Es muy comprensible que quienes dedicaron largos e intensos meses al trabajo de definir una nueva Constitución quieran que este texto resista el paso del tiempo y no sufra muy rápidas modificaciones. A pesar de que los quórums exigidos para aprobar su articulado impidieron que esta propuesta fuera del gusto de todos y se constituyera en lo que se llamó una verdadera “casa de todos”. En su elaboración, tanto los sectores mayoritarios como los de la minoría acumularon frustraciones lo que permite suponer que nadie, en definitiva, quedó muy satisfecho por lo obrado. Por lo mismo es que, a pleno andar, ya surgieron voces nostálgicas de la Carta Fundamental que nos heredara la Dictadura, pero que efectivamente sufriera después varias e importantes enmiendas, como que el presidente Ricardo Lagos eliminó en el año 2005 la rúbrica de Pinochet de este texto para estampar la suya y consignar la aprobación de todo su gabinete ministerial. Asegurando, por lo demás, que la democracia se inauguraba con este acto.
Es muy difícil que en el mundo exista una Constitución del gusto de todos los ciudadanos. Ya se ve en estos días que la propia Carta Magna de Estados Unidos tiene poderosos detractores, como aquellos que se oponen a la existencia de la llamada Segunda Enmienda que faculta a todos los mayores de edad para adquirir armas de gran poder letal y usarlas en su “legítima defensa”. Una garantía constitucional que suma cientos de víctimas todos los años, así como esas terribles balaceras que le quitan la vida a maestros, colegiales y menores de edad en sus propios establecimientos educacionales.
El descontento popular que se manifestó por décadas en contra de la Constitución del 80 llevó a la organización de la Comisión Constitucional que culminaahora su tarea, y ya vamos que el texto tiene acérrimos defensores como opositores, siendo lo más probable que un ínfimo número de estos haya leído realmente lo que en septiembre próximo debe ser ratificado o rechazado por el pueblo en sufragio universal y obligatorio. Pero la actual efervescencia social se explica mucho más en nuestras históricas desavenencias que en el largo articulado de la propuesta. Así como estamos seguros que el Estallido Social de octubre de 2019 no tenía como bandera una nueva Constitución, sino mucho más las vindicaciones de carácter económico, en el hastío por la corrupción e indolencia de la clase política y la falta de equidad social y cultural. Esto es, las injusticias flagrantes y un enorme repudio contra fenómenos como la delincuencia organizada y la impunidad, incluso la creciente sensibilidad social por la salvación de la vida en el Planeta.
Parece evidente que la paz social que tanto se añora no va a encontrar solución en un nuevo texto constitucional sino en la eliminación y reemplazo de un conjunto de leyes que amparan realmente las frustraciones sociales. Que permiten que los derechos más elementales del ser humano, como los de la vida, la educación y la previsión social, no sean vulnerados por la concentración económica, los salarios de hambre y esas normativas todavía vigentes que permiten la existencia de las abusivas administradoras de pensiones, de las isapres de salud y otros monstruos institucionales perpetuados mucho más que las constituciones que nos hemos dado.
Mientras las leyes estimulen el afán de lucro y no exista igualdad ante la Ley podremos entretenernos con elucubraciones tan generales y, por lo mismo, inefectivas y que en el mundo nunca han evitado catástrofes como las guerras, las hambrunas y, ahora, el inminente colapso medio ambiental.
Hace falta en Chile asumir que nuestras diferencias son mucho más severas y multifactoriales, así como entender que para promover la democracia, como un bien superior, es preciso que exista, primero, equidad social, un mínimo común de educación e instrucción, una ética social que se imponga en las entidades del estado, los tribunales y las propias Fuerzas Armadas que, de pronto ahora, hasta desde la izquierda se les reconoce ser garantes del orden, sin que todavía se haga justicia en relación a la falta de probidad de sus oficiales. Militarizando con esto zonas del país con las consecuencias que de ello podemos visualizar si miramos a otras históricas decisiones, como la mal llamada Pacificación de la Araucanía.
Lo que vamos a tener en los próximos meses será una dura contienda política con miras a la aprobación o rechazo de la nueva Carta Magna. La política, los medios de comunicación y las redes sociales ya están dichosos y obnubilados ante esta nueva contienda electoral, así como los que realmente mandan el país ganan un tiempo muy útil para seguir postergando las verdaderas y más sentidas demandas sociales.
De esta manera, en la llamada macro zona sur continuará el estado de guerra, destrucción y muerte con o sin militares en las carreteras, pueblos y poblados mapuches. Los pobres verán cómo se encarecen el pan, la parafina y sus necesidades más elementales, aunque se le otorguen nuevos incrementos al salario mínimo. Las pensiones seguirán siendo miserables y la deuda histórica con los profesores del país continuará dilatándose, mientras que sus acreedores vayan muriendo por el paso de los años. Todo ello si es que no se propician con urgencia leyes concretas, más allá de lo que resulte como nueva Constitución.
No se trata de ser pesimistas, sino comprobar, con realismo, lo sucedido en nuestras últimas décadas de vida republicana, donde la Constitución nos resultaba escandalosa, pero, en realidad, las inequidades eran consecuencia de las leyes que amparaban la explotación respecto del salario, la previsión, la educación discriminatoria y otros despropósitos antidemocráticos. Donde los jueces, más que recurrir a la Constitución, aplicaban las normas que al parecer tendrán más vida que la propia Carta Magna. A las que se suman los tratados firmados por nuestros gobiernos y parlamentos para abrir nuestra economía a los mercados internacionales y consumar el despojo de nuestros recursos naturales.