentes elegidos por el pueblo y que en su mayoría se proclamaban como independientes. Lo único saludable de esta experiencia fue la poca injerencia de los partidos y de los poderes del Estado, aunque ya sabemos que ello no fue óbice para que se produjeran una serie de escándalos y reyertas que terminaron por desprestigiar a la Convención Constitucional. No hay duda que el extenso texto propuesto fue difícil de asimilar por la población, además de establecer dudas sobre algunos cambios propuestos que, en efecto, habrían representado un profundo reordenamiento jurídico institucional.
Tampoco se puede negar la inequidad que se produjo en el gasto publicitario de los que llamaban al apruebo o al rechazo. Según cifras del propio Servicio Electoral los contrarios al texto contaron con recursos siete veces por encima del de los que se confiaron en demasía en que el país aprobaría el texto, fundados en que casi por un ochenta por ciento de los votos el pueblo tan solo un año antes había manifestado la imperiosa demanda de una nueva Constitución. Estos recursos volcados, por ejemplo, a los grandes medios de comunicación y a la propaganda callejera sin duda influyeron en los resultados del plebiscito de salida. Sobre todo, en los cinco millones de nuevos electores que se sumaron a los comicios.
Llevamos ahora varios meses a la espera de que las bancadas legislativas definan un nuevo itinerario constitucional. Se ha instalado en el Congreso Nacional una verdadera reyerta política que hace bien improbable que culmine luego en un acuerdo razonable para determinar qué entidad será ahora la que redacte un nuevo proyecto para volver a proponérselo a la ciudadanía. Si se insistirá en una convención constitucional o se le dará otro nombre.
Lo único que comparten todos los sectores es que sería impresentable insistir en una nueva Constituyente con tantos miembros y que tenga otros largos meses para cumplir su cometido. Toda vez que se conocen los ingentes recursos que puso el Estado para un resultado tan infructuoso. Lo que se asume por todos es que esta nueva entidad debe ser paritaria, pero hay discrepancias severas entre los que piensan que sus integrantes deben ser únicamente elegidos por votación democrática y los que piensan que en esta se debe asegurar la presencia de algunos integrantes “designados”. Una opción que les daría a los partidos la posibilidad de negociar la presencia allí de los llamados “expertos” que, al mismo tiempo, representen los intereses y posiciones de quienes los nominen. Y algo que aparece ahora como muy importante: que velen para que los acuerdos se enmarquen en lo que llaman eufemísticamente “bordes”, que no son más que impedimentos y barreras para asegurar cierta continuidad en nuestro orden institucional. De tal manera, por ejemplo, que no exista riesgo de que los nuevos constituyentes decidan la conveniencia de definir una nueva Carta Magna convocando a elegir un nuevo Gobierno y Poder Legislativo.
Aunque todos declaren que en este nuevo esfuerzo se debe garantizar la presencia de los pueblos originarios, ya nadie tiene claro cómo podrían elegirse a fin de asegurar su plena representatividad, lo que no se logró, efectivamente, en la Convención ya disuelta. Tampoco existe certeza de que los elegidos resulten de un sistema electoral que realmente impide la plena representatividad de las distintas circunscripciones y distritos del país, debido a la “discriminación positiva” que hace la Ley vigente en favor de aquellas zonas que son mucho menos populosas que otras.
Muchas dudas e inconvenientes prevalecen, pero lo peor es que los legisladores están debatiendo con una calculadora electoral en sus manos. No se trata, sin duda, de arribar a un procedimiento que culmine con la mejor selección de hombres y mujeres conforme a las características a la distribución territorial de nuestra población, a su heterogeneidad, convicciones e intereses. Tampoco asoman en estos intensos y acalorados debates propuestas ideológicas que aporten a concertar los más sólidos pilares y contenidos de la futura Carta Magna.
Todos los partidos ahora, diríamos sin excepción, esperan que sus colectividades queden lo mejor representadas posible, a fin de que ello facilite posteriormente la práctica de la consabida “política de los acuerdos”. Que, por ningún motivo vaya a ocurrir la elección de muchos independientes o representantes de las organizaciones sociales puedan trabar las negociaciones de la clase o casta política. La que, a pesar de las diferencias entre sus miembros, entiende que el país no debe renunciar a la democracia acotada que ha prevalecido en los más de 30 años de posdictadura.
También hacemos nuestra la idea de que los partidos políticos son fundamentales en la práctica de una democracia, pero no podemos dejar sin consignar que en Chile los militantes apenas son el 10 por ciento de los ciudadanos. Debido fundamentalmente a sus malas prácticas y a la decepción generalizada entre quienes los observan. Muchos nos tememos que en tantos devaneos y dilaciones finalmente los chilenos pierdan interés en una nueva Carta Magna. De esta manera algunos sugieren consultar de nuevo al pueblo acerca de su real disposición por una nueva Carta Magna, confiando en que esta vez la mayoría no estaría tan de acuerdo con repetir un proceso constituyente similar al que ya tuvimos. Más todavía al comprobar que la clase política se reitera en sus vicios y malas prácticas.