La cantante Rigoberta Bandini eligió el 1 de mayo para lanzar un emotivo videoclip de su ya popular tema Ay mamá. El lanzamiento apareció ligado a varias fechas significativas. Por un lado, el día de las madres, a quien la artista dedica su canción, y el de las gentes trabajadoras. Por otro, los 67 días de invasión de Rusia a Ucrania, un conflicto que amenaza con convertirse en una «guerra larga», marcada por la cronificación de las muertes, la devastación, y el odio entre pueblos hermanos.
Este entrecruzamiento de efemérides refleja bien dos pulsiones de vida y de muerte que atraviesan nuestro tiempo. La primera, la de preservar la vida, ha tenido en casi todas las culturas a las mujeres como protagonistas. La segunda, la pulsión de muerte que asume en la guerra su expresión más pavorosa, ha sido en cambio una cosa fundamentalmente de hombres.
Mujeres contra la guerra, mujeres en pie de paz
Que la pulsión de vida esté vinculada a la función nutricia ejercida mayoritariamente por mujeres no es arbitrario. La propia instauración del día de las madres, a partir del siglo XIX, ha querido ser un homenaje a la activista estadounidense Julia Ward. Además de una escritora notable, Ward fue una convencida antiesclavista y antibelicista. En 1870, redactó una Proclama del día de las madres en la que contraponía la capacidad empática y compasiva de las mujeres con el impulso tanático de la masculinidad belicista. «No dejaremos que nuestros maridos -escribía Ward- vengan a nosotras en busca de caricias y aplausos, apestando a matanzas. No se llevarán a nuestros hijos para que desaprendan todo lo que hemos podido enseñarles acerca de la caridad, la compasión y la paciencia. Nosotras, mujeres de un país, seremos tan compasivas con las de otros países que no permitiremos que nuestros hijos sean entrenados para herir a los suyos».
Las palabras de Ward recogen el empeño histórico de millones de mujeres en huir del envilecimiento que toda guerra supone. Y no en vano, remiten a uno de los nombres que más evoca esta actitud antibelicista: el de Lisístrata –»la que disuelve los ejércitos», en griego–. La protagonista de la comedia de Aristófanes, en efecto, constituye uno de los símbolos más acabados de la resistencia activa de las mujeres a la dinámica de revancha infinita que caracteriza a la guerra.
Las mujeres que acompañan a Lisístrata, al igual que las madres evocadas por Julie Ward o por Rigoberta Bandini, comparten una causa: dar una respuesta asimétrica a la guerra. Sustraerse a su lógica del intercambio infinito de golpes y darle una salida que no suponga, como en un espejo, agregar más violencia a la violencia y más horror al horror. El empeño antibelicista encarnado por innumerables movimientos de mujeres a lo largo de la historia no es una ilusión utópica. Las mujeres de Lisístrata, de Ward, de Bandini, pueden parar las guerras porque están dispuestas, si es necesario, a parar la ciudad. Su pacifismo es todo menos una rendición. Son mujeres contra la guerra, pero en pie de paz. Dispuestas a hacer oír su voz, a rebelarse. Y a llevar esa rebelión hasta el final. Esto es justamente lo que plantea Lisístrata: responder a la guerra con la deserción masiva. Y llevar esa deserción, si hace falta, a la huelga sexual, a la desconexión afectiva de un mundo de hombres violentos que expresa la desmesura, la hybris de la escalada bélica sin fin.
La mirada de Lísístrata, hoy
Uno de los grandes retos de nuestro tiempo consiste en conseguir que la voz de Lisístrata se abra paso en las guerras que se suceden ante nuestros ojos. En las que se retransmiten a toda hora, en todos los medios, y en las que se silencian deliberadamente. En Ucrania, desde luego. Pero también en Yemen, en Palestina, en Siria, en Afganistán, y si no hacemos algo para evitarlo, en el Indo-Pacífico.
Seguramente, Lisístrata estaría de acuerdo con la activista Judith Butler en que alguien como Putin es peligroso no solo por su ausencia de escrúpulos y por la crueldad belicista que ya desplegó en el genocidio checheno, en Bucha, y en otras ciudades ucranianas. Lo es, también, porque no ha dudado en hacer del feminismo, de las luchas LGTIBQ, uno de los principales obstáculos para sus planes belicistas. Para alguien como Putin, el cuestionamiento del orden patriarcal en la esfera doméstica se traduce a la postre en un cuestionamiento radical del ideario neoimperial y también patriarcal, que informa su política exterior.
Seguramente, Lisístrata también constataría que en este antifeminismo, condición necesaria de su belicismo, Putin no está solo. Que está acompañado por los Salvini, las Le Pen, los Abascal, los Aznar. Esa ultraderecha que lo ha aplaudido durante años, y que, de llegar a poder, sería una de las grandes beneficiarias del desbocado incremento del gasto armamentístico y de la asfixiante militarización de la esfera pública que la guerra está generando.
Y seguramente, Lisístrata también verificaría que los designios neozaristas de Putin se retroalimentan con el belicismo imperial de los Estados Unidos que, a través de la OTAN o de otros aliados, ha llevado la guerra a continentes enteros y hoy amenaza con extenderla incluso a China, como bien ha explicado Olga Rodríguez.
Resistir sin ceder a la lógica belicista
Con todos estos elementos sobre la mesa, Lisístrata no dudaría ni un segundo en reconocer el derecho y el deber de plantar cara a la guerra de agresión que Putin ha emprendido en casi todo el territorio ucraniano. Es más, muy posiblemente estaría entre las primeras en montar cadenas humanas y bloquear carreteras para frenar el paso de los tanques rusos. O si estuviera en Moscú, en ser detenida por oponerse a la guerra junto a la pintora, activista y superviviente de la resistencia al nazismo, Elena Osipova, de 78 años.
Con todo, los dilemas ético políticos de Lisístrata serían mucho mayores a la hora de pronunciarse sobre el derecho a la resistencia armada frente a una agresión semejante. Cuesta pensar que lo condenaría. Pero su preocupación fundamental sería siendo cómo dar a la guerra, incluso a la guerra de agresión, una respuesta asimétrica, diferente a la escalada belicista, que no desate una violencia mucho mayor.
No le faltarían argumentos históricos para mostrar prevenciones. Recordaría, con mujeres como Luciana Castellina, que incluso la defensa legítima ante un movimiento criminal como el nazismo Hitler degeneró en atrocidades belicistas fuera de toda proporción. Hoy sabemos que cuando el ejército soviético, en 1945, fue avanzando sobre Budapest, Berlín, o Viena, cometió violaciones y ultrajes de todo tipo, muchos de ellos en desmesurada represalia a las cometidas por las tropas nazis. También permanece en la memoria antibelicista el desaforado y criminal bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por parte de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, en un momento en el que la capitulación nazi era casi un hecho. Y por supuesto, también, el Holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki, que todavía hoy genera crónicas espeluznantes como la de la sobreviviente y Premio Nobel de la Paz, Setsuko Thurlow.
El solo recuerdo de estos horrores, al que luego se sumaría el de las supuestas «guerras preventivas» como las de Irak, prevendría a Lisístrata contra la escalada belicista también en Ucrania. No solo por parte de Putin, sino también de Boris Johnson y de tantos portavoces del Gobierno de los Estados Unidos y de la OTAN.
Cuando la resistencia bélica lo embrutece todo
Esta preocupación por mantener a raya el demonio de la belicosidad, incluso de la defensiva, seguramente llevaría a Lisístrata a leer a la activista, filósofa y mística francesa Simone Weil, quien en 1936 se incorporó durante un mes a la resistencia antifascista durante la Guerra Civil española.
La participación de Weil como brigadista fue esperanzada y crítica. Fue esperanzada porque sentía que debía denunciar la violencia de los agresores y comprometerse con una causa que tenía como objetivo la eliminación de todas las formas de opresión y la emancipación de la humanidad. Pero fue crítica porque constató que la guerra era incompatible con la consecución de estos objetivos. Porque vio que los propios, incluso los más nobles, «derramaban demasiada sangre», y que la lógica belicista los empujaba a actos de crueldad, de absoluta inhumanidad, contrarios a los ideales libertarios y humanistas que muchos de ellos defendían.
Quizás por eso, aunque mantuvo su traje de miliciana, Weil no lanzó más que un par de disparos al aire antes de dejar el campo de batalla por un accidente. Nunca abandonó su compromiso antifascista, su apoyo al bando republicano y su solidaridad activa con las personas refugiadas o deportadas. Pero llegó a la conclusión de que combatir una opresión bárbara aplastando a los pueblos bajo el peso de matanzas más bárbaras aún, sería extender de otra manera el régimen con el que se pretendía acabar.
Esta convicción la llevó a adoptar una decisión moralmente compleja: oponerse al envío de armas a España. No lo hizo por las oportunistas razones geopolíticas esgrimidas por los gobiernos de Francia y Reino Unido. Pero tuvo claro que eso dispararía los niveles de violencia y de brutalidad y extendería la guerra por el mundo entero. En defensa de esa dramática posición, Weil utilizó palabras que todavía hoy sacuden e interpelan: «si hemos aceptado sacrificar a los mineros asturianos, a los campesinos hambrientos de Aragón y de Castilla, a los obreros libertarios de Barcelona antes que provocar una guerra mundial, nada en el mundo nos debe llegar a provocar la guerra. Nada, ni Alsacia-Lorena, ni las colonias, ni los pactos. Que no se diga que algo en el mundo no es más querido que la vida del pueblo español».
No es difícil imaginar a Lisístrata haciéndose eco de estas reflexiones, que obligan, en todo caso, a no idealizar ni embellecer las vías armadas, ni siquiera aquellas que pueden nacer del legítimo derecho a resistir. Basta ver lo que ya está ocurriendo con el propio ejército ucraniano que, en una escala mucho menor, carga sobre sus espaldas con actos que igualan en atrocidad a los del ejército ruso. Y que corre el riesgo de cargar con muchos más si el envío de material militar pesado se extiende, si el negocio de las armas y de los combustibles fósiles sigue enriqueciendo a unos pocos oligarcas mientras perjudica a la mayoría, o simplemente si la «guerra larga» es interiorizada por Putin y espoleada por los Estados Unidos, por la OTAN, como una alternativa merecedora de más esfuerzos que el alto el fuego, que el retiro de tropas o que cualquier iniciativa diplomática o de paz.
Desarmar, más que armar
Al igual que en la antigua Grecia, nada indica que los liderazgos testosterónicos responsables de la situación actual vayan a conjurar sin más el riesgo de un aniquilamiento nuclear. Quizás por eso, solo queda, como pedía la rapera andaluza Gata Cattana, invocar a «las hijas de Eva» para buscar nueva luz en medio de una atmósfera de guerra que se extiende como un gas oscuro y venenoso.
Seguir a Lisístrata hoy exigiría presionar socialmente para que la soldadesca, en lugar de matarse entre sí y de vejar a la población civil, se niegue a luchar y deponga las armas, como pide Judith Butler evocando el precedente checo de 1989. Seguir a Lisístrata exigiría presionar civil, sindicalmente, para forzar a los Estados a negociar de manera creíble, y no como hasta ahora, para que se alcance una tregua y se pueda hablar. Seguir a Lisístrata supondría, en fin, confiar la salida de esta pesadilla bélica a un movimiento democrático por la paz y la defensa de los bienes comunes que, de Rusia a Ucrania, de Europa a Asia, África, América, Oceanía, se alce y exija, con la voz de Julia Ward y de tantas otras: «¡Desarmad! ¡Desarmad!»