RELATO

Yeyo creció viendo cómo a su padre se le astillaba la espalda de tanto cargar sobre los hombros racimos de bananos tiernos en los días infernales del trópico en Chiapas y; a su madre llenarse de quemaduras los brazos haciendo dobladas de papa para vender a las afueras de la finca. Trabajadores de mil oficios, hicieron malabares para lograr sobrevivir como indocumentados en Tapachula, México; siempre en trabajos precarios, de mala paga y sin prestaciones, recorrieron el estado revés y derecho y siempre fue el mismo trato y pago.

Por temporadas trabajaron en el corte de café, por el lado del municipio de Tapachula, tres meses en la finca durmiendo en galeras con dos comidas al día; primero su mamá con él en el perraje en la espalda y cuando fue creciendo ayudándolos, porque Yeyo no pudo ir a la escuela porque sus padres se movilizaban de un lugar a otro en las temporadas de cosecha y eso no le permitió estudiar, apenas aprendió a leer y a escribir y también por el miedo a las constantes redadas de la policía en sectores alejados de las fincas.

Por el lado de Soconusco trabajaron en la cosecha de piña, papaya y café. En Huixtla, en la temporada de caña sólo su papá, en esos días su mamá y él vendían empanadas de papas en la entrada de la finca, en otras ocasiones su mamá se ofrecía como empleada doméstica de casa en casa en el casco urbano de Tapachula. Así fue como Yeyo aprendió el oficio doméstico porque le ayudaba a su mamá en el trabajo porque no tenía dónde dejarlo, para ese entonces con cinco años dormían los dos en una pensión y su papá en Huixtla; en las galeras con los jornaleros en la finca y con Papayo -el perro con el que llegaron su mamá y él a Tapachula-, se lograban reunir hasta el final de la temporada.

A los seis años ya echaba tortillas, molía el nixtamal, juntaba chiriviscos para el fuego del comal, acarreaba agua en envases plásticos de doble litros de agua, bañaba a Papayo y lavaba su propia ropa; ayudaba a su mamá cobrando en la venta de dobladas mientras cortaba el papel manila y las hojas de guineo para servirlas. Cuando tenía ocho nació su hermana Inés y se convirtió en el hermano mayor, era el encargado de hacer la salsa, rajar la leña, ir a hacer la masa mientras su mamá alimentaba a su hermana y terminaba de preparar las papas para las empanadas. En los tiempos difíciles lograron sobrevivir solamente con la venta porque llegaban más y más indocumentados jóvenes y a los mayores los iban dejando sin trabajo. Tuvieron temporadas de comer solamente tortilla con sal y caldo de frijoles, bananos y plátanos verdes hervidos, un huevo cocido para todo el día. De dormir en covachas hechas de nailon y pedazos de cartón que lograban conseguir en las zonas de carga de las fincas, ellos también como docenas de indocumentados en la época de cosecha hacían su campamento en las afueras de las fincas; la policía no molestaba dentro del sector porque tenían trato con los terratenientes, pero saliendo del área de los ejidos eran las redadas.

En algunas ocasiones lograban trabajo para todo el año en las fincas de café: hacían labores de preparación de la tierra, limpieza, secado y empacado de café, oficio que también aprendió Yeyo; en esas temporadas comían frutas hasta empacharse y abundaba el café y las bolsas de pan para el desayuno y la cena. Poco sabe Yeyo y sus hermanos de la travesía de sus padres que llegaron a México desde Guatemala, de su madre conoce la historia que sin haber tenido la experiencia de haber salido antes de su pueblo en el oriente logró llegar a la capital y dio con la estación de buses que iban hacia el departamento de San Marcos en la frontera entre México y Guatemala, con él en brazos y con Papayo. Que del otro lado del río Suchiate en la frontera los estaba esperando su papá que ya se había adelantado unos meses antes para alistar su llegada. Que iban para Estados Unidos pero que en lo que ahorraban para el viaje y el pago del coyote se quedaron en Tapachula trabajando en una bananera donde contrataban migrantes indocumentados con un pago tres veces menor al de los jornaleros mexicanos, pensaron que serían sólo dos meses, pero se les convirtieron en 30 años.

No conocen a más familiares que los migrantes que al igual que ellos andan de finca en finca con sus familias, se topan por temporadas y en otras ni se ven. Sus padres nunca regresaron a Guatemala desde que salieron; ella con 17 y él con 20. Allá tenían una casita de adobe con techo de palma, su mamá trabajaba en un molino de masa en las mañanas y en las tardes limpiando varios locales en la calle principal del pueblo. Su papá trabajaba en la época de cosecha en las meloneras, tabacaleras y cortando chile pimiento y loroco, pero el resto del año era ayudante en el rastro, su trabajo era limpiar los cueros de las reses. Juntando el dinero de ambos apenas lograban llegar a fin de mes, después nació él y no pudieron con los gastos entonces decidieron emigrar hacia Estados Unidos atravesando México, pero no tenían dinero ni para el viaje ni para el coyote, por eso se adelantó su papá con otro grupo de amigos que también se fueron del pueblo, de todos ellos sólo su papá se quedó en Tapachula el resto decidió continuar el camino.

Anduvieron rodando treinta años de finca en finca. Fue en el municipio costero de Suchiate por el lado del Océano Pacífico que la familia creció cuando trabajaron diez años en las fincas de banano, plátano, papaya y mango, para ese entonces Yeyo entrando a la adolescencia y con los brazos rollizos y la espalda afilada se unió al trabajo con su padre, mientras su mamá junto a sus hermanos Inés, José y Toño, hacían empanadas de papa para vender. Casa propia nunca tuvieron, Yeyo recuerda haber vivido por lo menos en 15 lugares diferentes, en distintos puntos del estado, sin más pertenencias que la muda que tenían puesta y una bolsa de costal cada uno, con su ropa y cepillo de dientes y en el costal común: metafe, alcohol, jabón de lavar ropa, una olla de peltre, las pailas, vasos plásticos, los ponchos y los mosquiteros que hizo su mamá de unos pedazos de tela de velo de novia que compró en un mercado en Tapachula junto a un cuadro del Señor de Esquipulas.

Veinte años y no pudieron arreglar sus papeles como cientos de familias que trabajaban como ellos en el jornal en las fincas y ejidos; lloraron, gritaron y sufrieron las vicisitudes de los indocumentados en una tierra donde los pobladores eran de su mismo color de piel, muy parecidos físicamente y hablaban el mismo idioma. Un día su padre sufrió un accidente en el trabajo, él se encontraba en otro sector de la finca bananera, corrieron a avisarle y cuando llegó su papá ya había fallecido, los dueños de la finca nunca se hacían cargo de su responsabilidad en accidentes laborales y mucho menos de indocumentados; el único apoyo moral y financiero llegó de los compañeros de trabajo que juntaron dinero entre todos para lograr cremarlo porque viajar a Guatemala no podían, era muy caro y sus papás nunca quisieron ser enterrados en México.

Yeyo se echó al hombro a la familia mientras su mamá y hermanos que nunca fueron a la escuela por las características del trabajo familiar, se dedicaron a la venta de empanadas de papa. Cinco años más tarde murió su mamá de un derrame cerebral. Los compañeros de trabajo ayudaron juntando dinero entre todos para cremarla. Yeyo se vio desolado con la responsabilidad de cuidar a sus tres hermanos, fueron largos meses que parecieron años, una noche regresando del trabajo habló con sus hermanos, juntaron todas sus pertenencias: tres mudas de ropa cada uno, sus pailas, su fridera, la olla de peltre y sus ponchos. En un costal pusieron las dos urnas con las cenizas de sus padres y en una bolsa de manta metieron a los tres nietos de Papayo, de dos meses de edad y en lugar de agarrar para el norte agarraron para el sur, hicieron la travesía pero el revés, cruzaron el río Suchiate, abordaron un autobús en Tecún Umán, San Marcos, con destino a la capital guatemalteca y sin haber estado nunca en el país lograron dar con la parada de buses que van hacia Teculután, Zacapa, lugar de nacimiento de sus padres y de Yeyo.

A los tres se les rodaron las lágrimas cuando bajaron por la pasarela en el centro de Teculután y vieron la venta de tamales de Cashasha, los tamales que tanto añoraban sus padres y de los que les hablaban en las cenas familiares en los campamentos de indocumentados en las afueras de las fincas, fueron sorprendidos por el olor único de las quesadillas de Zacapa que abundaban en los canastos de los vendedores que corrían atrás de los autobuses y de los conductores que se detenían a comprar. Vieron bolsas de mango tierno, jocote marañón, manía con sal, pepita y chile, libras de queso seco, crema en bolsa y queso oreado. Y como un dibujo en calco, salieron de las narraciones de sus padres las adolescentes y mujeres que vendían yuca con chicharrón en el parque central. Los niños con bolsas de fresco de tamarindo, rosa jamaica y jotote marañón, ofreciendo en las calles. Sintieron el calor seco tan distinto al del trópico húmedo en Chiapas. Treinta años habían pasado desde que Yeyo salió de su pueblo en la espalda de su mamá Isaura, había retornado, estaba ahí, en la tierra donde había dejado el ombligo.

Caminaron los tres con los nietos de Papayo y todas sus pertenencias de la familia que les cabían en tres costales, la sombra de los palos de mango les refrescaba el camino, se detuvieron frente a la cuenca del río Teculután, donde sus padres les contaban que jugaban de niños y se lanzaban de panzazo en las pozas que hacían entre todos. Iban apareciendo las flores de pito, los palos blancos, las jacarandas, los almendros, el palo de madre cacao, los famboyanes y entre todos vislumbró allá a los lejos, por sus copas altas y sus ramas rollizas y extendidas como brazos que los estaban esperando desde hacía muchos años para arrullarlos, el tamarindo en el patio de la casita de adobe de sus papás. Yeyo sintió una punzada en el corazón que inmediatamente le comenzó a latir a mil por hora, sacó la llave, abrió el candado y entraron, estaban ahí, en donde todo había comenzado. Habían retornado los hijos de Isaura y Clemente, los nietos de Papayo.

Sacudieron el polvo de la mesa de pino, estiraron el catre, acariciaron el piso de tierra y admiraron el patio bien cuidado, con matas de culantro, izotes, palos de café, almendros, papayas y mangos. Fue el regalo que les hizo Maura, la mejor amiga de Isaura que nunca perdió la esperanza que su amiga regresaría y por eso le llenó de vida el sitio que se había empezado a llenar de monte por el abandono. Yeyo de los únicos cinco mil quetzales que llevaba como capital familiar agarró mil y se los dio en nombre de su madre, por los cien quetzales que le prestó cuando se fueron. En el cementerio junto a las tumbas de sus abuelos coloraron las urnas con las cenizas de sus padres para comenzar los tres a escribir su propia historia de retorno y migración.