El actual modelo agroindustrial de la fresa se parece más a la minería que a la agricultura tradicional; por eso se ha ganado un lugar entre las actividades extractivas más destructivas de cuerpos y territorios
El agua vale más que el oro. Es un lema que desde hace años traen las luchas contra la megaminería en América Latina para visibilizar cómo la extracción de un oro cada vez más escaso requiere del gasto ingente de un bien también escaso, pero mucho más vital: el agua. La consigna aplica igualmente si hablamos de oro rojo, como algunos han llamado a la fresa y los frutos rojos en Huelva, la provincia que ha convertido al Estado español en el mayor exportador de fresas de Europa. Aunque la expresión “oro rojo” se ha utilizado las más de las veces para visibilizar esta actividad agrícola como motor de la economía en la región, el símil permite también captar cómo el actual modelo agroindustrial se parece más a la minería que a la agricultura tradicional; por eso se ha ganado un lugar entre las actividades extractivas más destructivas de cuerpos y territorios. Y allí donde avanza el modelo extractivo, llega la pugna por el agua. Huelva no es una excepción.
La fresa en Huelva se enmarca en el paradigma del agronegocio; el término ya evidencia que el modelo tiene más de negocio que de “agro”, porque, como dijo Bill Mollison, el problema de la agricultura actual es que no está concebida para producir comida, sino dinero. En este modelo, compañías transnacionales venden al productor un “paquete tecnológico” compuesto por las semillas –híbridas o transgénicas– y los pesticidas, herbicidas y fungicidas que garantizan la rentabilidad del cultivo. En el caso del fruto rojo, se trata además de un cultivo de invernadero, que ha modificado el paisaje de la región convirtiéndolo en un mar de plástico. El agronegocio socava la biodiversidad y la soberanía alimentaria de un territorio, al apostar por un único cultivo en detrimento de todo lo demás, y es intensivo en agua y en suelo, es decir, requiere una gran cantidad de agua y demanda muchos nutrientes de la tierra.
En muchos lugares, la apropiación del agua por parte de la agroindustria ha llevado a una crítica situación de crisis hídrica para cuerpos y territorios, tanto por la desecación de las fuentes de agua como por su contaminación con los agroquímicos del “paquete tecnológico”: en la región colombiana de Montes de María, donde abunda la palma aceitera (otro “oro rojo”), y en el sur de Guatemala, donde reina la caña de azúcar, la falta de agua limpia se ha convertido en un problema de primer orden para la población local. En Argentina, se ha demostrado que llueve glifosato –una de las sustancias tóxicas más empleadas en los herbicidas, también en el caso de la fresa– en la Pampa, después de tres décadas de monocultivo de soja transgénica, ese “oro verde” que ha arrasado no sólo con ecosistemas muy diversos, sino con los pueblos indígenas que los habitaban en Paraguay, el sur de Brasil y el norte de Argentina. En Murcia, donde abundan los invernaderos y también las macrogranjas, el Mar Menor ha colapsado. Y en Huelva, la acelerada expansión de la fresa y los frutos rojos está desecando el espacio natural de Doñana, el mayor humedal de Europa, que es zona de paso y reposo para unas seis millones de aves.
El problema es que las más de 11.000 hectáreas dedicadas al cultivo de fresa y frutos rojos en Huelva requieren una enorme cantidad de agua de riego, que se surte de los mismos acuíferos que proveen a las marismas. La industria fresera se concentra en el área cercana al parque natural, en municipios como Almonte, Palos de la Frontera, Lucena del Puerto y Moguer. Hace ya años que tanto organizaciones ecologistas como voces expertas venían advirtiendo de los riesgos que para las marismas tendría la sobreexplotación de los acuíferos. A día de hoy, hay pocas dudas al respecto: según la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir (CHG), tres de las cinco masas de agua subterránea que nutren al parque natural “no alcanzan el buen estado cuantitativo”. La Unesco, en 2020, y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el año pasado, reprendieron al Estado español por no poner fin a los regadíos ilegales. En 2014, un estudio de impacto ambiental estimó que existían 2.500 pozos en la región, al menos 800 de ellos, ilegales; ese mismo año, el CSIC determinó que había “síntomas de desecación” en Doñana. De ahí la necesidad del Plan de la Corona Forestal de 2014 (conocido como plan de la fresa), que quería poner orden en los cultivos de frutos rojos al norte del humedal. En efecto, se clausuraron unos 400 pozos ilegales; pero eso es menos de la mitad. Y el futuro no es halagüeño: el Gobierno andaluz ya ha manifestado su intención de regularizar los regadíos ilegales, una iniciativa que está en pausa por las inminentes elecciones andaluzas del 19 de junio.
El problema es que, a estas alturas, se ha implantado en la región una economía muy dependiente de la industria del fruto rojo, que aporta un 8% del PIB andaluz según la patronal Interfresa. La expansión acelerada de la fresa en la región ha contado con el decidido impulso de las administraciones públicas, que en ningún momento parecen haber contemplado las consecuencias socioambientales del modelo a medio y largo plazo. En Huelva, como en Murcia o en Almería, se ha apostado por un modelo productivo muy intensivo en agua, que no sobra en estas provincias. Así lo explicó Felipe Fuenteelsaz, coordinador de agricultura de WWF, en la I Jornada Internacional de Reflexión sobre el entorno agrícola onubense que acogió Huelva el pasado 7 de abril: “Estamos haciendo las cosas al revés: se ha impulsado el cultivo de frutas y hortalizas, cuando esta actividad es intensiva en agua, y ese recurso natural no lo tenemos. Hemos cambiado el modelo productivo, pasando de la pequeña agricultura familiar al modelo industrial; y las administraciones lo han fomentado sin considerar la implicación ambiental”.
El agua vale más que el oro, pero seguimos arrasando los acuíferos como si fuera un recurso infinito, mientras al mismo tiempo se sigue negando a muchos el derecho humano al agua. En Huelva son varios miles de personas las que viven en asentamientos de chabolas y no tienen acceso al agua potable, entre otros muchos derechos que les son negados. En su gran mayoría extranjeras sin su situación de residencia regularizada, muchas de estas personas trabajan en los campos de fresa, demostrando una vez más que lo social y lo ambiental no son cuestiones diferenciadas ni mucho menos antagónicas, sino las dos caras de la moneda de un modelo devastador de cuerpos y territorios. Otra prueba más de ese vínculo, en forma de puertas giratorias: Juan Antonio Millán, exalcalde de Cartaya por el PSOE y uno de los principales impulsores de la contratación en origen, preside desde 2021 la Asociación de Comunidades de Regantes de Huelva (Corehu). El modelo agroindustrial requiere la apropiación de las fuentes de vida al tiempo que la sobreexplotación del trabajo.
Zonas sacrificadas
Las luchas socioambientales latinoamericanas, las que nos ayudaron a entender que el agua vale más que cualquier oro, también han popularizado el concepto de “zonas de sacrificio” para entender el alcance de la devastación y el expolio de cuerpos y territorios sacrificados al altar del desarrollo y el progreso. Perdimos la diversidad de cultivos de nuestra tradicional agricultura en un proceso de “modernización del campo” consagrado a cierta noción del desarrollo y que desconectó la producción del suelo de las necesidades y los recursos locales. Gastamos un agua que no tenemos, e importamos una mano de obra que no pagamos dignamente, para exportar las fresas que demanda el consumidor de clase media europeo.
A estas alturas, es una evidencia que nos enfrentamos al colapso del sistema capitalista y su aspiración de crecimiento infinito: me refiero al cambio climático, pero también a la escasez de energía y materiales, de agua limpia, de biodiversidad, de fertilidad. Son temas que podemos separar analíticamente, pero que en la realidad se presentan interconectados: escasea el petróleo, aniquilamos bosques para plantar palma aceitera y así producir agrocombustibles, alteramos los ecosistemas y con ello, los ciclos hídricos, inventamos nuevas semillas transgénicas resistentes a la sequía y al glifosato, contaminamos más agua con glifosato y atrazina, enfermamos como resultado de ingerir y respirar sustancias tóxicas cuyos impactos a largo plazo desconocemos.
Tal vez, si aceptamos que todo es mucho más complejo de lo que nos plantean la ciencia económica y el dogma del desarrollo, entendamos no sólo el valor de lo que debemos preservar –el agua, la vida– sino la necesidad de actuar mucho antes de que los cuerpos y territorios griten que están enfermos. Sacrificar las marismas de Doñana, el mayor humedal de Europa, no es sólo perder el lugar de paso por el que transitan millones de aves migratorias cada año –que ya es muchísimo–, sino que tendrá consecuencias para los ecosistemas del territorio andaluz e ibérico que no podemos prever. Sólo desde la soberbia de cierto saber científico –de aquel que se quedó anclado en el mecanicismo cartesiano del siglo XVII e ignora desde hace un siglo las evidencias científicas de que todo está interconectado– podríamos negar a estas alturas que las agresivas intervenciones a las que sometemos a la tierra tienen efectos imprevisibles.
¿Cómo se entiende, en este contexto, que el Gobierno andaluz apueste por regularizar los regadíos ilegales que están desecando Doñana? Probablemente porque, como dice Felipe Fuenteelsaz, “es en el corto plazo donde está la rentabilidad económica y política”, y porque la industria fresera ostenta un gran poder de lobby. Lo que no se entiende es que, con la que está cayendo, con una sequía encima que es probablemente estructural y no coyuntural, sigamos sacrificando el presente de muchas y el futuro de todas por un puñado de euros que ni siquiera dan trabajo digno, pues la rentabilidad del modelo requiere la sobreexplotación de mujeres sometidas a todo tipo de abusos, como vienen denunciando las Jornaleras de Huelva en Lucha. Ellas saben que la defensa de las fuentes de vida, la lucha antirracista y los feminismos deben ir de la mano. Sería un buen síntoma que fuéramos capaces de movilizarnos para evitar el colapso de las marismas de Doñana y el sacrificio de la provincia de Huelva.