En la isla fluvial más grande de Colombia, sembrada entre los pastizales, el Río Grande de la Magdalena y el corazón de la historia, está Santa Cruz de Mompox. Detenida en el tiempo; detenida entre el calor, el bareque y sus siete iglesias; detenida en los árboles de raíces engrosadas por los siglos, y hojas inmóviles: en Mompox, al viento lo derrotó un ejército de relojes quietos.
Ahí está como un puerto/enigma –de paredes amarillas, naranjas, rosas y azules despellejadas por la humedad– la Mompox de Bolívar, la de Carlos Vives y García Márquez; el reino de las marquesas infladas por la temperatura, la alcurnia y las crinolinas; el lugar de las serenatas a los muertos y las procesiones de trajes largos y chorros de sudor, religión y fetichismo recorriendo el cuerpo.
Decretada por la UNESCO patrimonio de la humanidad, Mompox es distinta a todo, pero es fácil imaginar manotadas de mariposas amarillas volando en los campanarios o en los patios de las casonas. Su gente es afable, culta –mezcla de felicidad, nostalgia y olvido– y recibe al amigo y al viajero como queriendo contar un cuento. Un cuento que empieza con la vida del cacique Mompoj (indígena de la tribu de los malibúes), y sigue con la llegada de los jesuitas, los agustinianos, los dominicos y franciscanos y –con la religión– las condenas de la inquisición, el castigo a las blasfemias y a los herejes. Su historia es también la de las rutas del Libertador, el comercio por el río y el sedimento que empobreció a la población. Es tradición, literatura, portones inmensos y una vida que transcurre entre mecedoras y abanicos de mimbre, de cara al río y de espaldas al vértigo del futuro.
Dice El General en su laberinto que “Mompox no existe. A veces soñamos con ella, pero no existe” …Pero ahí sigue, General: después de sus épocas de gloria y de agonía, hoy es una ciudad sin tiempo, una bocanada de río y calor suspendida entre la memoria y la garganta.
Al atardecer el sol se ve inmenso, enrojecido, y desfilan por los corredores los gritos de independencia, las sombras flotantes de los esclavos hirviendo y sirviendo en las mansiones coloniales; las manos de los orfebres que aprendieron a tejer mariposas de plata y rosetas con seis pétalos de oro.
Es bella y extraña, testimonio del calor y la magia; de bandas de tambores y trombones; de vino de corozo, árboles llenos de mangos y cientos de pájaros distintos a lado y lado de las ciénagas.
Y mientras todo pasa –todo, menos el tiempo– suenan las oraciones del miércoles santo y después vienen las de noviembre, cuando salen las ánimas a rezar el Padre Nuestro en las esquinas. Salgan, recen tranquilas que ya no es como antes, cuando a los muertos los enterraban en las casas o en las iglesias; ya tienen su sitio blanco, el cementerio que se fundó por recomendación de salud pública de José Celestino Mutis, y lo custodian cientos de gatos con ojos de misterio.
Que salgan las almas y los Martín pescador, los curas y los cocineros, las matronas y los niños… siempre habrá una vela o un farol para iluminar las plazas; y la alborrada seguirá bordeando la primera calle, para que en las crecientes el río no entre a los salones a inundar los recuerdos.
Mompox, ciudad de Dios, la primera que en 1810 declaró su independencia de España y de todos. “Ya tenemos la independencia, general, ahora díganos qué hacemos con ella”. 212 años después seguimos buscando la respuesta. Entre ilusiones y esclavitudes, entre fracasos, resistencias y magias, somos el país del todavía.