por Aram Aharonian
Cada año, cuando llega el verano en estos confines del hemisferio sur, no entendemos qué debemos hacer en nuestras ciudades, para afrontar las altas temperaturas para no “morirnos de calor”, mientras releemos y analizamos las resoluciones de la Cumbre Climática de Glasgow, más conocida como Cop26. La alternativa es que uno pueda abandonar la ciudad hacia sierras, bosques y costa, creando filas interminables de automóviles y autobuses que contribuyen con sus emisiones a agudizar el problema.
Otros se atrincheran en sus casas de las cada vez más calientes ciudades, con sus aires acondicionados expulsando el calor de sus casas y subiendo la temperatura del ambiente urbano … y las facturas de los privatizados servicios de electricidad. Y todo es peor en tiempos de pandemia. Mientras, nos hablan de la inminencia de una suerte de apocalipsis climático, injustamente selectivo con los más vulnerables.
O, mejor dicho, en tiempos de pandemias: la de la covid-19, la del neoliberalismo, la del negacionismo, pese a que el panel intergubernamental de expertos sobre el cambio climático (IPCC) cerró la puerta de la especulación estadística al señalar que es “inequívoco que la influencia humana ha calentado la atmósfera, los océanos y la superficie”.
“A principios de la década de 1920 la gente hablaba sobre el enfriamiento global… creían que la Tierra se estaba enfriando. Ahora, es el calentamiento global […] un problema que no creo que exista de ninguna manera”, señalaba Donald Trump, el anterior (e inolvidable) presidente de Estados Unidos, quien retiró a su país del Acuerdo de París e impulsó una agenda de desarrollo enfrentada con los objetivos climáticos trazados apenas un año antes en Francia.
Su ejemplo y línea argumental los copió Jair Bolsonaro en su campaña presidencial, cuando amenazó con retirar a Brasil del Acuerdo de París. “Quiero saber alguna resolución para que Europa comience a ser reforestada. ¿Alguna decisión? ¿O sólo están perturbando a Brasil? Es un juego comercial, no sé cómo la gente no puede entender que es un juego comercial”, declaraba refiriéndose al cambio climático. Sus políticas han favorecido y acelerado el proceso de deforestación de la Amazonia con el fin de expandir sin límite la frontera agrícola.
No se trata de denunciar el negacionismo. Nos hemos cansado de denunciología y lamentos, la otra cara de carecer de ideas, de argumentos. Los éxitos electorales de Trump y Bolsonaro en las dos principales economías de América ilustran la magnitud y el impacto que alcanzan las diversas formas de negacionismo en la actualidad. Asimismo, podría entenderse como un reflejo de nuestras propias posturas negacionistas, nos guste o no admitirlo.
Naomi Klein, activista altermundista canadiense, señala que el negacionismo del cambio climático está lejos de ser patrimonio de militantes como Trump, ya que existen muchas otras formas de negacionismo.
“Muchos de nosotros participamos en este tipo de negacionismo; miramos por una fracción de segundo y luego miramos hacia otro lado. […] O miramos, pero nos contamos historias reconfortantes sobre cómo los humanos son inteligentes y crearán un milagro tecnológico que capturará el carbono de los cielos. […] O miramos, pero tratamos de ser hiperracionales al respecto: dólar por dólar, es más eficiente enfocarse en el desarrollo económico que en el cambio climático, ya que la riqueza es la mejor protección. […]”, señala.
“O miramos, pero nos convencemos de que estamos demasiado ocupados para preocuparnos por algo tan distante y abstracto. […] .. y al principio puede parecer que estamos mirando, porque muchos de esos cambios en el estilo de vida son, de hecho, parte de la solución, pero todavía tenemos un ojo cerrado. […] O tal vez realmente miramos, pero luego, inevitablemente, parecemos olvidar. Somos parte de una extraña amnesia intermitente por razones perfectamente racionales”, añade Klein.
Quiza sea cierto que negamos porque tememos que afrontar la realidad de esta crisis lo cambie todo. El negacionismo del cambio climático es una expresión de nuestra propia incapacidad de resolver la tensión entre nuestros deseos ilimitados y los recursos limitados que tiene el planeta, señala Emilio Deagosto, químico uruguayo y magíster en Energías Renovables por la Universidad de Newcastle.
Y, entonces, alimentamos las expectativas de crecimiento ilimitado depositadas en el desarrollo tecnológico, el excesivo foco en la riqueza como medida de prosperidad y el confort exagerado de nuestras sociedades modernas.
Hace medio siglo, un grupo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts liderado por Donella Meadows, advirtió en Los límites al crecimiento que “si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos 100 años”.
A Meadows le pegaron por todos lados, sobre todo los economistas liberales que señalaban que el crecimiento podía sostenerse sin tensiones con base en el desarrollo tecnológico. Medio siglo después se validan sus proyecciones que facilitaron la construcción de un entendimiento sólido sobre los impactos del desarrollo ilimitado en un planeta con recursos finitos.
Unos años antes el biólogo estadounidense Garret Hardin dio a comocer en 1968 su ensayo La tragedia de los comunes, donde argumentaba que los incentivos económicos que operan en pos de maximizar beneficios individuales a partir de la explotación de bienes comunes funcionan en detrimento de la sostenibilidad de estos bienes y, en consecuencia, del beneficio común.
En contraposición, cuatro años después la politóloga estadounidense Elinor Ostrom publicó El gobierno de los bienes comunes: la evolución de las instituciones de acción colectiva, obra que le valdría el premio Nobel de economía en 2009. Postulaba que cuando los usuarios utilizan recursos naturales en forma conjunta, con el tiempo se establecen reglas sobre cómo estos deben ser cuidados y utilizados de una manera que sea económica y ecológicamente sostenible.
Hoy, la evidencia de carácter ambiental vuelca la balanza hacia los postulados de Hardin. Pero las emisiones de gases de efecto invernadero son producto de tres variables: el número de habitantes del planeta, la riqueza per cápita y la intensidad de emisiones, definida como la cantidad de gases de efecto invernadero emitida por cada unidad de riqueza producida en el mundo (CO2-eq/PIB).
Las discusiones sobre el control poblacional implican valoraciones morales y éticas. El Banco Mundial estima una población global a 2050 de 9.675 millones de personas, con un aumento de 25% respecto de la población actual. Para graficarlo mejor, la población mundial se habrá duplicado desde el momento en que Diego Maradona levantó la copa del mundo en el estadio Azteca en 1986.
Es sobre la intensidad de emisiones como variables de ajuste en la carrera por mitigar el cambio climático que versan casi la totalidad de las propuestas que se han discutido y desarrollado en las últimas décadas. Se habló de desarrollo tecnológico, de energías renovables, de hidrógeno verde, de movilidad eléctrica, de captura de carbono, de financiamiento climático, de bonos verdes, de impuestos al carbono. Se habló y habló.
Las emisiones anuales de gases de efecto invernadero continúan en ascenso, tras un paréntesis por la pandemia en 2020, pero la brecha para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es aún muy grande y el mundo se encamina hacia un escenario en el que el aumento de la temperatura media global en la superficie excede el objetivo de los 2 °C respecto de valores preindustriales y que es el umbral de seguridad.
Hasta hoy, casi 30 años después de que fuera adoptada la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Nueva York, el foco en la cooperación internacional y las soluciones tecnológicas ha demostrado ser largamente insuficiente para revertir la tendencia creciente de emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando fue adoptada esta Convención (1992), la humanidad emitía 22 gigatoneladas de CO2 a la atmósfera por año. Cinco años después, cuando se firmó el Protocolo de Kioto, este valor ascendía a 24 gigatoneladas y al momento de alcanzar el Acuerdo de París, en 2015, las emisiones anuales del principal gas de efecto invernadero se ubicaban en 35 gigatoneladas.
Entonces, mientras comenzamos a transpirar en el verano austral, cabe preguntarse si no es momento de aceptar la miopía negacionista y poner el foco también sobre la tercera variable: la forma en la que entendemos y medimos la prosperidad. Eso que llamamos modelo de desarrollo.
Quizá el año próximo salgamos de la pandemia de la covid19, aunque la Organización Mundial de la salud habla del 2023. ¿Y cuándo podremos librarnos de las pandemias del neoliberalismo y el negacionismo?