por Pablo Ospina Peralta para Latinoamérica21
La pesadilla que desvelaba al presidente ecuatoriano, Guillermo Lasso, se materializó pocos días después de las evaluaciones del primer año de su administración. El riesgo de un nuevo estallido popular, similar al de octubre de 2019, parecía bajo porque el gobierno pensaba que el alza del precio de los combustibles había pasado desapercibido durante los años de pandemia. Pero el miércoles (22 de junio) Leonidas Iza Salazar, el presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), repetía serenamente tras recitar el padre nuestro al pie de los predios de la Universidad Central en Quito que “vinimos por 10 puntos [de la plataforma del paro] y nos iremos con los 10 puntos”. De esta manera, la movilización popular se ha ido convirtiendo lentamente en una auténtica rebelión popular.
Inicialmente, la respuesta a la convocatoria del paro de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) del 13 de junio, a las que adhirieron otras organizaciones indígenas y rurales como la Organización de los Indígenas Evangélicos en Ecuador (FEINE) y la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras del Ecuador (Fenocin), lucía débil.
Esto debido a que no hubo un acuerdo previo para convocar un paro conjunto ya que las organizaciones del Frente Popular, con fuerte arraigo estudiantil y en el gremio de los maestros, habían convocado una movilización separada para el 16 de junio. Mientras que el Frente Unitario de Trabajadores, por su parte, el principal agrupamiento de los debilitados sindicatos obreros había convocado una movilización nacional para el 22 de junio.
Ante esta descoordinación, el gobierno creyó que podía dar un golpe de muerte a la movilización y la madrugada del 14 de junio la policía apresó en la provincia de Cotopaxi, al sur de Quito, al dirigente indígena Leonidas Iza Salazar. Ningún gobierno había intentado una acción similar desde el nacimiento de la CONAIE en 1986. Sólo Rafael Correa apresó en cuatro oportunidades al dirigente indígena de la organización regional serrana ECUARUNARI, pero nunca al presidente de la CONAIE. Y nadie lo había hecho en medio de un paro nacional.
Desde entonces, la participación popular y la distribución geográfica de la movilización no ha dejado de crecer con masas cada vez más enardecidas. Un día antes del arresto del líder Leonidas Iza se habían reportado cortes de rutas en seis provincias. Sin embargo, al día siguiente los cortes se extendieron a 12 provincias. A la medianoche del mismo 14 de junio Iza fue liberado, sin embargo, al día siguiente los cortes de ruta se extendieron a 15 provincias. Y ya para el lunes 20 se reportaban 93 cierres de vías en 22 provincias.
La movilización urbana ha ido aumentando conforme ha ido creciendo la movilización rural. Cuando el martes 22 los indígenas entraron a Quito desde el sur y el norte de la ciudad, el paro ya había adquirido las proporciones de una auténtica rebelión popular y no parecía detenerse.
¿Cómo explicar la ceguera gubernamental y la potencia de la rebelión popular?
El trasfondo es, sin duda, la desesperación de las mayorías empobrecidas del país. Este gobierno, constituido por empresarios y por élites blanco-mestizas alojadas en barrios exclusivos y que socializa básicamente entre grupos privilegiados, no ha reaccionado ante la frustración popular tras dos años de la catástrofe económica y social provocada por la pandemia.
El alza del precio de los combustibles es para los sectores populares un factor tangible y de exclusiva responsabilidad gubernamental que afecta directamente a la inflación, generando graves consecuencias en los ingresos de la gente.
De hecho, el levantamiento indígena y popular de Octubre de 2019, que es el antecedente directo de este nuevo paro, se debió precisamente a la brutal alza del precio del diésel (también llamado gasoil) que pasó en poco tiempo de costar un dólar por galón a 2,30 dólares. El diésel en Ecuador se usa para el transporte público y el transporte pesado de mercaderías.
Pero los economistas ortodoxos y los funcionarios del gobierno, centrados y cegados por el impacto fiscal del costo del combustible, olvidan su efecto sobre la inflación, sobre el encarecimiento de la producción nacional, sobre la pérdida de competitividad de las exportaciones de un país dolarizado y sobre el aumento de las importaciones que se vuelven más baratas.
Por ello, la primera demanda y sin duda la más importante de esta rebelión popular es justamente aquella que el gobierno se niega a considerar: la reducción del precio de los combustibles. No su congelamiento, que el gobierno ya hizo (aunque deslizando un alza mayor) ante otro levantamiento en octubre de 2021, sino la reducción de su precio.
Pero como en octubre de 2019, cuando el gobierno clamaba que el país colapsaría si renunciaba a los 1.500 millones de dólares de esos ingresos (en un país con un presupuesto del Estado de 30 mil millones), ahora se alega un desastre aún mayor si se dejan de ganar entre 500 y 600 millones, con un petróleo que el país exporta a 100 dólares por barril. La ortodoxia económica fiscalista carece de explicaciones racionales.
En conclusión, de las diez demandas del paro, la rebaja del precio de los combustibles es la única que podría calmar los ánimos de un pueblo empobrecido e indignado con un gobierno indolente. Pero lamentablemente, solo una rebelión popular de magnitudes colosales como la que actualmente mantiene acorralado al gobierno puede hacer que este abra los ojos a la crisis social.