Durante el siglo XVII las restricciones vaticanas contra los judíos fueron relajándose. Así, las degradantes carreras de judíos desnudos establecidas en 1466 para los carnavales romanos (señaladas en el artículo anterior), fueron reemplazadas por Clemente XI (1667-1669) por un fuerte impuesto a los judíos que ayudara a pagar los costos del carnaval. Y se fue permitiendo que los judíos no cumplieran con tener que usar distintivos en su ropa. Sin embargo, como reacción al triunfo de la Ilustración, el Vaticano volvió en el siglo XVIII a las severas restricciones previas. De este modo, Pío VI el mismo año que asumió (1775) restableció el uso obligatorio de los signos de color amarillo en las vestimentas de los judíos: en los sombreros para los varones y en su cabellera descubierta para las mujeres. Por otro lado, estipuló que los judíos no podían desarrollar ninguna actividad con cristianos y ni siquiera conversar con ellos.
Además, Pío restableció los sermones insultantes de concurrencia obligada al considerarlo “el más potente y eficaz medio para obtener la conversión de los judíos” (David Kertzer.- The Popes against the Jews. The Vatican’s Role in the Rise of Modern Anti-semitism; Vintage Books, New York, 2002; p. 29).
Luego, Pío VII (1800-1823) aprobó el culto local como beatos, en 1805 y 1808 de dos niños españoles legendariamente considerados como asesinados ritualmente por judíos: “Niño de la Guardia” (sic) (1490) para Toledo; y Dominguito del Val (1250) para Zaragoza. Con la invasión de Napoleón a los Estados Pontificios en 1809 se acabaron los guetos y los judíos adquirieron igualdad de derechos. Sin embargo, con la Restauración casi todo volvió atrás. Incluso, León XII (1823-1829) reintrodujo los sermones forzados y endureció las restricciones para efectuar actividades comerciales fuera de los guetos. Además, en 1825 el procurador general de los dominicos, Sebastián Jabalot, publicó en Roma varias ediciones de un folleto ferozmente antijudío que agradó tanto a León, que este lo designó general mundial de la orden. En aquel se decía que los judíos “se lavan sus manos con sangre cristiana, incendian iglesias, pisotean las hostias
consagradas (…) secuestran niños para extraerles la sangre, violan vírgenes (…) En muchas partes de nuestra tierra los judíos han llegado a ser los más ricos propietarios. En algunas ciudades el dinero no puede obtenerse sino a través de ellos y tan grande es el número de hipotecas que tienen de los cristianos que estos casi han llegado a ser sus vasallos”. Y que los judíos “forman un Estado dentro del Estado”; y que, a menos que los cristianos actúen rápido, los judíos “tendrán finalmente éxito en reducir a los cristianos a ser sus esclavos” (Ibid.; pp. 64-5).
Gregorio XVI (1831-1846) continuó por el mismo camino. Así, con ocasión de la desaparición de un sacerdote capuchino en Damasco en 1840, la que fue atribuida a varios judíos de la ciudad como “asesinato ritual” –luego de que ellos “confesaran” después de haber sido torturados- Gregorio y la jerarquía católica en general manifestaron su creencia en ello y su condena a “los judíos”. Al mismo tiempo, el Vaticano hizo divulgar un libro grotesco atribuído a un judío moldavo (nunca identificado) convertido supuestamente en monje cristiano ortodoxo que narraba a comienzos del siglo XIX todo lo relativo a los crímenes rituales que hacía siglos cometían los judíos… Y cuando en 1843 el austríaco Klemens von Metternich le escribió a Gregorio solicitándole disminuir las restricciones a los judíos, él le contestó negativamente, señalándole que “los cánones sagrados” los definían como “una nación de deicidas y blasfemos de Cristo y enemigos jurados del nombre cristiano” (Ibid.; p. 82).
Pio IX (1846-1878) efectuó una moderación inicial, pero luego de la Revolución de 1848 que lo desplazó algunos meses de Roma, volvió al fuerte antisemitismo de sus antecesores. A tal punto que en 1858 llegó a convalidar el secuestro y separación de sus padres que hizo la Inquisición de Bolonia del niño judío de seis años, Edgardo Mortara, debido a que una criada católica lo había bautizado al verlo en peligro de muerte.
“Pese a las peticiones de sus padres, Pío Nono adoptó al niño (…) La opinión pública se sintió ultrajada; en el New York Times se publicaron no menos de veinte editoriales sobre el asunto, y tanto el emperador Francisco José de Austria como Napoleón III pidieron en vano al Papa que devolviera al niño a sus legítimos padres. Pío Nono mantuvo a Edgardo enclaustrado en un monasterio, donde fue finalmente ordenado como sacerdote” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 25).
Además, en repetidas intervenciones, Pío IX describía a los “enemigos de la Iglesia” (a los liberales y a quienes especialmente buscaban la unificación italiana con el consecuente fin de los Estados Pontificios) como provenientes de la “Sinagoga de Satanás”; y de que ellos pretendían nada menos “que someter a la Iglesia de Dios a la más cruel servidumbre… y si es posible hacerla desaparecer completamente de la faz de la tierra” (Kertzer; p. 127). Asimismo, aprobó la beatificación de dos nuevos niños que las leyendas locales atribuían a “asesinatos rituales” de judíos. En 1867 a Lorenzino de Maróstica (1485) para la diócesis de Vicenza; y en 1869 a Rudolph de Berna (1287) para la diócesis de Basilea. También canonizó en 1867 al brutal primer inquisidor de Aragón, Pedro de Arbués, supuestamente asesinado por judíos conversos en 1485. Canonización frente a la que protestaron los famosos teólogos e historiadores Ignaz von Döllinger y John Acton, cuestionándola como reivindicatoria de la Inquisición (ver Jean Meyer.- La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (1880-1914); Tusquets Edit., México, 2012; p. 178).
Por otro lado, en 1869 Pío Nono alabó y condecoró al académico católico francés Henri Gougenot des Mousseaux, por su libro El judío; El judaísmo y la judaización de los cristianos, centrado en el tema del asesinato ritual, en el que presentaba a “los judíos como demonios buscando sangre cristiana (…) para sus panes de Pascua” (Kertzer; p. 128). Y en 1870 en una homilía, revisada por el mismo Papa antes de su publicación, sostuvo que antes de los tiempos de Jesús los judíos “habían sido niños en la Casa de Dios”, pero que todo esto había cambiado y que “debido a su obstinación y su falta de fe, se habían transformado en perros”. Y que “desgraciadamente tenemos hoy en Roma demasiados de estos perros, y podemos oírlos ladrando en las calles y dando vueltas molestando a la gente en todas partes” (Ibid.; p. 130).
Sin embargo, es muy importante tener en cuenta que hubo destacados católicos de la época y posteriores que condenaron tajantemente la idea de que los judíos cometían crímenes rituales. Así, en 1881 Ignaz von Döllinger señaló que “el crimen ritual es una acusación de las más inverosímiles o imposibles” (Meyer; p. 170).
El mismo año el obispo de Fulda, Georg von Kopp, expresó que “la acusación no está fundada, ni en el judaísmo ni en la historia (…) es una afirmación decididamente sacrílega” (Ibid.). A su vez, el obispo de Breslau, Joseph Hubert Reikins, manifestó que era “una difamación sin fundamento y, por lo mismo, malvada, (…) una vergüenza para el cristiano que la expresa” (Ibid.).