La nueva novela de la escritora, ‘Existiríamos el mar’, trata sobre los desajustes y miserias del trabajo, la salud mental y los cuidados a la familia que elegimos.
Leer a Belén Gopegui (Madrid, 1963) duele y enriquece a partes iguales. Duele porque alumbrar nuestras sombras es encontrarnos cara a cara con las miserias. Y reconforta porque nos sentimos menos solas, más abrigadas frente a nuestra vulnerabilidad. Política y poética de la mano, sus libros son como grandes cebollas que pueden leerse por capas. Leer a Gopegui requiere concentración y reflexión posterior. Existiríamos el mar(Literatura Random House, 2021) echa cuenta sobre cinco compis de piso que viven encadenados a trabajos que aprietan y ahogan, sistemas productivos carroñeros que afectan tanto a las relaciones afectivas como a la salud mental. Es un retrato del injusto, desigual y asfixiante sistema laboral (y sus consecuencias). ¿Podemos ser sin trabajar? Gopegui contesta a las preguntas vía escrita.
El piso de la calle Martín de Vargas lo comparten dos hombres y tres mujeres. Se han hecho amigos por la convivencia. Todos en torno a los 40 años. Cuatro trabajan y una de ellas, Jara, está en paro desde hace años. ¿Por qué has situado a los cinco protagonistas compartiendo el mismo piso? ¿Es ese piso el reverso de lo que nos prometieron para los 40 años? Virginia Wolf titularía hoy su mítica conferencia como ‘Un piso propio’.
Porque algo que me interesa mucho en la literatura y en la vida es esa la inexactitud de la idea del yo, toda la prisión y el incendio que palpita en la necesidad de decir yo soy, y en lo que sigue, yo soy ¿qué? Juan Carlos Rodríguez escribió como nadie sobre la contradicción que sigue a esas dos palabras; entiendo que una forma de abordarla es no dibujar yoes como si fueran fichas que se mueven por el tablero y siguen siendo las misma fichas aunque cambien sus relaciones. Hoy que se habla tanto de interdependencia, sin embargo, la narración va detrás y no suele tener muchos recursos para contarla. Se trata de buscar nuevos caminos para contar el paso del soy no tanto al somos, sino al seríamos y, dislocando la sintaxis, a un no yo soy qué, sino existiríamos qué.
En cuanto al piso prometido, las promesas no son buenas consejeras, sobre todo en política. No hay que prometer, hay que garantizar los derechos y los mecanismos no trucados para ejercerlos y para hacer que se cumplan cuando no se respetan.
La comunidad que se crea en el piso de Martín de Vargas entiende de cooperación, escucha, espacio de seguro, amistad y altruismo. En sus personajes, aquello de Hobbes del hombre es un lobo para el hombre no tiene espacio. ¿Por qué no hay envidias, malas palabras, pasotismo o egoísmo entre ellos?¿Es el piso de Martín de Vargas un refugio real o un espacio idealizado?
Antes habría que preguntarse quién establece la media de lo que es adecuado sentir y de lo que es adecuado narrar. Podríamos quizá empezar a hablar de un idealismo del mal, si entendemos por idealismo una visión que no se atiene a la realidad. Lo sorprendente es que no se cuestionen como irreales o idealizadas esas visiones narrativas, un tanto religiosas, que ponen el foco solo en lo malvado, lo incontrolable, lo envidioso o lo estúpido que no dice su nombre. En la más que recomendable novela de Layla Martínez Carcoma, se aborda un mal no ideal, un terror al que llamaré materialista. Pero frente a una narración así, hay miles donde el terror procede de entidades ideales que anidarían en el interior de las personas, o de ese constructo aún más ideal, el pecado, entidades que mueven los cuerpos sin que, al parecer, puedan explicar por qué. Una cosa es admitir que a veces nos dominan impulsos que nos resulta difícil controlar y comprender, y otra dar cabida a un supuesto homúnculo malvado que estaría al mando no solo de nuestras pasiones, sino también de nuestra razón, como si, además, ambas no estuvieran interconectadas.
Considero que eso despista, beneficia a quien ejerce ese mal supuestamente irracional que oculta sus argumentos y tiene muy poco que ver con esa otra necesidad legítima de obrar mal a veces, ya sea en defensa propia, ya por desesperación, ya no solo para defenderse sino para atacar algo que está causando daño. Ni siquiera el simple mal capitalista internalizado, aumentar la tasa de ganancia, acaparar, ejercer la tacañería o el miedo a quien más tiene, suele estar explicado en las narraciones que se amparan en la supuesta condición humana. Las personas de Martín de Vargas se enfrentan a lo que les daña, a veces deben mentir, a veces experimentan impotencia, rencor y rabia. Pero entre ellas procuran tratarse bien, y no lo hacen por idealismo, sino por necesidad, por lo que en una conversación con Ignacio Pato llamé la obligación de ser buena gente, porque en medio del cansancio y de las agresiones que reciben necesitan ocuparse de esta decisión: hacia dónde dirigir su malestar, su desacuerdo. Les expropian la energía y no se pueden permitir malgastar la que aún les queda con quienes no son responsables de lo que les pasa.
Jara, decide irse, huir porque a sus problemas de salud mental se le suma que está en paro desde hace tiempo. El paro es una trituradora de autoestima. Si desde pequeñas nos educan para “ser” en lo que trabajaremos las personas que no tiene trabajo, ¿acaban pensando que no “son”, que no tienen derecho a ser?
No es tanto que nos eduquen, sino que la mayoría de las personas, excepto las rentistas, necesita trabajar para mantenerse, y a la organización económica y social que hemos asumido no le interesa poner cauces para que esa necesidad, lejos de machacar a las personas, pueda cumplirse, bien con jornadas cortas en trabajos duros, bien con jornadas más extensas en trabajos que interesen a quien los hace, pero siempre en condiciones más que aceptables. Por el contrario, asumimos como normal la lógica de la explotación, y aquellos proyectos que se proponen escapar de esa lógica casi nunca pueden hacerlo en paz, casi siempre son acosados por la presión de un mecanismo que es lo más parecido a ese concepto, tan, diría, malversado: el totalitarismo, puesto que, con respecto al trabajo, no hay opciones viables a largo plazo y en calma, sino solo explotación, propia o ajena, o disidencia.
‘Existiríamos el mar’, la vida en común como refugio anticapitalista
Existiríamos el mar es una profunda reflexión sobre el mundo trabajo (y sus condiciones). ¿Es el salario una liberación o una cárcel?
En la medida en que se hace por necesidad parece que no podría ser nunca una liberación; sin embargo, la dialéctica de libertad y necesidad nos atraviesa, y cualquier persona puede hacer cosas por necesidad que al mismo tiempo le importen y que le permitan desplegar sus capacidades. Lo que hace del trabajo una cárcel no es, me parece, la necesidad, es la explotación, es el hecho de que el sentido del trabajo no esté en el sentido de lo que hace la persona trabajadora, sino en el beneficio que obtiene la empresa a su costa mientras lo hace. En aquellos proyectos donde, al menos durante un tiempo, sí es posible unir los objetivos de quien trabaja con los del proyecto en sí, y donde hay una voluntad política de instaurar formas de democracia laboral, el trabajo puede ser un modo de emancipación, aunque no sea el único. La cuestión es que, si el entorno no acompaña, esos proyectos se ven obligados a competir en condiciones de desigualdad y muchos terminan cerrando, porque existir todo el tiempo contra viento y marea -contra un viento y marea no “naturales” sino fruto de la competencia impuesta y en condiciones de desigualdad- comporta un montón de dificultades.
Hoy se habla de la gran dimisión, personas que en Estados Unidos no quieren trabajar por una miseria, personas que han acumulado capital para mantenerse lejos de la lógica del trabajo, o que han sido capaces de construir un entorno donde la vida austera sea común y posible. Son formas de negarse a lo que hay; ahora queda el paso de exigir lo otro, lo que no hay: no la escapatoria, no la pausa, no la grieta o el hueco; no, tampoco, y es tanto, que se cumplan las condiciones pactadas, que no se violen las normas hechas para proteger a quienes trabajan. Todo eso hace falta, y después queda lo otro, lo que no hay, decir que es posible un mundo donde no solo no exploten a algunas personas, sino donde la explotación no sea el principio rector que a veces, si hay suerte y conocimiento, a ratos, en unos pocos casos, se puede sortear.
¿Le falta a los lugares de trabajo democracia para que un sistema democrático sea más democrático que sistema?¿Ha llegado la democracia a los centros de trabajo?
Sin democracia laboral no hay democracia, y no puede haber democracia laboral porque la democracia que tenemos no es realmente democrática, pues para votar libremente es necesario tener lo que se ha dado en llamar independencia civil, que la vida no dependa ya no de vender, sino de venderse. Aunque esto se puede matizar en según qué circunstancias, lo que está claro es que si la propiedad de los medios de producción está en muy pocas manos, la democracia también está en esas manos, y es fácil observar cada día cómo medidas que se proponen por el Gobierno o el Parlamento no pueden llevarse a cabo porque no cuentan con el apoyo de esos propietarios; algunas -pongamos la desaparición de los paraísos fiscales-, ni siquiera llegan a proponerse más allá de brindis al sol. Claro que esos propietarios no son omnipotentes y hay tensión y necesitan hacer concesiones para mantener su poder. Ahora bien, hay una contradicción de partida que no puede resolverse, porque quien decide qué se va a producir y para qué y en qué condiciones está decidiendo gravemente el rumbo de un país, y esta decisión es sustraída a la ciudadanía. Sucede, además, que la democracia laboral ha desaparecido prácticamente del horizonte de cualquier reivindicación política. A pequeña escala, con voluntad buena -y cambio el orden de la expresión para quitarle la descalificación que a veces conlleva el orden habitual- puede darse en proyectos como esta revista. Es tiempo ya de pensar que el cambio ha de hacerse también a gran escala, de lo contrario no habrá quien frene este crecimiento destructor, esta desigualdad que mata, esa ansiedad que quema por dentro, y por fuera, este desastre anunciado.
Sus personajes, Lena y Hugo, llegan a casa rendidos. ¿Se puede luchar estando cansados?
Dicen que la palabra cansancio procede de desviarse para hacer un alto en el camino, y de ahí derivó al cansancio, a lo que exige, o exigiría, un alto en el camino. No sé cuándo, para hablar de esa sensación, comenzó a usarse la palabra agotamiento. Es una idea mucho más oscura, ya no queda ni una gota, se ha consumido todo, no hay forma de calmar la sed propia ni ajena. También estar rendido en una expresión durísima, creo que debería cambiarse el uso, nadie está rendido sino que le rinden, nadie está derrotado sino que le derrotan. ¿Y quién derrota, quién agota esas últimas gotas de los demás, quien les cansa? Me gusta la palabra de unos amigos cordobeses, “plansancio”, para hablar del cansancio no impuesto, del que se tiene por haber estado haciendo algo en lo que se cree. Y no me gusta la expresión “la sociedad del cansancio” porque la sociedad no es un todo, hay tensiones y divisiones, hay mujeres cansadas por otros y hay otros que se benefician del cansancio de las trabajadoras domésticas o del de tantas otras personas que podrían ser y estar menos cansadas por quienes imponen precios y sueldos y ciertos trabajos y, también, la falta de trabajo, la agresión, la obligación de defenderse y tantas otras cosas que cansan a su vez. A pesar de todo se sigue, y se lucha, y por esas personas recordamos siempre las palabras que escuchó Miguel Hernández en una batalla: “¡No me dejes solo, compañero!”, o compañere, o compañera.
Me gusta que sepamos el patrimonio de las familia de los protagonistas. Que narre cómo son, cómo fueron, pero sobre todo, de dónde partieron. ¿Por qué nos violenta hablar de dinero?¿de las nóminas?¿de sustentos de ayudas familiares? En una sociedad que gira en torno al dinero, ¿cómo puede ser tabú hablar del dinero?
Imagino que hay una intuición de lo que el dinero de verdad contiene, fatiga ajena, y hay también una sombra de miedo, porque tener mucho dinero es tener mucha fatiga ajena acaparada y eso puede avergonzar, y tener poco es carecer de ese ejército fantasma de personas agotadas que no obstante están obligadas a construir empalizadas para quien lo tiene. A otra escala, es poner en evidencia la desigualdad, una desigualdad que cada vez menos personas piensan que pueda justificarse mediante el mérito, puesto que el mérito sin desigualdad no existiría, lo que habría sería distintos sentidos que cada persona daría a su quehacer. Sin embargo, aún no se ha desterrado la idea, todavía hay millones de personas que acusan de forma explícita o implícita a quien no tiene dinero de no tenerlo por falta de mérito, aunque pueda demostrarse que lo único que están haciendo es tratar de legitimar su fortuna, su propiedad ilegítima de ese ejército de almas -es un decir- fatigadas.
Jara tiene problemas de salud mental. Últimamente estamos a vueltas con el tema ¿Necesitamos más sindicatos y menos pastillas?, ¿las relaciones laborales tan desiguales son como una enfermedad?
La contraposición entre la terapia -en un sentido más amplio que las pastillas- y el sindicato es equívoca, entiendo bien de dónde nace pero creo que no es el camino. Nace de la voluntad de oponerse a que se atribuyan causas individuales a problemas que tienen causas sociales, y se pretenda entonces dar soluciones individuales. Hasta aquí de acuerdo. La cuestión es que si una persona está sufriendo, a lo mejor no tiene ni fuerzas para salir de la cama, ni para llegar al sindicato, o a lo mejor no tiene acceso a un colectivo organizado en el que pueda confiar. Y aunque la causa de su problema sea social, aunque no esté sufriendo por una cuestión química ni de carácter -o incluso, aunque lo que parece químico o de carácter y personal también se entrecruce con la coyuntura histórica-, aunque tenga, por ejemplo, una preocupación lógica y racional porque no tiene trabajo o porque en su trabajo la tratan sin respeto, esa preocupación y las consecuencias de lo que está viviendo pueden angustiar a alguien hasta el punto de minar sus recursos cognitivos, imaginativos, y también sus recursos materiales.
Por eso hay que luchar al mismo tiempo ahora y en el futuro. Ahora, ocupándose de quien no tiene fuerzas para llegar al sindicato o al grupo de autodefensa feminista o laboral o a donde sea; y en el futuro construyendo las condiciones que hagan que haya cada vez menos personas vencidas por la desgracia, la angustia de mañana, la agresividad machista, la falta de un entorno vivible, amable. Y para que aquellas personas que caigan todavía, por un dolor invencible o un azar inevitable, tengan apoyo social y, si es preciso, terapéutico. Una amiga muy querida que ya no está, aunque sigue estando, Pilar Vázquez, solía decirme que la frontera entre la salud y la enfermedad es mucho menos nítida de lo que pensamos, y a veces de repente la cruzas y vuelves o no puedes volver o quizá sí, en todo caso, es bueno recordar que se pisa la misma tierra; como a veces no se sabe si alguien se rompe la cadera al caerse o si se cae porque la cadera estaba rota, la rotura llega en un segundo, llega a la velocidad de la luz, el mundo se desploma para un cuerpo y podría no ser así, podría ser posible caminar con piezas rotas en el ánimo, en el cuerpo, sin guetos, sin lugares cercados.
¿Hay hueco para la esperanza?
Los huecos se hacen, sin ninguna clase de fe turbia en la dulce reconciliación de los contrarios; los huecos se abren hasta que sean algo más que grietas donde no hay manera de vivir. Y cuando se puede, que no siempre se puede, se elige la confianza frente a la desesperación, quizá la confianza hasta la desesperación, pues ¿qué se hará de todas las personas que han caído, las que caen? Es cierto que nuestras luchas vienen de muy lejos, que han crecido mediante la acumulación del valor y la insistencia, y también es cierto que hay momentos en que la esperanza tiene que bajar al suelo y decir que ya basta, ya no, ya.