En aquellos países de sólida condición democrática, el jefe de estado ya habría renunciado ante una derrota electoral tan contundente, pero como aquí nos rige todavía el presidencialismo, los responsables del descalabro habrá que señalarlos en los ministerios, los partidos y los demás actores políticos. Consta a todos que el Presidente Boric estuvo por meses en campaña activa en favor del Apruebo, hasta el grado que muchos le reprocharon estar descuidando tareas propiamente presidenciales, tales como encarar la inflación, el mejoramiento de las pensiones, la reforma previsional, la violencia y el crimen organizado.
Las encuestas realmente se equivocaron. La distancia entre los votos que aprobaron y rechazaron el texto constitucional propuesto por la Convención alcanzó los veinte puntos porcentuales y el Presidente ni siquiera encontró satisfacción con los resultados en su región natal de Magallanes, donde nadie realmente fue capaz de augurar la derrota del Apruebo.
Aunque reconoció abiertamente el triunfo del Rechazo, en el discurso del Mandatario no hubo autocrítica ninguna. Por el contrario, él mismo se puso a la cabeza del nuevo proceso institucional que continúa, cuestión que fuera refrendada de inmediato, por supuesto, por la propia derecha opositora. Lo más lamentable de esto es que Gabriel Boric comprometió la organización y convocatoria de una nueva Convención Constituyente al Parlamento, sin duda el referente más desprestigiado de nuestra institucionalidad. Y, como si esto fuera poco, su primer impulso fue convocar a todos los partidos políticos a un diálogo con miras a acordar o ¿cocinar? una salida que en el más breve plazo nos lleve a una nueva Constitución. Omitiendo, desgraciadamente, el protagonismo y valioso aporte de no pocas organizaciones de la sociedad civil.
Más allá de los resultados, no tenemos certeza de cuántos ciudadanos, en realidad, hayan desestimado la Carta Fundamental propuesta. Se sabe que este texto era de larga y tediosa lectura y, por más que La Moneda repartiera gratuitamente miles de ejemplares, difícilmente éstos llegaron a todos los hogares del país. Por ello, nos atrevemos a asegurar que más que un rechazo a un texto lo que se impuso fue una reprobación masiva a la gestión gubernamental, cuando evidentemente existen tantas demandas incumplidas y con baja probabilidad de que encuentren solución próximamente. Toda vez que estamos en plena crisis económica y los recursos se hacen siempre escasos.
No es aventurado afirmar que a los chilenos le preocupan más los niveles de delincuencia, la confrontación en la Araucanía, los salarios cada vez más deprimidos y los problemas serios por lo que atraviesa nuestro sistema de salud, además de las revueltas estudiantiles que se prolongan y adquieren nuevos bríos. Las cifras económicas no son nada promisorias, así como es cada vez más ostensible la molestia de pequeños empresarios y comerciantes, además de los habituales reclamos de las grandes patronales, cada día en más iracundas por la falta de certezas respecto de temas como el de la propiedad privada, la política tributaria y otros que puedan afectar sus intereses.
El triste desempeño del extremismo político y los escándalos que se sucedieron durante el ejercicio de la Convención, además de la incompetencia de no pocos de sus miembros, son claramente responsables de lo oneroso y bochornoso que significó para el país un año de deliberaciones que ahora resultan inconducentes. Pese al loable esfuerzo de muchos convencionales que se tomaron en serio el papel que el pueblo les asignó con una contundente votación ciudadana y que ahora también es reprobada con más del 60 por ciento de los sufragios ciudadanos, en un acto electoral que por el número de sus votantes es el de mayor afluencia de nuestra historia (casi 13 millones). Ojalá una de las lecciones de este proceso nos lleve a mantener el sistema de votación obligatorio y no volvamos a esos actos de tan escuálida concurrencia y fácilmente manipulados por el dinero, la propaganda y los medios de comunicación. Y en que todos nuestros últimos gobernantes no alcanzaron la mayoría real de nuestro padrón electoral.
Se impone la idea de que el Presidente, al menos, debe hacer cambios importantes en sus equipos de gobierno, en que las prácticas del cuoteo y la insolvencia de algunos queden atrás en beneficio de la calidad y experiencia de nuestros servidores públicos. Sin embargo, es hora también que varios partidos políticos bajen sus cortinas y que las organizaciones sociales ganen protagonismo y representación en las instituciones del Estado. Es evidente que los no militantes hoy le han sacado ventaja a aquellos que se aferran a los partidos nada más que para acceder a cargos públicos, cuando la gran mayoría de las colectividades carece de idearios y programas. Prevaleciendo en ellas la corrupción y otras malas prácticas. En las que la Cámara de Diputados, como se sabe, lleva la batuta.
Extraña que Gabriel Boric insista en hacernos creer que en Chile las instituciones funcionan, cuando lo cierto es que solo el Servicio Electoral (Servel) consolida prestigio, en contraste de lo que sucede en la política, las Fuerzas Armadas, las policías y hasta la administración de la Justicia. Todos los días nuestras crónicas informativas se tiñen de rojo y amarillo en un país en que además se consigna una severa crisis moral. De la cual no escapan, tampoco, las iglesias, los colegios profesionales, las agrupaciones gremiales y sindicales. Ni las propias organizaciones de Derechos Humanos.
Alienta comprobar el entusiasmo demostrado por el pueblo en esta reciente convocatoria electoral. En un país acosado por las redes sociales se comprueba la fortaleza del “secreto de las urnas” y una prestancia ética social encomiable donde el rubor es el pan de cada día. Ojalá que estos atributos hagan imposible que La Moneda y las cúpulas políticas se apoderen del futuro constituyente y que sea el pueblo el verdadero soberano, hasta darnos la Constitución que nos merecemos. Porque ya en la noche del 4 de septiembre se expresaron intentos por acotar la participación ciudadana.