1. f. Espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos.
    2. f. Diferencia, desemejanza notable entre unas cosas y otras.

¿Cómo se separa un cuerpo de otro en un espacio temporal que contempla las mismas leyes físicas? ¿Cómo se corren las distancias entre los territorios vivos, entre las habitaciones de carne y hueso, cuando el encuentro pareciera tener semejanza con lo eterno? Violeta observa la puerta cerrada, doble traba arriba y abajo de los marcos, su cuerpo entregado a la silla del comedor. El mate frío sobre la mesa. Su mirada perdida entre las hendijas de madera. Las imágenes se agolpan entretejidas con la radio prendida que llega desde la cocina. Ya era un solo cuerpo conviviendo consigo misma en esa casa. Pero hace muy poco eran dos. El otro cuerpo había desaparecido sin dejar rastros. ¿Hasta dónde creés qué tenés el control de esta situación?, le había gritado su vecina, detrás de la puerta, después de escuchar los ruidos de las estampidas de los objetos rompiéndose. La luna llena asomaba sobre la ventana, un hilo de luz se iba colando. Ella sentía cómo el agua comenzaba a empapar las paredes de la casa, sentía la opresión en el pecho, en la radio la tanda publicitaria marcaba las 21.00hs. Hora de cenar, pero no había hambre hacía días, no había. Giró la mirada hacia la ventana y proyectados en esta, aparecían ellos en la pileta del club, de la colonia del barrio donde los mandaban sus papás en verano. Él se escondía, profundo, debajo del agua para no ser visto, nadaba y en el momento en el que ella estaba más relajada, tomando una gaseosa agarrada a la orilla, le apretaba bien fuerte de los tobillos, y tiraba hacia abajo, la ahogaba unos minutos, el grito y el susto eran imperceptibles para el resto de los chicos que habitaban la misma pileta porque se perdía en la sumergida, el agua le entraba por los oídos, la boca, los ojos, eran segundos de profunda desesperación hasta que el amarre del tobillo aflojaba, y podía flotar otra vez hacia la superficie, atontada y con ira, pero cuando lo quería encontrar para pegarle, gritarle, insultarlo, ya había desaparecido de la pileta. Lo buscaba entre las canchas de paddle y tenis, en los pasillos que conectaban con los vestuarios, y hasta mandaba espías para que le dijeran si estaba en el baño de varones pero no lo encontraba. Así se le esfumaba en el aire de la escondida, mientras el enojo se evaporaba y la llamaban para jugar un marco polo a la pileta, ya se había olvidado el susto y al rato, aparecía con sus mechas coloradas perceptibles a lo lejos, simulando a un perrito mojado, le pedía disculpas y se abrazaban. Pero ahora, la mirada volvió a clavarse en la doble traba de la puerta. Esta vez, no iba a poder volver a pedir disculpas. Levantó su cuerpo para tomar la pastilla de las 22.00hs. Catorce años atrás no imaginaba tener que hundir un químico en el agua para poder entrar en el sueño: había estado plantando sobre plástico. El celular vibró, desesperado. Liliana suegra. Vibró por toda la mesa hasta caerse. Había que dejarlo hablar solo cuando hacía eso de llamar y llamar aún cuando no respondieran. Se la imaginó a Lili del otro lado de la línea, caminando de una punta a la otra de la casa, rascándose la cabeza compulsivamente, de los nervios, ya habría llamado a amigos, a los hermanos, a otros familiares. Él último eslabón sería esta casa. Una tarde había sonado de la misma forma, compulsiva, el teléfono de línea en la casa donde había crecido, su madre había atendido y charlado horas enteras con Lili. Entiendo, si, me pasa igual, son chicos todavía, no tienen que estar tanto tiempo solos, no, ella es mi única hija, claro, puede venir cuando quiera a casa, ellos se quieren mucho, gracias por llamarme. Su madre, de porte recto y mirada impávida, no le contó sobre qué habían hablado, pero no fue necesario. Se dirigió, pies decididos, cuerpo flecha hacia su habitación, vació todos los placares de ropa, le tiró al piso las camperas, los abrigos de invierno, desmontó las cajoneras, las vació sobre la alfombra, dio vuelta las cajas en las que guardaba cartas y recuerdos abajo de la cama, revisó entre las bombachas, y solo encontró un picador de marihuana. Todavía no le había bajado la primera menstruación y comprendió algo del sangrar, derramarse, de los límites entre su cuerpo y el exterior. Madre, silencio abandónico, se encerró en su habitación con la televisión alta, acaso para no escuchar sus quejidos de llanto. Revisando su diario íntimo, en esos días, en una de las páginas escrita en cursiva había leído: “Siento el dolor de parto que no tuve”. El miedo a que algo ocurriera en cualquier momento, que rompiera esa sutil armonía cortada con los cuchillos y los tenedores de la casa moviéndose, siendo lavados para usar, estaba presente. Ese fin de semana, no se sorprendió cuando vio, por primera vez, la caja de pastillas en la mesa de luz de su amigo. Se parecían a las que tomaba su papá cuando lloraba, y se enojaba mucho, golpeaba con el paraguas a los autos que no lo dejaban cruzar la calle, se enojaba con su jefe que no le reconocía los aumentos de sueldos, lloraba y tomaba una de esas pastillas a la mañana y otra a la noche, antes de irse a dormir. Violeta y Juan habían vuelto de un recital de Da Skate en Bernal, en un galpón venido a menos que aglomeraba adolescentes a los que les gustaba escabiar, bailar pogo y probar ser llevados por los aires. Esa noche la habían llevado, sintió por un rato el sostén de un montón de manos ajenas que hacían que no se cayera. “Me las recetó el médico”, respondió ante la mirada signo de pregunta de Violeta y apagó la luz, antes de acostarse. Dormían en la misma cama, siempre. Ella volvió a encenderla y siguió mirándolo, esperando que se cayeran otras palabras. “Me hice pis en la computadora, boluda, no es tan grave, me colgué jugando, mi vieja es una exagerada”. ¿Y eso? Se había sacado la remera antes de acostarse y ahora se le veían a la luz del velador, dos moretones marcados en el antebrazo, uno violáceo que se destacaba en su piel blanca. “Rocío se enojó”. Apagó, definitivamente, la luz. Ella escuchó una frenada, en la esquina, pero su cuerpo tuvo el acto reflejo de pararse. El sueño no llegaba ni con los químicos. Era un sueño plagado de imágenes, de voces del recuerdos, de huellas que se percibían en el cuerpo. Cambiaría de posición, se acostó boca arriba en el piso de la cocina como le habían enseñado en el curso de respiración, llevó el aire al abdomen, inhaló, ingresó el aire nuevo, exhalo, liberó las cargas y tensiones, cuerpo cadáver que sentía el peso de la gravedad, los huesos le dolían, los ojos se permitian el entrecierro del habitar dos mundos: el visible y lo invisible. Un grito ahogado le atravesó el esternón y la hizo saltar hacia arriba. En el sueño, él no le soltaba el tobillo, la boca se le empezaba a llenar de agua, todos gritaban en el borde la pileta, pedían auxilio porque sólo venían una chica rebalsada, con las mejillas coloradas estalladas, pero a él no lo veían, no aparecía nadie que ejerciera la presión de tirarla hacia abajo. Se ahogaba sola. El cuerpo apoyado completamente sobre el piso le generaba incomodidad a la larga, el tiempo parecía no pasar. Los años se agolpaban, catarata plástica de percepciones, olores, encuentros, brazos que iban de un lugar a otro, de recitales a bares, brazos que jalaban sustancias, brazos con manos que partían pastillas, que fumaban hierbas, rondas, noches a la intemperie, brazos que habitaban otros estados de la consciencia, manos que giraban entre vasos que se servían mientras brazos bailaban, manos que arrancaban de un lugar a otro, brazos cortados con gillette por la euforia líquida de la sangre arremolinándose en las arterias queriendo salir, manos que se estampaban en otros brazos probando superficies de disfrute, brazos empujando, cotejando límites, manos y brazos que se entrelazaban dando vueltas sobre su rostro, ojos, pera, mentón, cejas, pecas, boca. Ella se despierta con las manos de él dentro de su ropa interior, frotándole la vulva, parecía todavía dormido, un suave ronquido se desprendía de su boca. Se las sacó y se volvió a dormir, en el sueño se encontraban en una habitación donde llovían flores amarillas, rojas, violetas, luego, cuchillos, se les clavaban sin dolor en el cuerpo. Mientras, percibía los filamentos enterrándose en la piel, susurros le hablaban al oído: somos la evolución del presente, prófugos del molde, vivimos reprimidos por la evolución pasada, somos la futura involución escapando de su destino, y se perdían entre aullidos de vientos, y flores que apelmazaban sobre el colchón y cuchillos que los dejaban casi sin piel, sin manchas.

Esa noche lo abrazó fuerte, la percepción estaba tan corrida de eje, la confusión se había apoderado de la escena: ¿Cómo se puede caminar en las sombras sin perderse?

(Continuará)