31 de mayo 2022, el Espectador
Tenemos tres semanas para unir, concretar y responderle a Colombia. Tres semanas para concentrarnos en lo que tenemos en común y superar las diferencias que nos han hecho fracasar cada vez que intentamos un cambio. No tenemos tiempo de recriminaciones ni de ahogarnos en charcos de miedos inducidos. A estas alturas sobran los espejos retrovisores. Enfoquémonos en lo que viene y tengamos claro que nuestro futuro no puede incluir un presidente que confunda a Hitler con Einstein, que se ufane de haber hecho su capital cobrándoles intereses a los pobres, que menosprecia a las mujeres, se identifica con el fascismo y desconoce la geografía del país que pretende gobernar. Hemos tenido presidentes malos, como Duque, pero un gobernante que jamás ha leído un libro, un machista consumado que maneja el disenso con trompadas, sería aún peor que el tormento que está a punto de concluir.
Rodolfo Hernández recogió el voto del despecho. Recogió la derrota de César Gaviria, el fracaso de Iván Duque, la desconexión del centro, las marañas de Uribe, el miedo a Petro y la decepción frente esa cosa amorfa llamada “establecimiento”. Capitalizó los desastres de la política tradicional y el desencanto de un pueblo humillado por gobiernos a los que les importa muy poco la vulnerabilidad de los marginados de siempre. Bueno, en las urnas llenó un vacío. Pero en la Presidencia todo él sería un gran hueco. Nefasto. Un hueco de gobernabilidad, cultura, respeto y civilidad. Un hueco donde quedarían ignorados para siempre los “hombrecitos” que desprecia y las mujeres que ni entiende ni valora. Veo a Hernández como una amenaza contra la dignidad humana, el valor del conocimiento y la institucionalidad.
El domingo voté por Sergio Fajardo y el 19 de junio votaré por Gustavo Petro. Con reservas, por supuesto, porque no comparto muchos de sus planteamientos. Pero creo que es un hombre capaz de llevar a cabo el cambio que Colombia necesita, un político preparado para gobernar un país descosido. Le reconozco el valor de haber dejado la insurgencia armada y haberse dedicado a la insurgencia de la palabra, la construcción de leyes por el pueblo y para el pueblo, y haber liderado la oposición y el control político en un país en el que eso con frecuencia cuesta la vida.
El 19 de junio, sin ser petrista, votaré por Petro. No le endoso un cheque en blanco ni renunciaré a protestar en las columnas o en las calles, cada vez que lo considere necesario: uno puede votar por alguien sin que eso implique ofrecer ni silencios ni aplausos. En la segunda vuelta del 2018 voté en blanco. Era otro país, otro Petro y yo también era distinta. A estas alturas —luego de cuatro años de un gobierno que hizo todo lo posible por tirarse el Acuerdo de Paz y dejó a Colombia más pobre, más triste, más brava y más rota de lo que estaba— votaré por Petro.
Muchos dicen que el gran derrotado del domingo fue el uribismo. Duque y Uribe salieron merecidamente castigados. Pero si Rodolfo Hernández es el odioso as bajo la manga, el uribismo no estaría tan derrotado como muchos quisiéramos y, sumando aquí y allá, dos derechas camufladas sumarían más que una izquierda confesada. Así es que sugiero no bajar la guardia ni caer en triunfalismos. Perdón, tal vez estoy más angustiada de lo necesario. Pero estas tres semanas pueden cambiar el destino de Colombia y necesitamos asegurar que el nuevo gobierno respete la vida y nunca se resigne a la pobreza, al deshonor o a la violencia. La resignación es marasmo, un tiro lento pero seguro contra la dignidad.