Otro de los temas de fondo planteados en mi libro: “El Vaticano y la pedofilia. El Evangelio ausente” (Edit. Catalonia) es que el autoritarismo extremo –base del encubrimiento de la pedofilia eclesiástica- se ha expresado también en un acendrado machismo. Y que igualmente en este ámbito han sido cruciales los planteamientos de los dos teólogos aún más considerados por la Iglesia: San Agustín y Santo Tomás de Aquino.
Así, Agustín de Hipona (354-430) concibió a la mujer como un ser inferior, respecto del “sexo masculino” que consideró “sin duda alguna superior” (Obras completas, XXXV; BAC, Madrid, 1984; p. 264). Y a tal punto, que el demonio la habría utilizado por ello mismo para engañar al hombre en el pecado original: “Conversó con falacia con la mujer, comenzando, evidentemente, por la parte inferior de aquella pareja humana, para alcanzar gradualmente el conjunto, pensando que el hombre no le creería fácilmente y que no podría ser engañado por su propio error, sino a condición de que cediera al error ajeno” (La ciudad de Dios, Libros VIII-XV; Edit. Gredos, Madrid, 2012; pp. 430-1).
Santo Tomás (1225-1274) varios siglos después llegó incluso mucho más lejos en su visión de la inferioridad de la mujer, coincidiendo con Aristóteles en que “ ‘la mujer es un hombre disminuido’, de manera que tiene una complexión y una mente más débiles” (Tratado de la Ley. Tratado de la Justicia. Gobierno de los príncipes; Edit. Porrúa, México, 1990; p. 356), y en que no sabía usar bien su razón, del mismo modo que “los niños y los dementes” (Ibid.; p. 207). Además, Tomás señaló que ella fue creada para el hombre: “Fue necesaria la creación de la mujer, como dice la Escritura, para ayudar al varón no en alguna obra cualquiera, como sostuvieron algunos, ya que para otras obras podían prestarle mejor ayuda los otros hombres, sino para ayudarle en la generación” (Suma de Teología I; BAC, Madrid, 2001; p. 823). Y no sólo consideró -como Agustín- que el demonio se habría aprovechado de la inferioridad mental de la mujer para engañar a la primera pareja humana, sino también que en el pecado original “el pecado de la mujer fue mucho más grave que el del hombre” (Suma de Teología IV, Parte II-II (b); BAC, Madrid, 1997; p. 724).
Por si lo anterior fuese poco, agregó: “Considerada en relación con la naturaleza particular, la mujer es algo imperfecto y ocasional. Porque la potencia activa que reside en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino. Que nazca mujer se debe a la debilidad de la potencia activa o bien a la mala disposición de la materia, o también a algún cambio producido por un agente extrínseco, por ejemplo, los vientos australes, que son húmedos (sic) (Ibid.). Cuesta creer que aún hoy se tenga en el más alto pedestal teológico a quien sostuvo estos absurdos planteamientos. ¡Y para justificar el machismo!…
Siglos después, San Ignacio de Loyola expresaría también sus profundas concepciones misóginas. De partida, estipuló en las Constituciones de los jesuitas que en sus colegios en temas teológicos, se leerían solamente “el viejo y el nuevo Testamento y la doctrina escolástica de Santo Tomás” (Obras completas; BAC, Madrid, 1977; pp. 543-4). ¡Prelación de Tomás que, en diversas formas, ha seguido hasta el día de hoy por el Vaticano! Y, en concreto, de acuerdo a Jean Lacouture (Jesuitas I, Los conquistadores; Paidós, Barcelona, 1993), Ignacio era despectivo y temeroso con la mujer: “ ‘Una llama que consume o un humo que ennegrece’; así describía el padre fundador al final de su vida el trato –aunque fuera devoto- con las mujeres. Algunos años antes, se le había oído decir; ‘De la cabeza a los pies, todo en ellas es una trampa para los hombres’. O incluso: ‘Ellas constantemente se convierten cuando son incitadas por la carne o la flaqueza’” (p. 230).
También Ignacio “en 1538, al entrar en Roma (…) escribe (Pedro) Ribadeneira (jesuita coetáneo), dice a sus dos compañeros (Diego) Laínez y (Pedro) Fabro que: ‘Debemos estar muy sobre nosotros mismos y no entablar conversación con mujeres, si no fuesen ilustres’” (p. 238). Asimismo, “el fundador (…) recomienda ‘reserva’ en las relaciones con las mujeres, ‘aún cuando tengan el aspecto de santas o realmente lo sean y, sobre todo, cuando sean mozas o bellas, o de baja condición o tengan mala reputación’. Y en una directriz enviada en julio de 1553 a todos los confesores jesuitas sobre la manera de confesar a las mujeres, incita a los padres a ‘despedir rápidamente a las mujeres, sobre todo cuando sean devotas’” (p. 241).
Incluso, Ignacio llegó a efectuar una casi increíble comparación entre el demonio y la mujer: “El enemigo (el demonio) se comporta como mujer en que es débil ante la fuerza y fuerte ante la condescendencia. Porque así como es propio de la mujer, cuando riñe con algún varón, perder ánimo cuando el hombre le muestra mucho rostro; y por el contrario, si el varón comienza a huir perdiendo ánimo, la ira, la venganza y la ferocidad de la mujer es muy crecida y tan desmesurada; de la misma manera es propio del enemigo debilitarse y perder ánimo (…) y por el contrario, si la persona que se ejercita comienza a tener temor y perder ánimo en sufrir las tentaciones, no hay bestia tan fiera sobre la faz de la tierra como el enemigo de la naturaleza humana, cuando intenta realizar su dañina intención con tan crecida malicia” (Ejercicios Espirituales; Edit. Edalpor, Madrid, 1980; p. 86). Y como señala Lacouture, “todas las grandes órdenes religiosas, benedictinos, dominicos, cartujos, franciscanos, tienen su réplica femenina, en ocasiones más brillante que la institución original. Todas, excepto la de los jesuitas” (Ibid.; p. 229).
Y en el siglo XX, el más destacado del nuevo tipo de congregaciones, el Opus Dei, se ha caracterizado por un claro machismo y misoginia, a tenor del mensaje central de su fundador, Josemaría Escrivá de Balaguer, condensado en las máximas de su libro Camino. Esto, pese a que también incluye entre sus “numerarios” y “supernumerarios” laicos a hombres y mujeres. Así, en dicho libro señaló: “Si queréis entregaros a Dios en el mundo, antes que sabios –ellas no hace falta que sean sabias; basta que sean discretas- habéis de ser espirituales, muy unidos al Señor por la oración: habéis de llevar un manto invisible que cubra todos y cada uno de vuestros sentidos y potencias: orar, orar y orar; expiar, expiar y expiar” (Máxima 946). “Deja esos meneos y carantoñas de mujerzuela o de chiquillo” (3); “Sé recio. Sé viril. Sé hombre” (22); “Eres curioso y preguntón, oliscón y ventanero: ¿no te da vergüenza ser, hasta en los defectos, tan poco masculino?” (50); “Hace falta una cruzada de virilidad y pureza” (121); “No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter” (144); “¿Lloras? No te dé vergüenza… Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual” (216); “Trabaja. Cuando tengas la preocupación de una labor profesional, mejorará la vida de tu alma y serás más varonil” (343); “Ríete del ridículo. desprecia el qué dirán… para vivir con delicadeza de caballero cristiano” (379); “Una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa” (528); “Devoción de Navidad… Nunca me has parecido más hombre que ahora, que pareces un niño” (557); “Templa tu voluntad, viriliza tu voluntad” (615)”; “Está seguro de que eres hombre de Dios si llevas con alegría y silencio la injusticia” (672); “Caudillos… viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo” (833); “Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión- y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!” (848); “Sé niño… Niño con Dios; y, por serlo, hombre muy viril en todo lo demás” (858); “Niño bobo: el día que ocultes algo de tu alma al Director, has dejado de ser niño, porque habrás perdido la sencillez” (862); “Sé pequeño, muy pequeño. No tengas más de dos años de edad, tres a lo sumo. Porque los niños mayores son unos pícaros que ya quieren engañar a sus padres con inverosímiles mentiras” (868); “No quieras ser mayor. Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano de tu Padre-Dios” (870); “Niño, el abandono exige docilidad” (871); “Suaviza las maneras de mi alma: dame, quiero que me des, dentro de la recia virilidad de la vida de infancia, esa delicadeza y mimo que los niños tienen para tratar, con íntima efusión de Amor, a sus padres” (883); “Que vuestra oración sea viril” (888); “Tú –caballero cristiano- procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús” (925).
Por cierto, que algunas máximas del libro, ¡después de todo ello!, tenían que darle algún significado positivo a la mujer y la femineidad. Así podemos leer: “Discreción, virtud de pocos. ¿Quién calumnió a la mujer diciendo que la discreción no es virtud de mujeres? ¡Cuántos hombres, bien barbados, tienen que aprender!” (652); “Esto dice San Pablo en su primera epístola a los Corintios: No es posible desdeñar la colaboración de la mujer en el apostolado” (980); “Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. María de Magdala y María de Cleofás y Salomé. Con un grupo de mujeres valientes como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!” (982).
Y también en otras máximas pone excepcionalmente a hombres y mujeres en pie de igualdad: “Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas… fluya espontáneamente, sin rarezas, ni ñoñerías” (379); “Si no quieren llevar una vida íntegra, no deben ponerse jamás en primera fila, como jefes de grupo, ni ellos, ni ellas” (411); “Nunca seáis hombres o mujeres de acción larga y oración corta” (937); “Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos” (939).
En este contexto de concepción histórica desigual de hombres y mujeres de tan destacados teólogos y fundadores de congregaciones, se explica perfectamente la obstinada resistencia jerárquica a conferirle plena igualdad de derechos y dignidades a la mujer dentro de la Iglesia; y particularmente de no aceptar el sacerdocio femenino. Y, por otro lado, las concepciones agustiniano-tomistas sobre la mujer indirectamente podrían explicar -en alguna medida, consciente o inconscientemente- la indolencia de la jerarquía respecto de la pedofilia eclesiástica. Así, al concebir que el demonio utiliza a los más débiles de entendimiento en la especie humana (la mujer) para hacer caer al hombre y que, particularmente, la utiliza en relación con el pecado sexual; y que dicha inferioridad la mujer la comparte con los niños y dementes (Santo Tomás); podría “entenderse” que los sacerdotes abusadores son también, en alguna medida, víctimas de una provocación sexual demoníaca efectuada a través de los más débiles de entendimiento de la especie humana. Esta vez, no a través de la mujer, sino de los niños. De hecho, se ha escuchado de parte de miembros de la jerarquía eclesiástica señalar como atenuante que algunos sacerdotes pueden haber incurrido en pederastia víctimas de la “provocación” efectuada por menores…