20 de septiembre 2022, El Espectador
Más allá de las discusiones sobre el perfil de la ministra de minas y sus dificultades de comunicación, toda esta historia nos debería servir para pensar en las dinámicas en las que decrecer puede no ser un desacierto económico, sino un acierto ético. No todo lo rentable es éticamente viable; no todo lo que produce dinero genera bienestar, ni el desarrollo es sinónimo de equidad.
No tengo autoridad para criticar o respaldar a la ministra en cuestión. En plena pandemia, periodistas, políticos, inoficiosos y críticos se convirtieron en expertos en epidemiología y, sin la menor vergüenza iban por ahí soltando barrabasadas y desinformación. Ahora pasa algo parecido. En un mes nos llenamos de expertos en petróleos, energías y teorías económicas. No digo que la ministra tenga razón. Pero le agradezco que -intencionalmente o de carambola- nos llevó a pensar en el famoso término del decrecimiento, y está en cada uno aplicarlo a distintas esferas del ser y el hacer.
El sentido común coincide en las bondades del decrecimiento y/o extinción de productos injustificables, como el cigarrillo, plásticos de un solo uso, alucinógenos sintéticos o armas para los civiles.
Y pensemos que si queremos reconstruir una sociedad medianamente viable, deberían decrecer todas las formas de maltrato y violencia; la soledad acompañada, el abandono y el desempleo; el autoritarismo, y el apego a las zonas de confort. Que decrezca la necesidad inducida por una sociedad de consumo desorbitado; el miedo y los INRIs que se convierten en sentencias de exclusión y muerte; la indolencia de los mal llamados inocentes; la pobreza de pan y de espíritu, y todo aquello que destruya dignidad; que decrezcan las enfermedades prevenibles, las muertes evitables, la obsesión por segmentar al mundo entre víctimas y victimarios (como si fuera tan obvio saber siempre quién pertenece a cuál orilla).
Entonces, no es difícil concluir que el decrecimiento, como concepto, no necesariamente es un error.
Me dirán que la ministra no estaba hablando en términos sociales, emocionales o de comportamiento, sino económicos. Vale. Pero aún aferrados estrictamente a la economía, el crecimiento tiene sentido si va de la mano con la equidad; si ha de servir para que más gente viva mejor y menos gente tenga que escarbar entre las basuras para apaciguar el hambre. Tiene sentido si la riqueza se reinvierte en la siembra de campos, conocimientos, empresas sanas por dentro y por fuera; si fomenta el desarrollo de las artes y de relaciones humanas empáticas y consideradas. De poco sirve un crecimiento desbocado que favorezca a unos pocos, anestesie a muchos y entierre en la miseria, en la humillación o en los cementerios, a millones de personas.
Crecimiento sin un adjetivo que permita el rescate de la humanidad, es incompleto, y tiene altas opciones de resultar dañino.
El tiempo y los expertos -yo ni soy ni pretendo serlo- dirán si el planteamiento de la filósofa Irene Vélez son desatinados o visionarios.
“¡Qué absurdo!” Vociferan miles de colombianos cada vez que la ministra abre la boca. Sí, se enreda con cifras y términos. Pero admitamos que la lógica que nos ha guiado hasta ahora, nos ha convertido en uno de los países más inequitativos y violentos del mundo, y 16 millones de colombianos con hambre nos gritan entre hueco y hueco, que nos hemos equivocado. Quizá llegó la hora de la lógica del llamado absurdo, a ver si detenemos nuestra vocación -a veces inconsciente y siempre insólita- de producir y consumir catástrofes, en dosis individuales y colectivas.