No se puede desconocer que la violencia ha infiltrado severamente las relaciones entre los chilenos, afectando gravemente la paz social. No solo los conflictos de naturaleza política se expresan con un grado de alta radicalidad, también el fenómeno de la delincuencia común asola la vida de la Capital y las grandes ciudades con acciones crueles y cobardes. Ancianos asaltados en sus casas, portonazos que no respetan ni a las madres con sus hijos, así como los aquellos femicidios cada vez más reiterados. Ya no existen barrios seguros y la gente hasta teme transitar por sus calles y plazas.
No somos todavía un país considerado entre los más violentos del mundo o de nuestra región, aunque poco parece faltarnos para eso a merced como ya estamos de las bandas de narcotraficantes y la creciente corrupción de nuestras policías. En todo caso, ya hay advertencias que se plantean en cuanto al riesgo de visitar Chile, venir como turistas o proponerse inversiones seguras en nuestro territorio.
Por supuesto, compartimos que hay que combatir la violencia con más justicia social e igualdad. Es claro que se mantiene la inmensa brecha entre los que tienen mucho y los que carecen de los bienes más elementales para una digna sobrevivencia. No se puede discutir, asimismo, que problemas tan relevantes como el de la Araucanía merecen soluciones más políticas y económicas que represivas. Que la pacificación del Wallmapu no dependerá de que las Fuerzas Armadas se instalen definitivamente en la zona; tres siglos de historia avalan que nuestra etnia mapuche nunca se rinde ante las invasiones y despojos propiciados por el Estado y las más poderosas empresas en su ancestral territorio.
Las legítimas movilizaciones sociales es evidente que terminan en enfrentamientos cada vez más violentos con las policías, por más que se observe que la mayoría de los que protestan lo hacen pacíficamente. No se puede soslayar que constituye un grave despropósito que estas demandas callejeras culminen en escuelas destruidas, comercios arrasados y hasta en templos consumidos por las llamas. Si alguien calculara el efecto que le ha ocasionado al país los centenares de buses de la locomoción pública incendiados, el vandalismo de las estaciones del Metro, además de esa inmensa cantidad de maquinaria agrícola, forestal e industrial desbaratada, probablemente podría concluir que las pérdidas equivalen a varios puntos del PIB. O ha causado el mismo daño de varios terremotos y otros desastres naturales que acompañan nuestra condición sísmica y frágil.
A todo ello hay que agregar a las víctimas, a los que de la noche a la mañana pierden sus vidas, sus emprendimientos y enseres familiares. Como es el caso de tantos comerciantes y personas comunes y corrientes que en la mayoría de los casos nada tienen que ver con la política contingente. Hasta niños muertos o heridos al ser alcanzados por balas penetradas en sus modestas viviendas y que son gatilladas por las policías y bandas armadas cada vez con más poder letal.
Todos tenemos en la retina lo sucedido en estos últimos años, especialmente bajo la administración de un jefe de estado poseído por la codicia y el desprecio de los Derechos Humanos. A quien la Cámara de Diputados acaba de condenar por sus crímenes de lesa humanidad y corrupción, en una acusación que al menos dejará registro en nuestra historia y lo pondrá al lado de Pinochet y nuestros gobernantes más asesinos y ávidos de poder y riqueza.
Lo malo de todo esto es que la paz ya no podrá ser tarea solo de un nuevo gobierno. Menos, todavía, si la llamada clase política no es capaz de dimensionar la trágica inseguridad que afecta al país. Mientras la derecha no asuma que la violencia radica en la inequidad alimentada por todo un sistema. Que el descontento y la frustración radican en aquellas pensiones miserables, los escuálidos salarios, la salud cooptada por el lucro y tantas otras expresiones endémicas del capitalismo salvaje impuesto por la Dictadura y sacralizado por los gobiernos “democráticos” que le siguieron.
Tampoco habrá solución mientras las izquierdas no acepten la responsabilidad que les cabe en el desarrollo de la violencia. En el dejar hacer o dejar pasar a tantos delincuentes infiltrados entre sus militantes o simpatizantes. Empoderados, como lo están, los partidos y movimientos por el temor a ser tildados de entreguistas, practicando un cinismo indignante. Peor, en algunos casos, que la actitud de aquellos derechistas que en la hora final de Piñera arrancan de La Moneda y asumen la impostura de conmoverse con la situación de los chilenos más pobres y excluidos, en un mero afán electoralista. Y hasta les concedan algunos votos a las propuestas de los opositores en el Parlamento que ahora, muy tardíamente, tratan se forzar algunas reformas estructurales después de treinta años de constantes dilaciones. Para muestra, solo consideremos que termina una nueva administración sin las demandadas reformas al sistema previsional y de la salud.
Porque la violencia tiene origen, sin duda, además, en la inconsecuencia de los gobernantes y de los referentes políticos. En sus transversal corrupción y desmedidos apetitos. ¡Vaya qué espectáculo es el que hemos presenciado en estas últimas semanas pre electorales, tanto en el Ejecutivo como en el Parlamento! De cómo se manifestó la miseria humana en los que ya no pueden reelegirse ni pretender continuar en La Moneda o las bancadas legislativas. Rebelándose ahora, por ejemplo, frente a las resoluciones de sus partidos, luego de largos años de borreguismo. Una vez que “ya la hicieron” y, por supuesto, disfrutaron de ingresos y granjerías casi cuarenta veces por encima del salario de los millones de trabajadores.
Nos atrevemos a pronosticar que, contrario a lo que se dice, estas elecciones no resultarán tan diferentes a las anteriores. Existe alta probabilidad de que resulte elegido un gobierno minoritario, con escasa representatividad democrática, así como un conjunto de legisladores de muy poca consistencia ideológica y que, a poco andar, puedan ser poseídos por la indolencia, las diferencias fútiles y la misma voracidad de sus antecesores. Que continúen haciendo gala de la gran trampa constitucional de Pinochet, esto es al concebir y entregar el llamado “servicio público” a una casta de nuevos ricos y privilegiados. Con las excepciones que, sin duda, podemos esperar.
¿Podrá Chile aquietarse si todo indica que después de los últimos retiros de sus pensiones y bonos de la pandemia, la situación económica del pueblo se hará más crítica? Con inflación, desempleo y sin que mejoren, por ejemplo, sueldos y pensiones.
¿No es que así nos dirigimos hacia un nuevo estallido social?