El Gobierno designó a un miembro de la Sociedad Rural en el Directorio del Conicet, el mayor ámbito de ciencia de Argentina. Una confirmación de las políticas de Estado en favor del agronegocio y del extractivismo. Hitos de un modelo científico al servicio de las empresas: del menemismo a la actualidad, de la soja de Monsanto al trigo transgénico de Bioceres.
Por Guillermo Folguera, Armando Cassinera, Darío Aranda
El Presidente de la Nación designó a Manuel García Solá como integrante del Directorio del Conicet en representación de las entidades «del campo» (Sociedad Rural, Confederaciones Rurales, Federación Agraria y Coninagro). O dicho en términos políticos: en representación de la Mesa de Enlace, un actor central del agronegocio local. García Solá, ex ministro de Educación del menemismo, fue propuesto por la Sociedad Rural Argentina y, de esta forma, el sector empresario suma un representante permanente en la mayor institución pública de ciencia y técnica del país.
Agronegocios en el Conicet
La actual conformación del Directorio del Conicet, un Presidente nombrado por el Poder Ejecutivo Nacional y ocho miembros, fue impuesta por un decreto de Carlos Menem en 1996 con una enorme impronta antidemocrática, discrecional y en el marco de una reforma del Estado de corte neoliberal. En la actualidad, de los ocho miembros que componen al Directorio solo cuatro son producto de una elección interna. A su vez, dicha elección discrimina a la mayoría de los y las trabajadoras del organismo.
Para elegir al representante de las entidades del autodenominado «campo» y de la “industria”, es el propio Conicet quien define a qué organizaciones convoca para que propongan una terna de candidatos de cada sector. Así lo establece el Artículo 8 del Decreto 1661/96. Las elecciones de esos candidatos son decisiones políticas del Conicet, del Ministro de Ciencia y Técnica y, finalmente, del Presidente de la Nación.
En el mismo año que el menemismo incorporó la representación de las organizaciones «del campo» al Directorio del Conicet, el entonces secretario de Agricultura, Felipe Solá, introdujo la soja transgénica de Monsanto y con ella su herbicida glifosato. Se dio inicio a una de las mayores transformaciones del modelo agrario cuyas nefastas consecuencias socioambientales se amplían y profundizan en el presente.
Veintiseis años después, otro representante de la Sociedad Rural y portador de menemismo vuelve a ocupar un lugar en el Directorio del Conicet. Hace menos de un año, Manuel García Solá afirmaba: “El Estado hoy es el peor asociado que tiene la producción argentina”. Se trata de un defensor de los intereses ganaderos, en repudio a los impuestos y de manual neoliberal.
De representantes empresarios a definir políticas públicas
El modelo agroindustrial empresarial es controlado en todas sus instancias por un puñado de grandes compañías. Se trata de una política sostenida en el tiempo en la cual diferentes instituciones estatales, entre ellas el Conicet, tienen un importante historial como aliados calificados de ese modelo.
Por ejemplo, en el 2004, se difundió el “Premio Animarse a emprender” entre el Conicet y la empresa Monsanto para proyectos de biotecnología. El premio fue cuestionado, sin efectos prácticos, por el Comité Nacional de Ética en la Ciencia y la Tecnología (Cecte) del entonces Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación. El Comité estimó «inconveniente» que una institución pública de ciencia y tecnología se asocie con organizaciones o empresas que son objeto de cuestionamientos éticos por sus responsabilidades y acciones concretas en detrimento del bienestar general y el ambiente. Sin embargo, el premio continuó otorgándose.
Años después, ya creado el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, se produjo el incalificable ataque al científico Andrés Carrasco por sus descubrimientos sobre los efectos del glifosato publicados en el año 2009. Aún se recuerdan los esfuerzos del ministro Lino Barañao en defensa de los intereses de grandes empresas, principalmente Monsanto. El Conicet no solo no estuvo ajeno a la situación, sino que además produjo un informe acrítico sobre el glifosato (minimizó numerosos estudios sobre las consecuencias del herbicida).
En 2010, las autoridades del Conicet vetaron (a modo de sanción política) la participación de Andrés Carrasco en un stand institucional de la Feria del Libro, donde iba a exponer los resultados de sus investigaciones. También se le negó injustamente la promoción a la máxima categoría de la Carrera del Investigador Científico y Tecnológico. En estas injusticias tuvo un rol protagónico el entonces presidente del Conicet y luego ministro de Ciencia, Roberto Salvarezza. Pese a este esfuerzo puesto en desacreditarlo, promovido por las instituciones públicas asociadas al modelo empresarial, Andrés Carrasco encontró en los territorios en lucha contra el extractivismo el reconocimiento y los honores que merecía.
La participación del Conicet —junto con otros organismos públicos y con las empresas de transgénicos y agrotóxicos— en la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia) es otra muestra del explícito apoyo institucional al modelo de agronegocio y, también, de la falta de reconocimiento de sus consecuencias sanitarias, sociales y ambientales.
Ciencia como engranaje del extractivismo
La política científica de los últimos veinte años no hizo más que profundizar el modelo extractivista en busca de maximizar la producción de materias primas y aumentar las divisas. Las consecuencias —en términos ambientales, socioeconómicos y de salud— ya no pueden disimularse ni ocultarse. Sin embargo, este paradigma que se sustenta en la destrucción y mercantilización de cuerpos y territorios continúa en vigencia.
La actual representante (Graciela Ciccia) de las organizaciones de la Industria (propuesta por la UIA-Grupo Insud) en el Directorio del Conicet, forma parte de una empresa privada que se autodefine como: «Constructor de empresas de base científica». El Estado, y los altos funcionarios, miran para otro lado ante los conflictos de intereses y cuestionamientos éticos ante un miembro del Directorio y su pertenencia empresaria en búsqueda de negocios relacionados a la ciencia.
Otro hito reciente es la aprobación del trigo HB4. Se trata de un producto tecnológico elaborado por el Conicet junto con la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y la empresa Bioceres. Su incorporación en la matriz productiva generará fuerte impacto en Argentina y en cada país que se cultiva y consuma. Las consecuencias esperadas son diversas: por tratarse de tecnología HB4 el cultivo podrá realizarse sobre ambientes frágiles, esto significa más desmonte y más deforestación, como sucede en el noroeste argentino. A su vez, se presenta como un paquete tecnológico junto con el glufosinato de amonio, un herbicida de altísima toxicidad. En consecuencia, todos los derivados de esa harina de trigo transgénico (que llegará a las mesas argentinas) contendrá glufosinato de amonio. También existe el riesgo de contaminación del trigo no transgénico, la pérdida de pequeños productores y la degradación de otras actividades productivas como la apícola.
La vinculación ciencia-empresas, evidenciada ahora a través del nuevo integrante del Directorio del Conicet en representantación de la Sociedad Rural y “el campo”, no es un caso aislado. Gran parte de las políticas que se desarrollan desde el Conicet y desde el Ministerio de Ciencia están consustanciadas con el modelo extractivo. Es público el posicionamiento de estos organismos (y de numerosos académicos) en el avance de la explotación de litio, la megaminería y de la extracción petrolera (tanto en Vaca Muerta como en el Mar Argentino). Políticas oficiales científicas totalmente alineadas con los intereses de las empresas y, al mismo tiempo, alejadas de las necesidades y deseos de los territorios donde, desde hace décadas, reclaman por la salud y el ambiente.
Escuchar a los territorios
El Conicet y el sistema científico necesitan un profundo proceso de democratización en todos sus aspectos, desde la conformación y elección de sus estructuras de conducción hasta la política científica. A su vez, resulta imperioso discutir los objetivos de las políticas públicas que se realizan y cuáles son sus consecuencias socioambientales. Pero mientras el Conicet y gran parte de los científicos sigan sin escuchar a los sectores populares y a quienes habitan los territorios que son devastados por el modelo extractivista (organizaciones campesinas, asambleas socioambientales y pueblos originarios, entre otros); la ciencia será cada vez más funcional a los intereses económicos concentrados y seguirá muy lejos de las necesidades y anhelos del pueblo.