Más allá de la segunda vuelta electoral de Brasil, las miradas de América Latina ya se dirigen al 1 de enero de 2023, cuando asuma el presidente que dirigirá el país por cuatro años. A menos de una semana de la elección final, el resultado apunta a la perpetuación de la polarización asimétrica entre una izquierda light y una derecha agresiva, lo que significa mantener en tensión a la debilitada democracia brasileña.
por Juraima Almeida y Aram Aharonian| CLAE
Hoy la pregunta esencial parece ser cuál será la orientación político-ideológica triunfante en el gigante sudamericano, orientación que tendrá una repercusión directa en toda Latinoamérica. Con sus 220 millones de habitantes y 8.5 millones de kilómetros cuadrados, Brasil es el país que más peso tiene en la región. Y de su propio futuro dependerá, en parte, si América Latina puede dar pasos más significativos hacia la unidad económica y política, por el momento en un relativo standby.
Transitamos aún una de las campañas electorales más largas de Brasil desde el proceso de redemocratización de los años 80, que se inició en 2018 con la prisión del expresidente Luiz Inacio Lula da Silva, quien intenta retomar al palacio del Planalto; atravesó las elecciones presidenciales de aquel año y todo el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro, iniciado en 2019, y que ahora ¿llega a su fin?.
Este 30 de octubre, 156 millones de brasileños podrán expresar la conclusión a la que llegaron sobre el futuro de Brasil después de estos casi 60 meses de feroz disputa entre un progresismo, aliado al centro democrático, y la ultraderecha protofascista, con el apoyo de la centro derecha.
Bolsonaro ha echado mano de los dineros del Estado: la población de bajos recursos y más pobre está rodeada de ayudas y beneficios de última hora. Pero en el sector laboral proliferan vídeos de más de 700 denuncias de hostigamiento e intimidación realizadas a los trabajadores por parte de sus patrones apoyadores de Bolsonaro, para coaccionar el voto en estas elecciones (aumento del 385% en comparación con los comicios de 2018).
Otro ámbito de acoso ha sido el religioso, en especial los templos de las iglesias evangélicas neopentecostales, donde los pastores han utilizado sus servicios para obligar a sus fieles a votar por Bolsonaro y sus candidatos a gobiernos estatales. El uso de la religiosidad y la fe de la gente es una característica del proyecto bolsonarista que llegó al poder en 2018 también por esta vía.
La derecha y la ultraderecha fabrican noticias falsas y arremeten con una red de desinformación manipulando la opinión pública, afirmando incluso que el proyecto del Partido de los Trabajadores va en contra de las iglesias, con la intención de cerrarlas, o a través de pactos con el diablo.
Luis Felipe Miguel, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Estadual de Campinas, habla de una polarización asimétrica y perenne. Hoy Brasil vive una batalla entre democracia y autoritarismo, soberanía alimentaria y hambre, dignidad y servilismo, libertad religiosa y cruzada moralista.
Las elecciones legislativas y estatales en la primera ronda del 2 de octubre trajeron la certeza de que la extrema derecha llegó para quedarse y que el bolsonarismo no es una pesadilla de la que los brasileños despertarían después de cuatro años, sino un elemento que acompañará la vida política brasileña durante mucho tiempo.
Pero, la fusión del Partido Social Liberal (PSL) y Demócratas (DEM), que creó União Brasil, redujo el número de partidos, dejando un nuevo partido igual de invertebrado, desagregado y oportunista, sin aportar nada como compromiso programático o claridad de perfil al electorado.
Aunque suman, en conjunto, apenas el 33% de la Cámara, Partido Liberal (PL) y el Partido de los Trabajadores (PT) funcionan como polos, agregando partidos más pequeños, y serán también los polos de oposición y situación, hacia los cuales, según convenga, los diputados del llamado Centro.La permanencia del PT como buque insignia de uno de los polos es significativa, mostrando arraigo electoral y resiliencia de la dirección de Lula.
La ciencia política brasileña siempre ha lamentado la falta de compromiso programático y la debilidad del vínculo representativo. Hoy una coherencia entre discurso y acción que va en contra de la democracia. El avance de una extrema derecha no es un fenómeno exclusivo de Brasil, un país con instituciones democráticas frágiles, con menos condiciones de reacción.
El liderazgo militar nunca se adaptó al control civil y al gobierno democrático, manteniendo la nostalgia de la dictadura. Los medios de comunicación hoy se presentan como víctimas del bolsonarismo, que los persigue y amenaza con la censura, pero fueron cómplices del desmantelamiento del orden constitucional, desde apoyar la conspiración Lava Jato hasta el discurso de “elección muy difícil” en 2018.
Paradojas de la campaña electoral: Mientras el bolsonarismo erosiona la democracia para subvertir el orden establecido con el objetivo de construir un nuevo orden reaccionario, retrógrado y arcaico; que no deja de ser un orden «nuevo», la centroizquierda asume una perspectiva conservadora, como guardiana del sistema y del orden amenazado.
En la primera ronda quedó demostrado que la contrarrevolución fascista del bolsonarismo tiene un apoyo social de masas impresionante, ejemplificado en la elección al Congreso, gobernadores y el voto por Bolsonaro.
Una victoria de Lula no será, sin embargo, una panacea para todos los males, sino un paso relevante en este complejo período histórico que se abre y que demanda también respuestas revolucionarias y culturales progresistas para derrotar a la contrarrevolución fascista en curso, y que no cesará en su marcha, incluso con la derrota de Bolsonaro.
Pero ante eso, Lula sigue hablando de sus gobiernos y no de las propuestas para lo que vendrá. Las encuestas lo ponen con 53 por ciento de los votos para el balotaje del domingo 30. Pero lo que acontezca a partir del 1 de enero de 2023 será otro cantar.
En la crisis de 2015-6, cuando Dilma fue derrocada casi sin resistencia, no faltaron quienes vaticinaron que había llegado el momento de una izquierda posptista. El PSB y PDT no solo han declinado, sino que también tienen dificultades para afirmar un perfil de izquierda. El Partido Socialismo y Libertad (PSOL) crece lentamente y, en línea con el lulismo, y lo que se destaca es un líder carismático, Guilherme Boulos.
Mientras la sucesión del liderazgo de Lula sea una incógnita, sobre todo si Fernando Hadda no logra la gobernación de Sao Paulo, todo indica que el PT permanecerá no sólo como una fuerza política de primera, sino como uno de los ejes de estraucturación de la disputa política en Brasil.
El caso de PL es diferente. Por sus características (un movimiento personalista con un líder errático, incapaz de establecer una estructura de liderazgos intermedios), el bolsonarismo tiene dificultades para organizarse como partido. No es posible decir si el PL correrá la misma suerte que el PSL o si de hecho se consolidará como la leyenda de Bolsonaro y sus seguidores.
Lo que parece seguro es que una nube de parlamentarios de extrema derecha seguirá activa en el país, ocupando el espacio de oposición al PT que antes era el polo de centroderecha liderado por el PSDB. Es la amalgama del bolsonarismo, que fusiona el conservadurismo religioso (que le permite activar el pánico moral, clave de su éxito con la base popular) con el fundamentalismo de mercado (que le garantiza la simpatía de los pisos superiores).
Bolsonaro se aseguró como un gran vocero de este campo. Por un lado, las iglesias se rindieron a él, abdicando de toda independencia. Por otro lado, las iniciativas ultraliberales rivales perdieron fuerza, como en el caso de MBL y Novo, este último no solo decayó electoralmente sino que, bajo el mando de Zema y Felipe d’Ávila, se convirtió en un anexo del bolsonarismo.
La bancada que eligieron el PL y sus satélites no está necesariamente compuesta por derechistas fanáticos. Hay un buen puñado de oportunistas a la antigua, que acaban de entender que un discurso radicalizado se ha convertido en el camino pedregoso del éxito electoral. Aun así, tienen un poderoso aliciente para no abandonar al excapitán: el fracaso en las urnas de los exbolsonaristas, de los cuales el ejemplo más clamoroso es Joice Hasselmann, que perdió más de un millón de votos -casi el 99% de lo que se había logrado- entre 2018 y 2022. (La excepción son los lavajatistas, como Moro y Dallagnol, pero vale recordar que durante la campaña volvieron al seno del bolsonarismo).
Es decir, aunque no sean del todo sinceros, estos parlamentarios deben ser fieles al extremismo que desplegaron en la campaña.
El resultado de las elecciones de octubre apunta así a la perpetuación de la polarización asimétrica entre una izquierda ligera y una derecha agresiva, lo que significa mantener en tensión a la debilitada democracia brasileña. Pero otros desarrollos son posibles.
Si Bolsonaro es reelegido, podemos esperar una campaña para desterrar a sus oponentes políticos, en la línea de Turquía o Hungría, con el objetivo de aniquilar a la izquierda. Si las instituciones no logran detenerlo, el PT se asfixiará y la polarización será más virtual que real. Avanzaremos hacia un régimen autoritario, sin opciones políticas viables.
Una victoria de Lula solo sería completa si, en el nuevo gobierno, Bolsonaro y su clan rindieran cuentas por los muchos crímenes que cometieron en los últimos años. Esta sería también la mejor manera de luchar contra la extrema derecha.
La fuerza con la que el bolsonarismo salió de las urnas, sin embargo, hace improbable una acción punitiva más incisiva. Incluso derrotado el 30 de octubre, el actual presidente será recompensado con impunidad. Lo que es peor, viviremos bajo una paradoja. Incapaz de comprometerse y sabiendo que es la agitación política en la base lo que lo protege, estará más seguro cuanto más trabaje para desestabilizar al nuevo gobierno.
Si Bolsonaro es reelegido, podemos imaginarnos un escenario similar a Huingría, desterrando a sus opositores, con el fin de aniquilar a la izquierda. Una victoria de Lula solo sería completa si, en el nuevo gobierno, Bolsonaro y su banda rindieran cuentas por los muchos crímenes que cometieron en los últimos años, aunque la fuerza con la que saldrá de las urnas hará inviables acciones punitivas más duras y, muy posiblemente, sea recompensado con la impunidad.
En el mejor de los casos, serán tiempos turbulentos, sin una salida fácil a la vista.
*Almeida es investigadora y analista brasileña. Aharonian es periodista y comunicólogo uruguayo, y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)