12 de julio 2022, El Espectador
El 7 de agosto a las 3:05 de la tarde no se habrá apagado el switch del hambre, ni estará mágicamente protegida la vida de excombatientes y líderes sociales. Desde ya se respiran otros aires, es cierto, pero no habrá gobierno capaz de hacer milagros si no ayudamos a empujar la carreta de los sobrevivientes en dirección contraria al abismo.
El domingo, la cuenta mortal —el balance de un país que parece anclado a las venganzas por cobrar— iba en 335 firmantes de paz asesinados desde 2016.
El viernes mataron a un muchacho afrodescendiente que era un niño cuando se firmó el Acuerdo. No es justa la vida, y es aun mucho más injusta la muerte cuando se ensaña con jóvenes que dejaron la guerra para intentar la paz. Intentarla porque nos creyeron. No tiene sentido sobrevivir a combates y bombardeos para morirse abaleado sembrando piñas o jugando billar.
Frente a los asesinatos sistematizados hay que obrar con soluciones formales, pero mientras lo formal surte efecto, ¿qué podemos hacer para frenar el cuentagotas que les está arrancando la vida a quienes cambiaron fusiles por semillas, hilos o miel?
No sé la respuesta, pero sugiero que la vayamos alistando para que a partir del 7 de agosto —cuando tengamos un gobierno proclive a la paz— sepamos cómo ayudar a quienes tendrán el deber constitucional de proteger la vida de los colombianos.
Hay un imaginario que se siente amenazado por el efecto que podría tener el próximo gobierno en la confianza de inversionistas, el rumbo de la economía, el alza del dólar y la caída del petróleo (fenómeno real y no nacional sino mundial). Y en el otro lado de la balanza hay otro imaginario, feliz porque, por fin, se oyó la voz del pueblo y ya viene la panacea para 100 años de pobreza. Ni lo uno ni lo otro.
El planteamiento del gran acuerdo nacional y casi todos los ministros designados (solo veo con preocupación la cartera de Salud) son aval de un gobierno idóneo y plural que desestabilizará a la inequidad, pero no al país; a los autoritarismos, pero no a la democracia; a la impunidad, pero no a la justicia; a la ignorancia, pero no a la comunidad educativa ni a las disciplinas de la convivencia y el conocimiento.
Obviamente cualquier ciudadano racional tiene expectativas, temores o ilusiones sobre lo que hará el próximo gobierno. A mí lo que más me ocupa es lo que podamos hacer nosotros, los colombianos no funcionarios pero funcionales, que tenemos una responsabilidad con este pobre país al que hemos dejado pisotear por la violencia, la desigualdad, la corrupción y una indiferencia que se ha ido tomando sorbo a sorbo la cotidianidad. La votación de junio es un enorme “¡basta ya!”, pero es apenas el comienzo. El nuevo gobierno podrá pararse en la cabeza o rezar el padrenuestro, pero nosotros somos el engranaje, parte fundamental del pensamiento crítico, del viento que sople la vela y de los imanes que le den sentido, control o resistencia a la brújula. No nos cabe un Poncio Pilatos más en la historia de Colombia.
Hayamos votado por quien hayamos votado, el país es de todos; una economía triunfa no cuando los ricos se hacen más ricos, sino cuando las brechas se acortan y el hambre no es el único plato de la mesa, cuando las empresas se dinamizan con solidaridad y generan empleo. Y así, con todo. Así es que, en serio, ¡pilas, Colombia! El futuro no está solo en manos de los elegidos, está en manos de quienes tenemos la arcilla y la obligación moral de trabajarla en un decidido proceso de rehumanización que aprenda del pasado para honrar el futuro.