Los derechos humanos de primera generación se refieren a la libertad y la participación ciudadana en la vida política. Sirven para proteger al individuo de los excesos del Estado y contemplan la libertad de expresión, el derecho a un juicio justo, la libertad de religión y el sufragio universal. Estos derechos fueron incorporados por primera vez en la Carta de Derechos de los Estados Unidos, y en Francia por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en 1789. Posteriormente fueron a nivel global en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Los derechos humanos de segunda generación apuntan a garantizar a todos los miembros de la ciudadanía igualdad de condiciones y de trato. Incluyen el derecho a la educación, los derechos a la vivienda y salud, así como la seguridad social y las prestaciones por desempleo. Al igual que los derechos de primera generación, también fueron incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure a él y a su familia la salud y el bienestar, en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”, dice el Artículo 25.1 de esa Declaración.
En consecuencia, los derechos sociales y su universalización son parte de los derechos humanos de toda sociedad.
Lo que hace hoy la Convención Constituyente (CC) es consolidar las libertades propias a los derechos humanos de primera generación y recuperar para el pueblo chileno los derechos sociales, que habían sido conculcados por la Constitución Guzmán-Pinochet de 1980, y que el presidente Lagos no reinstaló, en el año 2005.
No sorprende que ello moleste a la derecha y al gran empresariado, ya que han disfrutado y se han enriquecido con la mercantilización de la salud, vivienda, educación y la seguridad social. Pero sí llama la atención que algunos senadores, como Ximena Rincón y Fidel Espinoza, se conviertan en destacados agitadores en favor del Rechazo a la nueva Constitución.
En la Constitución de 1980, el sector privado tiene un campo indiscriminado de negocios para el ejercicio de cualquier tipo de actividad, lo que incluye el área social. En cambio, el Estado se encuentra reducido a un rol estrictamente subsidiario, lo que le impide impulsar iniciativas económicas y, en el área social, sólo tiene autoridad para “focalizar” acciones, y con escasos recursos, en favor de familias de extrema pobreza.
La Convención Constitucional ha propuesto, con justicia, reemplazar el rol subsidiario que le otorga al Estado la Constitución de 1980 y conformar un Estado Social y Democrático de Derecho. Ello significa contar con un Estado que no sólo garantice las libertades públicas, sino también derechos sociales universales.
Se trata de un cambio fundamental para mejorar las condiciones de vida a chilenas y chilenos. En efecto, porque la mercantilización de los bienes públicos, consagrada en la Constitución de 1980, permitía al empresariado enriquecerse con la salud, la educación, la vivienda y la seguridad social. Y, al mismo tiempo, la escasa voluntad y recursos para la “focalización” en sectores pobres de la población se ha traducido en colas interminables de enfermos modestos en los consultorios, enseñanza inservible en los colegios de poblaciones y AFP, convertidas en “seguridad social”, que entregan pensiones miserables a la gran mayoría de los ancianas y ancianos.
La realidad es que el Estado subsidiario, y el modelo neoliberal, construyeron una muralla de desigualdades que divide radicalmente a nuestra sociedad. En esas condiciones, las familias del barrio alto, pagando isapres y colegios particulares, obtienen una elevada calidad en sus atenciones de salud y educación, mientras que en barrios populares la atención en hospitales y escuelas públicas es vergonzosa. Al mismo tiempo, la cantidad de dinero, aportado individualmente a las AFP, es la que determina el monto de jubilación obtenido en la vejez, con diferencias abismales entre gerentes y profesores jubilados.
La universalización de derechos, que ahora propone la CC, y que deberá ser aprobada el 4 de septiembre, es un reconocimiento a nuestra común pertenencia a la sociedad y constituye la vía más eficaz para derribar la muralla que nos divide, lo que ha generado fuertes tensiones y también delincuencia. Este es un claro compromiso con los derechos de segunda generación, consagrados en la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Con la aprobación de la nueva Constitución, y la conformación de un Estado Social y Democrático de Derecho, terminará la Constitución tramposa, que cerró las puertas a la mayoría de las familias chilenas a tener una vida digna.
Por otra parte, el nuevo tipo de Estado podrá proteger la sociedad contra las agresiones al medioambiente y será una garantía para que los mercados no sean invadidos con los monopolios y colusiones de precios, que tanto han dañado a los consumidores. Por cierto, la nueva Carta Magna asegura también el derecho a la mujer contra toda discriminación y una justa representación de las regiones frente al gobierno central.
Mientras el pueblo intenta recuperar derechos sociales fundamentales, la derecha, el gran empresariado y sus empleados de la prensa atacan implacablemente la nueva Constitución. Es comprensible pues defienden sus intereses, aunque con una estrecha visión cortoplacista que no les permite entender que las tensiones de la sociedad también a ellos los afectan.
Sin embargo, resulta incomprensible y lamentable la postura de los senadores Ximena Rincón y Fidel Espinoza, comprometidos con la defensa del Rechazo. Tienen plazo hasta el 4 de septiembre para reestudiar las ideas del humanismo cristiano y del socialismo, en las que se formaron políticamente, para sopesar en conciencia que sus cargos de senadores son insignificantes en comparación a los beneficios y dignidad que nuestro pueblo recuperará gracias a la nueva Constitución.