El 2 de agosto, día en memoria de las víctimas del holocausto del pueblo gitano, llega en tiempos en los que el antigitanismo permea el debate público tras los hechos de Peal de Becerro.
Por Sara Babiker/El Salto diario
El 2 de agosto de 1944, a un año de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, más de 4.000 personas gitanas fueron aniquiladas en un solo día en las cámaras de gas del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. La matanza forma parte de la memoria del Holocausto gitano, conocido como Porrajmos o Samudaripen y en el que se estima que perdieron la vida entre medio millón y un millón y medio de personas. La barbarie antigitana del nazismo alemán se inserta en un continuo histórico de odio y persecución contra el pueblo romaní que, en diversas intensidades, atraviesa la historia de Europa. Solo dos días antes, el 30 de julio, se conmemoraba en España la Gran Redada, también conocida como Prisión General, un episodio de persecución generalizada acaecido en 1749, que acabó con el encarcelamiento, muerte o esclavización de miles de personas.
La mirada retrospectiva a la memoria histórica del pueblo romaní ha estado viva en estos últimos días después de que el antigitanismo volviera a sacudir la opinión pública, tras el asesinato de un joven guardia de seguridad el pasado 17 de julio en Peal de Becerro, en Jaén, cuando parte de los vecinos del pueblo decidieran tomar represalias contra la población gitana del municipio, tras señalarse que los cuatro sospechosos detenidos eran gitanos.
Tras una manifestación en repulsa del asesinato fueron quemadas algunas casas en el pueblo, mientras se vandalizaron coches y aparecieron pintadas invitando a la expulsión de los y las vecinas gitanas. La ecuación que expande la responsabilidad de actos individuales a todo un colectivo por su etnia o procedencia no tiene nada de nuevo. Se llama racismo. El antigitanismo, el racismo específico hacia el pueblo gitano tiene profundas raíces históricas pero también, como demuestran hechos como los denunciados en Peal de Berro, arraigo en la actualidad.
Tomamos una noticia de un diario online de tirada nacional publicada el mismo 17 de julio. En su edición local reporta lo sucedido en el pueblo de Jaén. Los comentarios en respuesta a la noticia están en su mayoría llenos de presunciones racistas: mientras algunos especulan que los culpables son migrantes, otros ya apuntan a las personas gitanas —para quienes algunos usan el peyorativo término etniano cada vez más extendido en el discurso online antigitano— e insinúan que merecen un castigo colectivo. Los mismos comentarios se pueden encontrar durante esos días en las redes sociales, especialmente contra quienes denunciaban el antigitanismo de los actos vandálicos perpetrados en el pueblo.
“He visto una lista de las casas de gitanos que han quemado en Jaén, con nombres de los habitantes y calle y número donde vivían. Es una pesadilla”, lamentaba en twitter la activista Noelia Cortés, autora de un artículo en Kamchatka, donde tiraba de los hilos de la memoria que unían los hechos de Peal de Berro a otros episodios de violencia antigitana, como el que provocó la expulsión de 36 familias gitanas del también jienense pueblo de Martos en 1986.
he visto una lista de las casas de gitanos que han quemado en Jaén, con nombres de los habitantes y calle y número donde vivían. es una pesadilla ?
— Noelia Cortés (@thelazaruslady) July 25, 2022
“¿Podemos los gitanos esperar una condena colectiva a lo que está sucediendo en Peal de Becerro estos días, si jamás la ha habido? En las casas asaltadas aparecen pintadas que dicen “GITANOS FUERA, GITANOS MUERTE”. Vecinos del pueblo lamentan en sus redes que los gitanos no estuvieran dentro al arder las casas, mientras niegan que nada de esto haya ocurrido aunque lean testimonios y vean fotografías”, denuncia Cortés en su artículo.
Las respuestas al tweet de Cortés y a otros denunciando antigitanismo en las redes, como el de Jose Antonio Jiménez, presidente de la Federación de asociaciones gitanas de la Rioja en el que se pregunta: “Nuevo pogromo, nuevo ataque racista contra los gitanos en un pueblo de Jaén, ¿qué está pasando?”, ponen en relieve todo un imaginario sobre el pueblo gitano, que acaba por justificar la represalia colectiva como algo legítimo para castigar un pueblo descrito como una amalgama que debe “pagar”, con la que no se puede convivir, o que hace falta “civilizar”.
“Delitos de odio”, así califica lo sucedido Fakali, la Federación de asociaciones de mujeres gitanas, que ya el 19 de julio interpuso una denuncia a la fiscalía provincial especializada en este tipo de delitos de Jaén. La organización, tras lamentar la muerte del joven guardia de seguridad, interpelaba a este órgano para que “inicie las investigaciones pertinentes para dirimir posibles responsabilidades penales que pudieran derivarse del accionar de un grupo minoritario de vecinos que (…) procedió presuntamente a atacar las propiedades de familias gitanas del pueblo, hecho que nos recuerdan acciones violentas del pasado que merecen nuestro más absoluto y contundente rechazo”.
Resonancias pasadas y presentes
La violencia antigitana, la invisibilización y la impunidad —“¿qué? ¿Ya han detenido a todos los payos racistas antigitanos que han participado en los destrozos de las propiedades de las familias gitanas de Peal del Becerro?”, denunciaba en un tweet el historiador y activista gitano Nicolas Jiménez— suponen una combinación que alimenta y perpetúa una historia con afán de repetición. Desde el Porrajmos, del que se tardaron décadas en hablar tras la Segunda Guerra Mundial, a la Gran Redada, cuyo principal artífice, el Marqués de la Ensenada, tiene monumentos y calles en su nombre en todo el territorio español, el silencio y la impunidad como antesala del olvido y la no reparación, marcan la memoria de un pueblo históricamente perseguido.
Y es que no es necesario remontarse al siglo XVII, o a la Segunda Guerra Mundial para seguir los hilos del antigitanismo. Tampoco indagar en fenómenos como el pogromo del verano pasado en Brasil o en los diversos asesinatos de personas gitanas acaecidos en el resto de Europa en los últimos tiempos. El antigitanismo ha dejado su sello en la impunidad judicial y el maltrato mediático, con los que se encontraron las muertes de Eleazar García, Daniel Jiménez o Manuel Fernández. A estas muertes se suman los casos de represión colectiva que registraba en redes sociales Helios F. Garcés, quien pone en cuestión el discurso de la convivencia en Andalucía —convivencia a la que aludía el alcalde de Peal de Becerro tras un comunidado posterior a la concentración que derivara en vandalismo antigitano— haciendo un recuento de diversos episodios de antigitanismo en esta comunidad autónoma: Torredonjimeno, 1984, Martos, 1986, Mancha Real, 1991, Castellar, 2008 y 2014, son algunos de los episodios que el autor desarrolla en su hilo, basado en su investigación sobre violencia étnica y destierro.
Muchas cosas han cambiado en los últimos años, la emergencia en el debate público de múltiples referentes del activismo gitano, la incorporación de una mirada decolonial al debate de la mano de colectivos como Kale Amenge, la alianza con un pujante movimiento antirracista, los esfuerzos de activistas gitanos que han entrado en las instituciones y vienen trabajando con el fin de conseguir un Pacto de Estado sobre Antigitanismo, habiendo logrado la inclusión del antigitanismo en el Código Penal dibujan un panorama de resistencia. Sin embargo, los avances legislativos, la posibilidad de escuchar cada vez más voces gitanas y las alianzas, deben confrontar una sociedad donde el racismo antigitano cala hondo en el sentido común y circula sin cortapisas en las redes sociales alentado por el tratamiento de los medios de comunicación.