Botsuana. No hace mucho, Survival International informó sobre el problemático entierro de un anciano. No es un hombre cualquiera, sino un activista de una comunidad indígena de bosquimanos de la Reserva de Caza del Kalahari Central (CKGR). De hecho, un juez ha denegado el permiso para enterrar su cuerpo en la tierra ancestral, la que le vio nacer y criar a su familia, la tierra en la que defendió los derechos de su pueblo hasta su último día.
La decisión amenaza con reavivar las tensiones históricas entre los bosquimanos y el gobierno, que nunca se han resuelto desde la histórica sentencia de 2006 en la que los bosquimanos obtuvieron una victoria legal sin precedentes. El Tribunal Supremo del país dictaminó que habían sido desalojados ilegalmente de sus tierras ancestrales dentro de la CKGR y que, por tanto, tenían un derecho legítimo a regresar a su hogar. La sentencia también reconocía que prohibir la caza a los bosquimanos era ilegal y, según uno de los jueces, equivalía a «condenarlos a morir de hambre». Los bosquimanos han vivido y gestionado esas tierras durante milenios, pero años después de una esperanzadora sentencia, se les sigue acusando de «caza furtiva» porque cazan para alimentar a sus familias. El gobierno ha impuesto una prohibición de caza en todo el país, promoviendo una línea dura (disparar en el acto) contra los «cazadores furtivos». Esta es una de las muchas formas, como la de verse obligados a solicitar permisos mensuales para volver a sus tierras, con las que el gobierno intenta expulsar a los pueblos indígenas de sus tierras.
Pitseng Gaoberekwe era un cazador bosquimano que pasó la mayor parte de su vida en la reserva; sólo hacia el final se trasladó a uno de los notorios campamentos de reasentamiento fuera de la RCK, para estar cerca de sus hijos. Sin embargo, cuando murió, la decisión fue terrible: las autoridades denegaron a la familia el permiso para llevar su cuerpo a la tierra ancestral para enterrarlo. La familia lleva cuatro meses luchando para que se respete el derecho de su familiar a ser enterrado en la reserva, un deseo que el hombre había expresado antes de su muerte. Sin embargo, el fallo fue claro: la familia de Pitseng Gaoberekwe debe recuperar su cuerpo y enterrarlo fuera de la reserva, bajo pena de arresto.
Una decisión que, además de no respetar el histórico veredicto de 2006 que otorgaba a los bosquimanos del Kalahari el derecho a vivir en la reserva, parece un acto más de venganza para vengar aquella derrota. Pitseng era conocido por las autoridades: ya se había enfrentado a un año de cárcel en 1994, tras ser detenido por los guardas del parque por cazar, pero representaba la determinación de un pueblo de seguir viviendo en su tierra.
Se trata de una nueva violación de los derechos de los pueblos indígenas, reconocidos por la ley y los tratados internacionales. La reserva pertenecía a los bosquimanos mucho antes de que se convirtiera en una reserva de fauna. Porque así es como funciona este artero acaparamiento de tierras: los gobiernos y las ONG están despojando a los pueblos indígenas y a las comunidades locales de sus tierras, alegando falsamente que son esenciales para la conservación. La tierra robada se denomina «zona protegida» o «parque natural» y los habitantes originales son expulsados, a veces con un nivel de violencia sin precedentes. Mientras abren las puertas de estas zonas a los turistas y extranjeros, los guardas del parque y los guardias forestales queman las casas de los habitantes locales, roban sus propiedades y cometen actos de vandalismo torturando, violando y matando. Todo con impunidad.
Sin embargo, cada vez hay más pruebas de que los pueblos indígenas comprenden y gestionan su entorno mejor que nadie. El 36% de las zonas clave de biodiversidad del planeta se encuentran en territorio indígena, donde el 80% de toda la biodiversidad de la tierra se expresa en su más radiante esplendor. Cuando se garantizan sus derechos territoriales, los pueblos indígenas consiguen resultados de conservación iguales, si no mejores, que los conseguidos por los programas convencionales, y a un coste mucho menor. Esto también se destaca en el Informe 2021 «El estado de las tierras y territorios de los pueblos indígenas y las comunidades locales», resultado de la colaboración entre organizaciones de conservación y derechos humanos, grupos internacionales de conservación y las Naciones Unidas, así como expertos y miembros de Pueblos Indígenas y Comunidades Locales (PIL) que destacan la contribución crucial de los pueblos indígenas a la protección de la naturaleza y la biodiversidad a nivel mundial, incluso bajo continuas presiones que socavan su capacidad –así como la posibilidad misma– de cuidar el medio ambiente y seguir desempeñando un papel fundamental no sólo para la zona en la que viven, sino para todo el Planeta.
La implicación de los pueblos indígenas es necesaria para pensar en acercarse a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, pero en lugar de ver garantizados y protegidos sus derechos, muchos de ellos no solo viven una vida de continuas y frustrantes luchas, sino que ni siquiera pueden morir en paz. Una injusticia que persigue sus existencias incluso después de su final, y que nos convierte en testigos somnolientos de la negación de los derechos humanos fundamentales cuyo impacto también nos salpica a nosotros, observadores inertes de una injusticia no sólo ética, sino también medioambiental.