Privados de información precisa y confiable, la pandemia sigue avanzando.
De nada sirven las alertas cuando nuestro impulso vital es regresar a la normalidad, reunirnos con las amistades y la familia o disfrutar de las actividades culturales que habíamos dejado a un lado. Eso es precisamente lo que me ha sucedido. A pesar de haberle hecho el quite al contagio durante toda la pandemia, hasta hace un par de días comencé a experimentar los síntomas y tomé conciencia de mi descuido. Al fin, estoy viviendo sus efectos. Sin embargo y pese a las advertencias sobre la alta incidencia del contagio, reconozco cómo la falta de certeza sobre sus alcances y la escasa información constante y actualizada nos han hecho relajar las medidas de precaución de manera progresiva, como un modo de olvidar sobre esta amenaza viral.
¿Qué sabemos con certeza sobre el diminuto virus? Al volcarnos hacia los sitios especializados y, de paso, también hacia aquellos no tan apegados a la ciencia, nos damos de narices con las contradicciones, las hipótesis, los contrastes entre quienes proponen tratamientos y quienes afirman que no sirven para nada. Al final del día estamos tan desorientados como al principio, mientras nuestro organismo se prepara para la batalla.
Este es el panorama personal, aunque depende de cada quien la manera como lo gestiona, lo cual nos enfrenta a la realidad de nuestra ignorancia sobre el tema. Pero hay otro lado de la medalla, y es el panorama en nuestros países, cuyo bajo nivel de desarrollo condena a la población a ver cómo se las apaña, sin el consuelo de una infraestructura sanitaria adecuada para cubrir las emergencias. En algunos de ellos -los más corruptos y, por ello, carentes de una plataforma seria y confiable, pero también privados de políticas públicas adecuadas- los sectores que sobreviven por debajo de la línea de la pobreza no solo están fuera de los presupuestos estatales, sino también incapacitados, por motivos estructurales, para obtener un mínimo alivio a sus problemas de salud.
Los ejemplos abundan: gobernantes que se han llenado los bolsillos con los presupuestos para afrontar la pandemia; sistemas sanitarios incapaces de resolver el desafío de los programas de vacunación y tratamiento; y, peor aún, la ignorancia a la cual han condenado a la ciudadanía por no tener siquiera información actualizada. Con el propósito de planificar un adecuado plan de contingencia, enfrentar a la pandemia y no negar su existencia, es indispensable un esfuerzo institucional capaz de superar la voracidad de nuestros gobernantes y sus círculos de aliados. Es criminal la irresponsabilidad de quienes tienen en sus manos el poder para gestionar los mecanismos de control de la pandemia. Otro de los grandes obstáculos para conocer los verdaderos alcances de esta situación es la pobreza de medidores estadísticos, por medio de los cuales tener una idea de cómo afrontar los efectos devastadores de esta emergencia en términos de pérdida de empleos, colapso de la economía familiar, violencia doméstica -especialmente contra niñas, niños y adolescentes- y el impacto directo especialmente duro contra los sectores menos favorecidos.
Es difícil tener una idea de cómo nos afectará esta nueva ola de contagios, pero el mensaje sigue vigente: cuídense, utilicen los recursos de prevención y no confíen con tanta ligereza en la seguridad del contacto con otras personas. A mí ya me pasó la cuenta.
En el tema de salud, la responsabilidad personal es la mejor protección.