Crecimos en una época en que lo opuesto a democracia era dictadura. Hoy, en pleno siglo XXI, nos enfrentamos a una nueva realidad. La principal amenaza a la democracia ya no son los gobiernos respaldados por la fuerza de las armas, sino que es el populismo disfrazado de democracia.
Sin ideología, el populismo basa su éxito en ofertas y promesas poco realistas, pero muy atractivas, dirigidas a exacerbar las más profundas emociones de miedo, rabia, angustia y recompensa fácil. Estas emociones cumplen una función adaptativa, pero, al exacerbar pueden instrumentalizarse para la dominación política y el control social.
Hay conciencia de que en el mundo occidental la democracia está en crisis. Por ello se hace urgente que los actores políticos se comporten de manera responsable, sin dejarse llevar por la facilidad del populismo para captar votos, sólo porque se está convirtiendo en un mecanismo eficiente para acceder al poder.
Cuando la democracia está amenazada, no se trata de mantener los clivajes de derecha, centro e izquierda sino de lograr nuevos alineamientos que frenen el populismo. En el mundo hay suficientes ejemplos de los resultados populistas como, por ejemplo, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o el Brexit en Gran Bretaña. En Chile, las crisis y el descrédito de la política nos está llevando aceleradamente al populismo.
Como señalara la premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, “la democracia no es una meta que se pueda alcanzar para dedicarse después a otros objetivos; es una condición que sólo se puede mantener si todo ciudadano la defiende”. En este siglo, el fin de la democracia no ocurrirá por una revolución ni un estallido social, será un proceso lento alimentado por la apatía e indiferencia de la ciudadanía y de la clase dirigente que, además, defiende intereses de grupos de poder.
Creer que se puede defender la democracia sin esfuerzo es una ilusión. Requiere de un compromiso permanente con sus valores siendo los más importantes la libertad, el respeto mutuo y un estado de derecho que aplique por igual a todas las personas.
La educación juega un rol irremplazable en la formación democrática, no sólo en contenidos, sino también la práctica al interior de los establecimientos educacionales. Si bien en el año 1999 se incorporó al currículum la “formación ciudadana” que incluye conocimientos, pero también habilidades de manejo de la información, habilidades de pensamiento (reflexión crítica, capacidad de formular opiniones) y actitudes concordantes con un régimen democrático, tales como, pluralismo, respeto por el otro, y valoración de los derechos humanos.
En esta materia, Chile está al debe con su cumplimiento. Es imprescindible, en primer lugar, hacer funcionar la institucionalidad escolar, sobre todo aquellas instancias con participación estudiantil: Consejos Escolares y Centros de Alumnos porque el desarrollo de una cultura democrática se logra de mejor manera en la práctica que en sesiones lectivas.