Lo conocí muy joven, en una esquina de Makati, un barrio de Manila, en Las Filipinas.
Sentí de inmediato una profunda conexión con él. Tal vez fue por su sentido del humor, o la refinada búsqueda estética en todo lo que hacía, la atracción por las formas abstractas, la necesidad imperiosa de explicarse la existencia y compartir sus comprensiones o quizá esa complicidad astuta con la que se relacionaba con los demás. No sé bien qué fue lo que me hizo confiar de inmediato en él y seguirlo hasta su casa donde, junto a Emma -su mujer-, comimos y charlamos durante horas, como si siempre nos hubiésemos conocido.
Han pasado casi cincuenta años desde entonces y sea donde sea que nos hayamos vuelto a encontrar, su mirada me devolvió esos mismos sentimientos, alimentando nuestra comunicación.
He admirado sus fotos una y otra vez, así como también sus trabajos con acuarelas; aplaudido sus composiciones y diseños virtuales; he leído sus escritos, seguido de cerca su importante proceso de reconciliación y avance hacia la paz interior, pero por sobretodo -cada vez que nos hemos vuelto a ver- hemos conversado como por vez primera, durante horas, hasta que el día fuera cayendo y el ocaso nos alcanzara.
Ahora que se ha ido, que ya no tendremos oportunidad de volver a charlar, cuando siento que por lo demás no tendría nada muy nuevo que decirle porque todo ya ha sido comunicado, me parece tan breve la vida, tan corto el instante de la amistad.
Llega la hora del crepúsculo en el que nos vamos despidiendo y con agradecimiento pido por su luminoso tránsito, mientras sigo sintiendo su cálida presencia.
¡Paz en el corazón, Luz en el entendimiento!