El odio afuera. Con estas significativas palabras cerró la actriz y titular de la Asociación Argentina de Actores, Alejandra Darín, el mensaje central ante cientos de miles de personas en la mítica Plaza de Mayo. Acto que se replicó en toda la geografía nacional en repudio al intento de asesinato fallido contra la vicepresidenta y principal figura política progresista del país, Cristina Fernández de Kirchner y en defensa de la paz y la democracia.
Por Javier Tolcachier
El reclamo fue unánime: la incitación a la violencia política promovida por el recurrente discurso de odio, es incompatible con la convivencia democrática. El repetido llamado a la eliminación de dirigentes populares vociferada en los últimos tiempos por algunos sectores de la derecha vernácula, abre la puerta a un abismo que el pueblo argentino decidió cerrar para siempre con el final de la última dictadura militar.
Sin embargo, los uniformados de entonces hoy calzan toga y micrófono. Una línea de intolerancia, emparentada con la persecución bárbara de la dictadura, es azuzada ahora desde la tribuna periodística de los conglomerados mediáticos hegemónicos y desde algunos estrados judiciales, hoy carentes de toda imparcialidad.
Estas responsabilidades en la siembra del caldo de cultivo que propició el intento de magnicidio, se hicieron explícitas tanto en las proclamas de las manifestaciones masivas como en muchas de las declaraciones de repudio.
Mientras tanto -como suele ser habitual en estos casos-, lejos de llamarse a una profunda reflexión y aceptar su cuota de insensatez deontológica, los medios de prensa aludidos se dedicaron a abonar el relato del individuo desquiciado y radical, del “loco suelto”.
Con premonitoria puntería, un cartel hecho a mano por un manifestante anticipaba la maniobra: «Es un loco suelto, dicen los dueños de la máquina de fabricar locos sueltos.”
El alimento de la violencia
Sería incompleto atribuir las causas de la brutalidad armada solamente a la prensa comercial monopólica y a la persecución judicial extendida en toda la región contra líderes progresistas. Si bien es más que acertado denunciar que hay maniobras dirigidas desde los Estados Unidos para intentar recuperar el vasallaje de aquellas naciones que escapan del redil de un pretendido “patio trasero”, eso es apenas un primer nivel para explicar por completo la raíz del fenómeno.
Ese nuevo “plan cóndor”, que tiene por objeto la proscripción electoral de liderazgos que propugnan soberanía e integración regional o al menos su despiadada difamación para restarles credibilidad y apoyo popular, entronca lamentablemente con un tipo de sensibilidad que convalida y amplifica ese propósito.
Así se verifica también, en su faz negativa, el componente dialógico de la comunicación, en la que no solo el emisor impone su mirada sino que también la conciencia del receptor es protagonista activa, receptiva o no a ese mensaje. Claro que en el mapa de sistemas de comunicación monopolizados, en los que el relato adquiere visos de polaridad única, la pluralidad de opciones y el diálogo entre medio y audiencias se ve limitado al máximo.
Aun así, es preciso ir más allá y develar los motivos en los que se asienta la aceptación del odio y la violencia en una parte de la población, sin lo cual, el relato insidioso y agresivo perdería gran parte de su nefasta influencia.
A esta degradación del sentido de la vida humana mediante la negación del “otro” y su pensamiento y acción social, concurren varios factores. Por una parte, el antivalor sistémico de la apropiación y el consumo como objetivo vital primario, que constituyendo la base intangible del capitalismo voraz, promueve la competencia, la diferencia, la enajenación y el despojo, amplificando la violencia y pretendiendo desterrar todo gesto de empatía y solidaridad.
Del mismo modo, la insistencia de ligar a la política con la inevitabilidad de la corrupción, viejo apotegma del antiestatismo liberal, echa una sombra de desconfianza permanente que facilita que cualquier acusación contra una figura destacada tenga más peso que pruebas reales que legitimen la sospecha.
Es por ello que las campañas supuestamente de “anticorrupción” son un montaje propagandístico y estratégico impulsado desde los ámbitos manejados por la diplomacia estadounidense en la región. Basta recordar, entre otras muchas acciones centradas en ello, el lema que presidió la VIII Cumbre de las Américas, realizada en Lima, Perú, en 2018, que fue “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción”.
Por otro lado, es preciso ver el atentado contra Cristina en el marco de radicalización y naturalización global de la violencia derechista, en un período histórico de rasantes transformaciones que desestabiliza los hábitos y la formación de amplios conjuntos humanos. Esta dificultad de adaptarse a la vorágine y cumplir propósitos de vida acuñados en tiempos idos, generan un resentimiento reaccionario al paisaje de exclusión y una actitud profundamente regresiva en parte del conjunto social.
A lo que se suma la incertidumbre a la que se ve sometida gran parte de la juventud, que al no encontrar futuro alguno en las mentirosas propuestas del sistema, opta por canalizarlas de manera no uniforme. En ocasiones, la rebeldía suma en apoyo a propuestas constructivas, mostrando en otras su rechazo a través de la abstención. Pero también, en otros casos, agrega su malestar al callejón sin salida de la delincuencia, al carril de las fuerzas estentóreas de aparentes outsiders de la derecha o a un desgarrador fanatismo autodestructivo.
La fuerza de la no violencia
El pueblo argentino, a pesar de estar hoy acosado por la dura violencia de una deuda impagable contraída por el gobierno inmoral de Macri, supo en esta inmensa muestra de estatura cívica, sobreponerse a todo atisbo de revancha o provocación.
A gran distancia de reclamar venganza por el doloroso ataque sufrido, miles de corazones expresaron un credo sublime: “El amor vence al odio”, dijeron, y sonó como himno y bandera masiva hacia la liberación.
Liberación que solo podrá desandarse, como ya lo enseñaron grandes maestros, desalojando los escollos sociales y mentales por el camino de la no violencia, única fuerza moral capaz de sentar las bases de un futuro digno para la humanidad.