26 de julio 2022, El Espectador
Ahora mientras lee, sienta que estamos en La Candelaria, un barrio de Bogotá iluminado por fachadas de colores y calles empedradas que bajan desde la montaña hasta el Capitolio; toque la bohemia y las banderolas en los teatros y en los balcones. Se compran y se venden historias y acuarelas, lloviznas, mochilas wayúu y libros que envejecieron por ahí. En los andenes consigue aguardiente y agua de panela, collares del Putumayo, marihuana y santos de yeso. Todo en La Candelaria lleva un mensaje de poesía y protesta, de cultura y reivindicación. El poder ejecutivo, el legislativo y el divino se concentran alrededor de la Plaza de Bolívar. El poder del pueblo en las manifestaciones; y el poder de la historia en cada esquina. Cada cuadra es un viaje al centro de ese “uno mismo” que a veces no sabemos oír.
El 20 de julio esta Candelaria que entre magias y resistencias reza, proclama y está dispuesta a todo menos a la derrota, fue escenario de dos posesiones completamente distintas.
En la mañana en la calle 12F se cumplió la ceremonia de protección y posesión espiritual, cultural y política de los congresistas indígenas y las bancadas alternativas. Pétalos de flores, aromas de colores, aguas de sanación y rituales de pies descalzos, en una mezcla de memoria triste y sonrisa en los ojos. Ritmos de firmeza y resguardo entonaron con la misma autoridad el “¡Fuerza, fuerza. Guardia, guardia!” y el himno de Colombia. La representación de los pueblos originarios llegaba esa tarde al Congreso de la República, y el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) los honró con su acompañamiento protector. Hubo ofrendas –no afrentas–. Y esperanza, como si llevaran un “por fin” escrito en los rostros.
Mucho por aprender de las culturas ancestrales, y por desaprender de la competitividad desbocada, la exclusión y la vanidad.
En la tarde, a pocas cuadras, la otra posesión nos mostró un logro democrático (181 nuevos congresistas, 32 mujeres senadoras, 16 curules de paz, pluralismo en toda su expresión étnica y cultural). Y nos mostró también una puesta en escena mezcla de Ionesco y pasarela, delirios presidenciales y rechiflas de la oposición.
Hubo irrespetos a lado y lado: irrespeta el que miente y el que grita para callar al mentiroso. Fueron irrespetados gobernantes y gobernados; la rendición de cuentas fue humillante y la réplica solo se pudo hacer horas después y –obvio– con el presidente ausente. La falacia presidencial atropelló la memoria de 337 excombatientes y de más de 1.600 líderes sociales asesinados. Duque ignoró en su discurso –así como en su gobierno– la realidad y la inteligencia de los colombianos, de la JEP y de la Comisión de la Verdad, y una vez más pretendió venderse como el superhombre de un país de Jauja que solo existe en su infinita soberbia. La oposición se indignó ante el cinismo y alzó la voz y –con más motivos que educación– le gritó mentiroso al presidente.
El 20 de julio no salí a ver los aviones de tiburón ni el desfile de tanques de guerra, porque la guerra lleva 60 años desfilando. Preferí ver esa Colombia disruptiva que eligió quitarse la mortaja de las violencias, del hambre y la resignación, y empieza a comprender para qué hace 212 años gritó ¡independencia!
Punto fotográfico: está en el centro cultural García Márquez la exposición de fotografías tomadas por Víctor de Currea-Lugo. Son 14 años de trabajo del médico reportero que ha recorrido con su cámara y su alma, conflictos y resistencias desde Irak hasta el portal de las Américas. Véanla. Son miradas que no se olvidan.