¿Qué ha pasado para que se rechazara el Apruebo en Chile? ¿Qué hacer, tal vez?
El 18 de octubre de 2019 “Chile despertó”, decían los titulares y proclamaban las calles. Despertó del letargo de años, del hartazgo de tanto robo y sometimiento, de ser laboratorio del neoliberalismo. Millones de personas apostaron por otro futuro, y millones desde lejos hemos tenido puestos los ojos en el proceso que volvió a alimentar la esperanza de que otro mundo es posible.
Han sido numerosos los análisis de tal votación, en los que se ha hecho referencia a la campaña basada en el miedo y las fake news que los defensores del Rechazo han levantado, a los errores por el lado de quienes han apostado por una nueva constitución, a los métodos y las herramientas utilizadas por unos y otros…
De comienzo y a la distancia, nos preguntamos por qué los responsables del caso han apostado en las anteriores consultas por el voto voluntario y en la última por el obligatorio, y no han utilizado el mismo criterio en unas y otra. Este criterio distinto no se entiende, pero ha dejado resultados claros.
Si observamos los datos, lo cierto es que el Rechazo ha ganado por más del 60% de los votos. Mientras que los números por el Apruebo no han variado significativamente respecto al número de ciudadanos que apostó en el 2020 por la creación de una Convención Constitucional o que apoyaron a Gabriel Boric para llegar a la Presidencia. Hay entre 4,5 y 5 millones de ciudadanos que claramente abogan por un cambio, mientras que el resto ha optado por el Rechazo.
Como plantea Dario Ergas en su reciente artículo, “Un breve análisis del categórico triunfo del rechazo”, que recomendamos, es necesario hacer una lectura de otra profundidad.
Por supuesto, quienes se han movilizado en este tiempo a favor de una constitución más democrática, menos discriminatoria, inclusiva, respetuosa con la diversidad y los derechos humanos…, ya han manifestado su intención de seguir trabajando en la misma dirección.
Necesitamos seguir trabajando -en Chile y en todo el planeta- pero ¿Sobre qué trabajar?, ¿Dónde hay que poner el acento, de tal modo que el resto se vaya dando por añadidura, por precisión de aspectos de esa pieza central? ¿Quizás tendríamos que plantearnos cómo operar sobre el trasfondo psicosocial, ese trasfondo que opera en las conciencias individuales y colectiva, que se basa en creencias y que mueve fuertes cartas afectivas?
Trasfondo psicosocial
Es evidente que todas las personas aspiramos a vivir mejor, a eliminar dolor y sufrimiento de nuestras vidas, algo que ha sido el motor de la historia. Y en cada época y en cada sociedad, esto se ha asociado a un ideal que se anhela – un mito acompañado de un relato colectivo- que une intenciones y direcciona las aspiraciones, el andar y las relaciones internas y externas de esa sociedad y de los seres humanos que la componen, que sirve de pegamento interno. Y todo ello se materializa en un tipo de “contrato social”.
Ese ideal durante siglos, milenios, ha respondido a un modelo basado en la usurpación de lo que es de todos por parte de una minoría. Lo que ha configurado una forma, podemos decir, vertical y piramidal, en la que unos pocos están arriba (cerca de los «dioses», por cierto), o lo que es igual, cercanos al poder y la riqueza, y representan o representaban el ideal de la felicidad, mientras que el resto aspira o aspiraba a ascender para estar lo más cerca posible de “los cielos”.
Tal modelo y el sistema que ha generado, como consecuencia de apoyarse en tal usurpación, se basa en y genera violencia: violencia económica, racial, de género, religiosa, psicológica, moral… La violencia está en su esencia y es su metodología de acción.
Y todo ello conforma aún, en buena medida, el trasfondo psicosocial en el que vivimos.
Pero este modelo ya se está desgastando. Hoy los “dioses” no tienen control sobre su avaricia y han acumulado tanta riqueza, han maltratado tanto, han robado tanto a las capas que los sostenían sobre sus hombros, que la forma piramidal ya no existe, habiéndose convertido en una especie de torre/antena cada día más fina y alta, cada día más alejada y desconectada de la base social que la alimenta y engorda, que puede ser llevada por el viento, en cuanto esa base cada día más amplia y achatada decida moverse después de comprender que el modelo al que aspiraba se ha esfumado, ya no existe, que la han engañado, que nunca podrá acceder a lo alto de la pirámide… No solo eso, sino que esa élite le está robando el futuro y -de seguir así- la vida.
Por supuesto, para que la mayoría de la población -base de la pirámide- haya soportado sobre sus hombros durante milenios, y sin cuestionar, todo el peso de los poderosos, es porque asumió como propio tal modelo – a través de un mito religioso (aunque ya esté desacralizado) y de un sistema de creencias impuesto pero presentado como beneficioso y trasladado a través de la educación –, creyendo que, si se esforzaba y no cuestionaba el poder, iría ascendiendo en la pirámide social.
Un modelo que contenía otros elementos también, que operaban en la conciencia individual y colectiva. Entre ellos: la seguridad de un futuro mejor, incluso trascendente, basado en el temor (a no ser aceptado, a ser excluido, a la soledad… a la muerte… si alguien se salía del modelo social); la culpabilidad y el consecuente castigo para quienes se saltaran la norma (hablamos de una cultura que basa sus relaciones y resuelve sus conflictos a través de la venganza); la dignificación como ser humano a través del empleo (recordemos la maldición bíblica “ganarás el pan con el sudor de tu frente”) lo que – se suponía- permitía la supervivencia a cualquier persona “de bien”… Además, no debemos olvidar el discurso de “siempre ha sido así y no es posible cambiarlo” … Este es el modelo que ha terminado implantándose en el planeta entero y que se apoya en la objetivación de las personas, negándoles su humanidad, su esencia.
Este patrón completo se sostiene sobre un núcleo de ensueños, un modelo ideal que ha mantenido, como decíamos, a las poblaciones unidas, operando sin ser cuestionado por la mayoría y que trajo consigo un contrato social, un “acuerdo” tácito entre las distintas partes de la sociedad.
Pero ese contrato social, ese modelo, ya no es seguro… El empleo no está garantizado en absoluto, las generaciones más jóvenes vivirán peor que sus padres mientras ven que cada día hay más riqueza, que la corrupción campea a sus anchas y la concentración de bienes y poder es tan escandalosa y se enseñorea públicamente tanto y tan impune e impúdicamente, que han ido acumulando rabia, frustración, indignación… hasta que se ha llegado a un punto en el que una gota colmó el vaso y todo se desbordó. Desbordes que se han dado especialmente entre poblaciones más concentradas, más informadas, más conectadas entre sí y que sienten que no tienen nada que perder, especialmente jóvenes, mujeres y pueblos indígenas.
Ese mito, ese núcleo de ensoñación va fracasando en sectores cada vez más amplios de la población (cuando corroboran que no es cierta la promesa en la que se les ha educado) y se va configurando en la conciencia individual y colectiva otro modelo, otra aspiración de felicidad, todavía por definir del todo.
Sin embargo, la mayor parte de la población no ha pasado por tal proceso, pareciera que “no despertó”. Millones de seres humanos posiblemente aspiran todavía al modelo que los violenta; buena parte de quienes viven en la periferia posiblemente son más manipulables por tener acceso a menos o cierta ‘información’ únicamente, no han vivido el proceso de romper individual y colectivamente con los temores, aislados en sus soledades territoriales y tecnológicas, y tal vez -en no pocos casos- solo ensueñan con sobrevivir y olvidar para no sufrir tanto, fugándose del modo en que pueden.
Necesitamos un nuevo mito, un nuevo modelo
Decíamos que se va configurando en la conciencia individual y colectiva otro mito, otra aspiración de felicidad, a veces comprendiendo y otras veces por intuición, en el que cuenten las ideas pero también las emociones. Un modelo en el que aparece la vida y los cuidados en el centro saltando por encima del individualismo, sabiendo que lo que pasa a alguien nos pasa a todos; cuyo sistema político se basa en una democracia real y directa, donde no se cuestiona la paridad representativa por género o la presencia por derecho propio de las comunidades indígenas; con profundo respeto e incentivando la diversidad de colectividades y de cada ser humano; una sociedad que se basa en la inclusión de todas y todos, en la horizontalidad en las relaciones… Una sociedad más despierta, más distensa y más reflexiva y autocrítica respecto a sus posibilidades y su acción, una sociedad con el futuro abierto…
Pero para que ello sea posible, necesitamos apoyarnos sin remedio en la no violencia como metodología de acción, si no queremos repetir el modelo que nos ha traído hasta aquí. Tendremos que revisar, aceptar y reconciliar nuestro pasado individual y colectivo; valorar profundamente a todas las personas, desde el reconocimiento de la humanidad propia y del otro despejando el presente, y disponernos a construir sin censuras un nuevo ideario, que se apoye en ese nuevo mito que habita ya como aspiración en el corazón de millones de seres humanos. Un mito, un ideal que abra el futuro sin límites a toda la población, que recuerde a la Humanidad su sentido trascendente.
Pero esto no se puede imponer, la historia nos ha demostrado cómo antes o después, se produce el efecto rebote y se desandan caminos a una velocidad de vértigo. Más bien, quienes aspiramos al despertar de la conciencia adormecida, necesitaremos trabajar con nuestra propia conciencia y con y por otros, viendo cómo llegar a toda la población, hasta los lugares más apartados. Y habremos de hacerlo juntos, olvidándonos de la competencia que tan mal nos ha hecho y buscando generar el mayor consenso posible.