…digamos que sobreviví al tranvía, a la garita del policía y al zorro gris, también al teléfono de disco y al de mi abuela con la campanita que colgaba de la pared allá en mi Monte Hermoso querido, al tren que me llevaba a todos lados y a la elegancia de su pica boletos y al tranvía con asientos de madera, a los últimos carros de caballos del reparto de pan y al de la leche, al heladero de Laponia y a la calesita con caballos del parque Lezama que tanto disfruté de niño, al karting de rulemanes, a los baños públicos de la avenida Caseros donde se bañaban los trabajadores de las fábricas lindantes. También sobreviví a Perón e Isabelita y al proceso de reorganización nacional y sus temibles comunicados, a la guerra de Malvinas, a Sui Generis y Los Beatles, al zoológico, a dios, a superman, al empedrado de las calles y al Siam Di Tella que parecía eterno, a las sensuales minifaldas que les quedaban tan lindas, al insuperable Jorge Luis, a los hippies e inclusive a mí mismo y a tanto más. Los sobreviví a todos y de todos y de todo tengo un poco. Soy todos ellos, les pertenezco.

Y si sobreviví fue porque siempre canté, la gente ahora ya no canta, y porque cantar es la única manera de vencer al tiempo… al menos así lo asegura María Elena Walsh —que aunque no esté, está— en ese poema tan hermoso “El valle y el volcán” que tan bien interpreta Jairo, a quien también sobreviviré siguiendo su consejo… y ha de ser cierto porque todavía escucho las canciones con que Maruja, la esposa de José, el portero del edificio en que vivía de niño, cantaba al tiempo que fregaba la ropa de esposo e hijos, con quienes también jugaba en la calles de mi San Telmo natal y lo hacía sobre la tabla de lavar de madera con el jabón Federal dentro de la vieja pileta del patio interno de la planta baja del edificio de mi infancia y su eco, cantando, llegaba nítido hasta el patio de la mía y seguía trepando hasta mezclarse con los humos negros de las viejas chimeneas, cuando algunas de sus lágrimas, seguramente caerían disimuladamente sobre las prendas recordando a su Galicia natal …

…y porque un día, bienvenido sea, hace ya cientos de miles de millones de cosas a alguien que no era ni la María Elena ni Jairo, ni Maruja, se le ocurrió cantar, imaginar poesías o descubrir metáforas y ponerle música para poder sobrevivir en paz y encontrarle un sentido a la vida más allá de la mera existencia. Voces, poesías, cuentos… metáforas que se convirtieron en energía vital entremezclada con las llamas del fuego que trepaban por el bosque despertando a las grullas que, al tiempo que prolongaba la luz del día haciéndolo más largo, casi eterno y cocinaba la comida compartida e iluminaba la imaginación y entonces se pusieron a cantar y a bailar y a embriagarse de palabras vinculando más estrechamente a las personas y colaborar juntos para ayudarnos a golpear a aquellas primitivas piedras para hacer flechas o cuencos con un entusiasmo que antes no existía…

Así, al calor del fuego, a golpes de tambor, cantando y bailando empezamos a hacernos humanos y pudimos atravesar sin temor el valle y el volcán y correr a inventar el mundo de una flor y pedirle al dolor que —por favor— ya no vuelva más…

…y porque la imaginación descubrió la abundancia, la miseria es hija de la razón.

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