Por Alejandro Kirk*
Ucrania: cómo desaprender
Hace algunos días, el gobierno ucraniano informó que ordenó desconectar uno de los reactores de la central nuclear de Zaporizie, en el centro-sur del país, debido a un ataque ruso que dañó instalaciones accesorias, y advirtió al mundo del peligro de un desastre nuclear en el centro de Europa.
La noticia se difundió de ese modo en todo el mundo occidental, y prácticamente ningún medio reparó en un detalle fundamental: Ucrania no puede desconectar reactores, porque desde abril las instalaciones y la ciudad aledaña, Energodar, están bajo control ruso, hecho que la «información» pone indirectamente en duda.
De acuerdo a la «noticia» difundida, entonces, Rusia está atacando la central nuclear que ella misma gestiona, y que le da electricidad a toda la región circundante, también bajo control ruso, con el malvado fin de culpar a Ucrania.
Adicionalmente, y por razones que no tienen que ver con falta de información, la propia Agencia Internacional de Energía Atómica se niega a investigar, y asume una posición ambigua, sumándose así de hecho a la desinformación.
Algunos segundos de reflexión bastarían para que cualquier persona concluya que este es un escenario absurdo, pero pasa lo contrario: se alzan en todo el mundo occidental voces condenatorias a la irresponsabilidad rusa. Es un reflejo condicionado.
Estos escenarios se repiten día a día desde el 24 de febrero, cuando Rusia inició las operaciones militares en Ucrania, y en todos ellos, Moscú aparece como una capital dirigida por una banda de idiotas malignos desatados en una guerra loca y sin límites, y que además están perdiendo.
Guerra cognitiva
De acuerdo a mi observación tras meses en la zona de guerra, hay dos conflictos distintos: uno, el que narra la prensa occidental, y otro, el que ocurre en el terreno, que queda oculto.
La «guerra cognitiva» consiste en desarticular el raciocinio cartesiano y reemplazarlo por uno que «parece» lógico, pero en realidad es una representación manipulada de la realidad. Se planta una idea matriz en el colectivo, asimilada en cada persona, que pasa a ser la premisa desde donde se juzga todo lo que ocurre.
Esto hace que personas con educación formal y un elevado nivel intelectual comiencen a aceptar incondicionalmente información dirigida y arbitraria de múltiples fuentes -formales e informales-, para elaborar conclusiones que en su mente aparecen como reflexión propia.
Es una técnica que la publicidad ha utilizado siempre, pero que al menos desde la primera guerra del Golfo (1991) fue tomando forma en el plano mediático, que hasta entonces operaba con relativa autonomía bajo los standards liberales del periodismo, con ciertos espacios para el pluralismo.
Se fueron reemplazando asi las operaciones de inteligencia o guerra psicológica tradicional, por el tipo de manipulación masiva y sutil que los nuevos medios de comunicación iban permitiendo.
Tras la guerra de Vietnam, los mandos militares comprendieron que no bastaba con dar información falsa: debían controlar directamente a los reporteros, sin que necesariamente ellos se enteraran.
Las noticias falsas siempre estuvieron, pero más a la bruta, como el intercambio en 1897 entre el empresario periodístico Randolph Hearst y su enviado especial a La Habana: «Por favor quédate: tú dame las ilustraciones y yo te organizo la guerra», y el ilustrador, Frederic Remington, hizo lo suyo: un dibujo con policías españoles y una pasajera cubana desnuda en un barco norteamericano fue la «prueba» de que se violaban los más minimos derechos.
Un año después, una bomba hundía el destructor estadounidense «Maine» en la bahía de La Habana, con resultado de 260 marineros muertos. Los diarios de Hearst atribuyeron inmediatamente la bomba a España, y así comenzó la guerra que terminaría con el dominio colonial español en Cuba, para ser reemplazado por uno semicolonial norteamericano, que duraría hasta 1959.
En agosto de 1964, el presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson, inició la intervención militar en Vietnam sobre la base de un supuesto ataque vietnamita a buques de guerra en el golfo de Tonkin. Tal ataque nunca ocurrió, pero hasta nuestros días la prensa define Tonkin como un «confuso incidente», pese a que desde el año 2000 documentos desclasificados prueban que fue un engaño deliberado.
Los grandes medios corporativos han estado siempre dispuestos a reproducir y agrandar este tipo de incidentes, y a partir de ahí crear postverdades. La diferencia hoy es cómo llegan esos mensajes a nuestro subconciente, y determinan nuestro pensamiento.
El medio y el mensaje
La tecnología permite que las redes sociales sean invadidas por mensajes falsos producidos en serie por usuarios inexistentes. Los llamados bots. El mensaje dirigido se alimenta del análisis de los comportamientos de los usuarios de internet, que clasifican y determinan gustos, preferencias, temores, adicciones. Funciona mediante palabras y frases clave, que se repiten hasta convertirse en dogma.
Los grandes medios -agencias internacionales, cadenas de televisión- participan de este mecanismo creando o reproduciendo ese tipo de mensajes, aportando la supuesta confiabilidad que les otorga su trayectoria y condición profesional.
Todo indica que con frecuencia actúan de manera coordinada: el 7 de noviembre de 2020, segundos después de que la agencia estadounidense Associated Press difundiera un despacho con datos extraoficiales de la elección presidencial, todos los grandes medios occidentales dieron por ganador indiscutido a Joe Biden, y -junto con las redes sociales- cortaron todos los canales de expresión al mandatario en ejercicio, Donald Trump, quien alegaba fraude.
Este hecho inusitado fue recibido con aplausos por parte de prácticamente todo el espectro de la opinión pública occidental, que ya estaba preparada para ello, en parte gracias al comportamiento caricaturesco del propio Trump. Pocos quisieron, o se atrevieron, a cuestionar que un conglomerado mundial de medios de comunicación y redes sociales censurase a un Presidente en ejercicio, y estableciera una verdad única, sin necesidad de evidencia ni datos oficiales.
No sabemos realmente si hubo fraude, y ya no importa. Pero sí sabemos que todo el «establishment» corporativo de Estados Unidos se propuso detener a Trump, peligroso vocero de grupos sociales desplazados o empobrecidos, y con capacidad de alterar la institucionalidad, como lo demostró el asalto al Congreso, en enero de 2021.
Las armas principales de esta confrontación fueron los medios de comunicación y el sistema de redes sociales, que anularon -al menos temporalmente- los intentos insurreccionales de Tump y sus partidarios, sin disparar un tiro. Con los demócratas, regresaron las guerras, y la tensión mundial.
El frente de batalla
En el campo de batalla real ya no existen la «primera línea» ni los asaltos masivos de infantería. Si antes la batalla se definía por el tipo de armas disponibles, hoy se fabrican armas para el tipo de guerra que se propone combatir.
A fines del siglo XIX los ejércitos podían verse pero no hacerse daño, si estaban a más de mil o 1.500 metros uno del otro. Esto cambió cuando se produjeron armas capaces de golpear más de tres o cuatro kilómetros, que es el alcance normal de la vista.
Hoy los contendientes difícilmente tienen la oportunidad de verse y luchar cuerpo a cuerpo. En el Donbás, la infantería entra en acción en la etapa de control territorial, en combates urbanos o semiurbanos, cuando ya el intercambio de artillería y las operaciones con misiles disparados a larga distancia han determinado el curso principal de la batalla.
La ofensiva rusa se desarrolla en todas direcciones, presionando en profundidad, y creando pequeños bolsones en torno a ciudades y pueblos, pero sin establecer sitios cerrados, en lo que parece una táctica de desgaste para forzar la retirada o rendición, y evitar una destrucción masiva como la que se experimentó en Mariupol.
Desde el inicio, las fuerzas ucranianas se atrincheraron en viviendas, escuelas, hospitales, en la esperanza de evadir la artillería enemiga. No organizaron o simplemente impidieron -a balazos- la evacuación de los civiles. De esto hay miles de testimonios, decenas de ellos recogidos en Mariupol, Volnovaja y otros sitios, por quien escribe estas líneas.
En estos días lo denunció tal vez la menos prorrusa de las organizaciones internacionales: Amnesty International.
Estas denuncias, sin embargo, tienen bajo impacto en una población occidental adormecida por la deconstrucción cognitiva de que son objeto, y que les impide ver cómo crece el fascismo en sus propias narices, en sus calles, centros de trabajo y hasta en sus hogares.
Una ruta al fascismo amparada en un ropaje de democracia e incluso de progresismo de izquierda, que apoya al régimen de ultraderecha de Kiev con armas y dinero, y participa en sanciones que dañan a su propia población, a su propia economía e hipoteca el futuro.
La verdad única de la negación cataloga a quienes informan de estos hechos como propagandistas, agentes o provocadores al servicio de Rusia. Ni Amnesty International se salva.
A partir de las guerras del Golfo (1991) y Yugoslavia (1999), se estableció el concepto de la «guerra sin restricciones», según la definición de Qiao Liang y Wang Xiangsui, dos coroneles del Ejército Popular de Liberación de China, una situación en que todo vale, gracias a la tecnología.
En su libro Comprensión de los medios: las extensiones del ser humano, el canadiense Marshall McLuhan instaló en 1964 la frase: «el medio es el mensaje», o sea, que la forma de transmisión del mensaje determina el mensaje mismo. Twitter o TikTok son hoy tal vez el mejor ejemplo de cómo el formato define el contenido.
«El mensaje de cualquier medio o tecnología es el cambio de escala, ritmo o patrón que introduce en los asuntos humanos», escribió McLuhan.
De ese modo, si Randolph Hearst era capaz de instalar la idea de justicia en una guerra de rapiña, con un mensaje falso -una ilustración- que llegaba a centenares de miles de personas, hoy ese mismo mensaje falso llega a miles de millones como un diluvio, en diversos formatos, ininterrumpidamente, moldeando el subconciente con una matriz que la conciencia elabora como reflexión propia e informada.
La guerra, según eso, es obra de Putin, un dictador maligno que dirige hordas de soldados sin escrúpulos, saqueadores, violadores de niños y mujeres, para apoderarase primero de Ucrania y después del resto de Europa. Hordas asiáticas que recuerdan a los Hunos.
No es nada nuevo: en su retirada, desde 1943, los mismos nazis que habían devastado a la Unión Soviética, aterrorizaban a la población alemana con advertencias de «proteger a nuestras mujeres y niños de la bestia bolchevique».
Es por eso que, contra toda lógica, la mayoría de la población ucraniana y del mundo occidental, cree que son las fuerzas rusas las que lanzan sobre las calles de Donetsk centenares de minas antipersonales diminutas que aquí llaman «pétalos» o «mariposas», que mutilan piernas y brazos, y matan niños.
También son rusos los proyectiles de 155 mm que caen en los barrios y el centro de la ciudad. O con alta precisión en escuelas y hospitales. Los rusos atacando a una población rusoparlante, que los apoya y se identifica con ellos.
Siempre ha sido un misterio para quien escribe, el que connotados científicos y médicos alemanes se entregaran sin reservas a las brutalidades de la ideología nazi, aplicando todos sus conocimientos a «probar» la superioridad racial aria, midiendo cráneos, dibujando labios, orejas y narices, o clasificando el color de los paladares. Y sumarse entusiastamente a la eliminación total de los judíos, gitanos o eslavos que se cruzaran en su camino.
Hoy ocurre lo mismo.
* Periodista chileno venezolano, Corresponsal de TeleSUR/HispanTV