Si bien es difícil que tengamos un “gobierno del Pueblo”, al menos podríamos aspirar a que éste sea “con el pueblo” y ”para el pueblo”. Ciertamente, quienes han llegado a La Moneda pertenecen predominantemente a una generación de jóvenes del mundo universitario y sus principales nombres recuerdan a los dirigentes estudiantiles que protagonizaron diversas movilizaciones a lo largo del país en demanda de una profunda reforma educacional, como en solidaridad con las diversas aspiraciones de la población. Después de ello, llegaría El Estallido Social.
Hay gobiernos del pasado que incluyeron a miembros de la llamada “clase trabajadora” en el gabinete ministerial, las subsecretarías y otros altos cargos públicos. Pero este no es el caso, salvo si se considera la participación de algunos líderes o referentes de los pueblos originarios. En lo esencial, ésta es realmente la primera administración paritaria y en ello radicará su más alto acierto. A objeto de motejarlo, hay quienes dicen que Boris encabeza el gobierno de los millennials, aludiendo a que buena parte de sus integrantes son nacidos entre los años 1981 y 1993.
La política chilena devenía en un proceso de envejecimiento, con la permanencia prolongada de las mismas personas en los altos cargos públicos, favorecidos por las propias leyes que se dictaron para ello además de los vicios de sus partidos. En su historia, lo cierto es que en nuestro país y Continente siempre destacaron líderes jóvenes entre sus principales gobernantes y agentes de los cambios. De ello habla la corta edad de todos nuestros libertadores y grandes revolucionarios, así como nuestros más connotados exponentes culturales y artísticos como, también, de muchos de nuestros emprendedores y pioneros de la industria. Procesos como el de la Revolución en Libertad y la Unidad Popular, en el siglo pasado, la verdad es que fueron liderados por jóvenes políticos, pensadores progresistas y dirigentes sociales.
Siempre honró a nuestras instituciones el fluido acceso que éstas les garantizaban a las nuevas generaciones, aunque en las últimas décadas de posdictadura las viejas guardias se hayan opuesto tanto a la renovación general de los actores y referentes políticos.
La experiencia siempre debiera ser una buena consejera de quienes asumen el oficio de gobernar. Por lo mismo es que constituye un acto de soberbia dejar fuera a los expresidentes del acto solemne en que se va a proponer una nueva Constitución. Aunque quienes predominan en la Convención Constitucional tengan justos reparos al desempeño de quienes antecedieron al actual Mandatario, nunca debieron permitirse tan grosero agravio, sobre todo si se proponían que su Carta Magna fuera respaldada por una contundente mayoría en el próximo plebiscito de salida.
Más que un horror, esta exclusión representa una manifestación de inmadurez que a muchos los hace dudar acerca de la solidez ideológica de quienes tenían por misión echar las bases de lo que se definió como la “Casa de Todos”, es decir, una institucionalidad democrática en la que los chilenos de todas las condiciones pudieran legitimar y extender en el tiempo.
Esta y otras actitudes sectarias o insensatas explican las enormes dudas que hoy existen en la población respecto de aprobar o rechazar la propuesta de Carta Magna. Resulta que ahora parecen ser menos aquellos que quieren un veredicto ciudadano direccionado solo a dos opciones. Se fortalece con los días el deseo de que, indistintamente resulte ganador el apruebo o el rechazo, Chile se dé una nueva oportunidad para enmendar y complementar el texto refrendado por el voto mayoritario. Esto es, que haya una nueva Carta Magna de todas maneras, aunque su redacción definitiva pueda recaer en una nueva instancia ciudadana.
Hace un año, prácticamente todo auguraba el amplio margen de ventaja ciudadana en favor del apruebo, sin embargo, a pocos meses, ya no hay nadie que pueda asegurar con certeza cuál será el resultado del Plebiscito de septiembre, con el riesgo de que el texto sea aprobado o rechazado por cuestiones que escapan al propósito y el trabajo mismo de los 155 miembros de la Convención Constitucional.
Con su opción por el “rechazo” parece no haber duda que la oposición busca repudiar los que considera despropósitos de La Moneda, así como el oficialismo persigue con el “apruebo” la adhesión irrestricta a las nuevas autoridades. Unos y otros, desgraciadamente, nos instan a respaldar o sancionar al actual gobierno más que a convenir un texto que nos proporcione una saludable y estable convivencia democrática. En el reciente y fugaz paro del cobre, pudimos comprobar lo poco que perduró la adhesión de los trabajadores al Presidente Boric cuando sintieron que una decisión del Ejecutivo podía afectar sus intereses. Pocos gobernantes en tan pocos días han perdido más partidarios, según lo que indican los sondeos.
Así como están las cosas, parece que nos enfrentaremos a una peligrosa y absurda dicotomía influida por el apoyo o rechazo al gobierno vigente y no a la posibilidad de darnos una buena o inconveniente carta magna. Es razonable pensar que la inmensa mayoría de los ciudadanos no tendrá en cuenta el texto que se les propone. De esta forma, será muy determinante, también, lo que hagan la publicidad política, los medios de comunicación y las redes sociales. Una de las falacias del Chile actual es el pretendido espíritu cívico de sus habitantes. De otra manera, no habría sido necesario concordar en el sufragio obligatorio.