De los mamíferos silvestres de nuestra fauna, el Gato Montés, es tal vez el menos conocido de todos, el gran olvidado de nuestros bosques. No existe, que se conozca, un estudio sobre la distribución y estatus de su población en la península ibérica. Sólo, algunas comunidades autonómicas, con ocasión de la elaboración de un atlas de mamíferos, han aportado datos recientes, aunque no muy determinantes, sobre esta peculiar especie. Su biología es conocida gracias a ejemplares en cautividad y a su seguimiento mediante collares con emisor tras su puesta en libertad. Sigiloso, solitario y de hábitos nocturnos; el Gato Montés se desliza entre las sombras de la noche bajo las estrellas, para lanzar un grito de advertencia. Desde la soledad ha pasado al olvido, y desde este, sólo hay un paso hacía su extinción.
Entre los indios Quechuas del Perú, persiste la creencia en un fiero gato montañés alado, llamado Ccoa, que lanza rayos de sus luminosos ojos. Se cree que Ccoa, un activo y temido espíritu, ejerce su poder sobre el clima, y por tanto sobre la fertilidad de las cosechas y animales, rugiendo como el trueno y orinando lluvia. Se dice que hay dos clases de personas, las que sirven a Ccoa, entregándole ofrendas y cuyos campos nunca sufren el daño de las heladas y el granizo, y aquellas que están en su contra, que enferman con frecuencia y cuyos campos apenas producen.
Los gatos han causado un profundo impacto en la imaginación humana desde que nuestra especie comenzara a dar sus primeros pasos. Los grandes gatos han inspirado miedo y admiración a un tiempo; los pequeños, ya fueran salvajes o domesticados, han encontrado a su vez un lugar en nuestras supersticiones y afectos como representantes en miniatura del espíritu felino.
El gato doméstico se cree que apareció por primera vez en Egipto durante el Nuevo Imperio, alrededor del año 1.500 a.C. Muchos expertos coinciden en afirmar que las primeras variedades de gatos domesticados descienden bien del gato salvaje africano (Felis silvestris libyca) o del cruce entre éste y el gato de la jungla (Felis chaus), realizado en los recintos del templo o en las zonas habitadas por el hombre.
La atención que los egipcios prodigaban a sus gatos, se hacía especialmente evidente a su muerte. Cuando un gato moría, la casa se sumía en un período de luto y lamentaciones que incluía el afeitado de las cejas. El cuerpo del gato se llevaba a un embalsamador y luego de haberle tratado con aceites aromáticos y envuelto en lino, se le cubría con una venda exterior de tela, papel maché o un pequeño ataúd de madera, según las posibilidades de la familia. Una vez terminado este proceso, la momia del gato se enterraba en uno de los muchos cementerios que salpicaban las orillas del Nilo o, quizá, en el cementerio de gatos más sagrado y grande de todos, en Bubastis. El número de estos animales que recibió este tratamiento ceremonioso, fue enorme. En unas excavaciones realizadas en Beni Hassan en 1989, se encontraron unos trescientos mil gatos momificados.
Los gatos egipcios vivían en los templos, donde los machos eran consagrados al dios sol Ra, que conserva el orden y la armonía del universo. Las hembras a la diosa de la fertilidad Basteta. A pesar de su carácter sagrado, muchos morían sacrificados. Fuera de estos rituales, el que mataba un gato era condenado a muerte.
En Europa, durante la Edad Media, se asoció al gato doméstico con la brujería, lo que le valió numerosas persecuciones. Parece que la especie salvaje a la que esta dedicado este homenaje, se libró bastante de la persecución, si bien se ganó una persistente fama de cruel, como dan testimonio de ello las obras de ciencias naturales, que describieron al gato montés como una auténtica bestia feroz “capaz de matar muchas más presas de las que puede devorar”…
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